– Nadie cree que sean tan idiotas. Por eso podría estar allí.
– ¿Has mirado por las ventanillas?
– Sí, Delaney, claro que lo he hecho. Pero no he mirado en el jodido maletero, porque el jodido maletero no tiene ventanillas.
– Me alegra que hayas dormido tan bien.
– Si no lo tienen ahí, a la mierda. Me voy a casa y me meto en la cama. Cullen podría ser más despabilado de lo que yo pensaba… Ahí viene Lucy. Espero que traiga algún bollo.
– Mira quién hay detrás de ella -dijo Jack.
Franklin de Dios pasó del sol a la sombra, bajando por la rampa del garaje, mientras Lucy se acercaba al coche con dos bolsas de comida para llevar, concentrada, presurosa. Al llegar junto a ellos, les dio las bolsas por la ventanilla y dijo:
– Franklin acaba de salir del hotel.
– Está aquí mismo -le dijo Jack-. Ahora se ha ido.
– Se ha metido por el primer pasillo. Mira -dijo Roy, inclinándose hacia Jack-. Si se va, será mejor que lo sigas. ¿Dónde tienes tu coche?
Jack tuvo que pensarlo.
– Está en el mismo pasillo.
– ¿Has oído eso? -dijo Roy-. Está poniendo un coche en marcha. -Lucy estaba entrando en el coche y Roy tuvo que estirarse, levantándose-. Por el amor de Dios, ¿quieres esperar? Jack… Ahí está. Es el Chrysler. ¿No es el Chrysler? Jack, ¿te vas a quedar ahí sentado, o te vas a mover?
Para cuando hubo salido a Bienville, acelerando el Scirocco entre camiones que descargaban y coches aparcados, el Chrysler ya había desaparecido, perdido en algún lugar de la calle de un solo sentido, fuera de la vista, hasta que Jack creyó verlo girando por Rampart, lo cual le sorprendió. ¿Adónde iba Franklin? La calle Rampart desembocaba en la avenida Tulane y luego se convertía en la autopista del aeropuerto, lo cual parecía contestar a su pregunta. Franklin iba al aeropuerto de Kenner. Sí, efectivamente, parecía que Franklin había aceptado su consejo de la noche anterior y se iba de la ciudad. Si prefería hacerlo en un avión mejor que en un barco bananero, daba igual. Probablemente querría pasar antes por Miami para recoger ropa y otras cosas.
Jack empezó a advertir que hacía un día muy bonito: cielo limpio, y no demasiada humedad. Se sacó la Beretta de la cintura del pantalón, buscándose por la entrepierna, y la echó debajo del asiento. Era muy posible que aquella misma tarde volviera a conducir, en esa ocasión con un maletín lleno de dinero, después de una semana de actividad que había resultado nueva y distinta. Vaya, cada día algo distinto. Había conocido gente rara. Había dormido, exactamente dormido, con dos mujeres jóvenes. Lo que le confundía en el caso de Lucy era la ternura. Podía imaginarse a los dos quitándose la ropa y todavía sentía la ternura. Pero si intentaba imaginarse a sí mismo tumbado entre sus piernas, le resultaba imposible, se convertiría en otra cosa y la sensación de ternura desaparecería. Se encontraría actuando, y observando su propia actuación, consciente de ella, claro, mirándola, besándola, pero más consciente de sí mismo mientras lo hacía, simplemente haciéndoselo, y eso no era lo que eran el uno para el otro… Mientras ella dormía, la había abrazado y había estado escuchando su respiración. Le bastaba la ternura. Ella parecía extraña, porque sobre ella no había nada impuesto; era como una niña y sabía más cosas que él, sabía cómo entrar en sus sueños. Podía hablar con ella, pero tenía que escucharla con atención y pensar. Helene, cuando hablaba con Helene, las cosas simplemente le salían. Con ella podía hacer locuras. Podía hacer locuras mientras le hacía el amor. O bastaba con que la mirase de cierta manera para que ella le entendiese. Tenía la sensación de que Lucy y Helene se gustarían mutuamente. Sí, seguro. Y, en general, todo eran buenas sensaciones mientras seguía al Chrysler hacia el aeropuerto, y luego hasta el aparcamiento de devolución de coches de la National. Jack aparcó a un lado de la carretera y vio que Franklin salía del Chrysler.
El tipo sólo llevaba una pequeña bolsa de vuelo.
Jack pensó salir del coche, llamarle y decirle adiós con un gesto. Rápido, justo cuando fuera a entrar en el autobús. O también podía llevar a Franklin hasta la terminal, desearle un buen viaje… aunque eso ya lo había hecho. «No -pensó-, déjalo en paz.»
Y luego pensó: «Pero ¿qué hace?»
Porque Franklin estaba saliendo del aparcamiento en dirección a él. Franklin con su traje negro, cargado con su bolsa marrón de vuelo, se acercó a la carretera, llegó al coche, se inclinó para asomar la cabeza por la ventanilla, con sus pómulos sobresalientes y su cabello alisado. ¡Por Dios, sonriendo!
– ¿Qué tal? ¿Vas a volver?
Jack tuvo que asentir.
– Tal vez podrías llevarme.
– No sé si el barco va a Honduras o a Costa Rica -dijo Franklin-. No se lo he oído a Wally Scales, ni a ese otro tipo. ¿Cómo se llama? Ese que vive en la ciudad de donde sale el barco.
– ¿Alvin Cromwell?
– Sí, por supuesto lo sabías. Sí, Alvin. Podría ir a Costa Rica. Nuestro líder, Brooklyn Rivera, está allí. Me apetece verlo, pero prefiero ir directamente a Honduras.
– ¿Por qué, Franklin?
– Para poder volver a Nicaragua con mis amigos y ver a la gente que conocemos allí.
– De visita, ¿eh?
– Viven en un campo de concentración en la provincia de Jinotega, un sitio llamado Kusu de Bocay.
– Jinotega…
– A lo mejor los podemos sacar de allí… Ayudarles para que tengan casas nuevas y arroz y judías para comer.
Estaban en la autopista del aeropuerto, de vuelta hacia Nueva Orleans. Jack dijo:
– ¿Te acuerdas de aquella mujer de Carville, la que iba conmigo en el coche? Se llama Lucy Nichols.
– Sí, he oído mencionar ese nombre al coronel Godoy.
– Trabajó en un hospital de leprosos cerca de Jinotega, la ciudad.
– La ciudad de Jinotega, creo que está lejos de Kusu de Bocay.
– El coronel fue al hospital, mató a los leprosos y lo incendió.
– Lo creo.
– Lucy quiere reconstruir el hospital.
– Sí, eso es bueno.
– Es una buena mujer.
Franklin no dijo nada y condujeron en silencio durante algo más de un kilómetro. Jack iba pensativo.
– Yo estaba seguro de que ibas a coger el avión. Pero sólo has ido a devolver el coche, ¿eh?
– Me han llamado y me han dicho que lo devuelva. Está bien, tengo tiempo.
– Pero ahora tienes que ir a Gulfport.
Franklin no dijo nada y Jack pensó, en lo que hacía a su encuentro con Wally Scales, que mantendría cerrada la boca si el tipo no hacía ninguna pregunta directa.
– ¿Sabes cómo ir hasta allí?
– Sí, lo sé.
Vaya, cómo costaba.
– ¿Vas a coger un coche de línea?
– No, un coche de línea no.
– Pero vas a coger el barco.
– Sí, claro. Para irme a casa.
– Pero el coronel Godoy y Crispín, ahora ya estarás convencido, no van a coger el barco.
– Sí, lo sé. Es lo que tú y Wally Scales me habíais dicho.
Jack tuvo que pensar. Si se suponía que sabía tantas cosas, debía tener cuidado con lo que preguntaba. Llegaron a la avenida Tulane y siguieron hasta la calle Rampart.
– Bueno, me alegra que todo te esté saliendo bien, Franklin.
– Sí, creo que sí.
– Yo pensaba que te ibas.
– Enseguida.
– Te he seguido hasta el aeropuerto.
– Ya lo sé. Ha sido muy amable por tu parte.
– Quería despedirme de ti. Y a lo mejor, tomar una taza de café. Eh, ¿te encuentras bien, después de todo el vodka que bebimos ayer?
– Sí, bien.
Jack giró por Rampart hacia Conti, la entrada al Quarter, hacia el río.
– Ya casi hemos llegado. ¿Dónde te dejo?
– Donde quieras. Tengo que volver al hotel.
«Oh, mierda.» Jack esperó un momento.
– No estoy seguro que eso sea una buena idea, Franklin. -Y luego empezó a pensar que, de hecho, podía ser una idea excelente-. ¿Para qué quieres volver a verlos?