– ¿Llevo algo al coche?
– Todavía no he hecho mi maleta.
Franklin, sentado en el borde de la mesa, miró hacia abajo y tocó una de las sacas con el pie.
– ¿Y si me llevo una de éstas?
El coronel seguía mirándole.
– ¿Por qué? ¿Crees que el dinero está ahí?
– No lo sé.
– Nunca sabe nada -dijo Crispín, caminando por la habitación.
Cuando se metió en el dormitorio, dejándolos solos, Franklin dijo:
– Pero no lo creo. Creo que lo tenéis en el coche nuevo.
El coronel se puso las manos en las caderas, sobre los ceñidos calzoncillos rojo brillantes.
– ¿Ah, sí? Eres bastante despabilado, Franklin. ¿Dónde aprendiste? Con las misioneras, ¿eh? -El coronel habló por encima del hombro hacia el dormitorio, elevando la voz-: Franklin dice que cree que el dinero está en el coche.
Franklin oyó correr el agua en el cuarto de baño y la voz de Crispín, que decía:
– Pregúntale cómo lo sabe.
– ¿Cómo lo sabes, Franklin?
– Sé que no lo podéis guardar aquí.
– ¿Y lo guardamos en el coche, sin nadie que lo vigile?
– Creo que tenéis algo que lo vigila.
El coronel volvió a gritar hacia detrás:
– Dice que cree que tenemos algo que lo vigila.
– ¿Qué? -se oyó que decía la voz de Crispín.
Franklin esperó a que el coronel se lo repitiera y luego volvió a oír a Crispín.
– ¿Y eso cómo lo sabe?
«Están locos -pensó-. No lo saben y no lo sabrán nunca.»
El coronel, todavía con las manos en las caderas y con sus disparatados calzoncillos, le preguntó:
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Y qué más da? -contestó Franklin-. Dejo de trabajar para vosotros.
Franklin vio cómo al coronel le cambiaba la cara, se volvía fría y como de piedra, y se acercó a su bolsa de viaje, que seguía sobre la silla. Luego oyó la voz del coroneclass="underline"
– ¿Qué has dicho? ¿Qué?
Franklin sacó la Beretta de la bolsa de viaje y vio que la expresión del coronel volvía a cambiar y que sus ojos se abrían desmesuradamente cuando le apuntó con la pistola de nueve milímetros al centro del pecho.
– He dicho que lo dejo -repitió Franklin.
Le disparó y lo vio caer hacia atrás y girar los brazos al derrumbarse. Se acercó al coronel, dijo «adiós», volvió a disparar y le vio agitarse. Oyó a Crispín antes de que apareciese en la puerta de la habitación con la toalla anudada a la cintura, también con los ojos muy abiertos. Franklin dijo:
– Lo dejo, Crispín.
Le disparó al pecho y luego tuvo que entrar en el dormitorio para decirle «adiós» y volver a dispararle.
Las llaves del coche estaban en el armario.
Roy se había situado en un lugar desde el cual podía mirar hacia el vestíbulo a través de la puerta de cristal y ver el ascensor. Si giraba la cabeza unos cuarenta y cinco grados, veía también la galería de la quinta planta, que era como una valla que daba la vuelta al patio. Estaba mirando hacia arriba, desde que había oído el débil pero claro «pop»; luego nada, luego otro «pop», y luego dos más, espaciados, de procedencia indefinida. Él ruido no había sido fuerte, pero lo había oído venir de alguna parte, y creyó que podía ser de arriba. Aunque también podía haber venido de la calle y haber sonado en el patio entrando por arriba. Ninguna de las personas que estaban desayunando en el hotel miró hacia arriba o pareció hacer comentarios al respecto.
Había una sirvienta negra allí arriba -le pareció que era negra-, que se había quedado junto a la carretilla y miraba hacia el ascensor. Roy la observó. Si los disparos venían de allí, los habría oído. Pero en aquel momento parecía haber perdido el interés en lo que estaba mirando o esperando, y se movió con su carretilla, alejándose del ascensor y del rellano de la 501. Arriba no había ni un alma. No se abrió ninguna puerta, ni nadie sacó la cabeza para ver qué había pasado.
Podían haber pescado al indio negro cogiendo las llaves del coche, pero no le iban a disparar por eso.
El ruido podría haber venido de fuera del hotel. Roy aceptó esa posibilidad, pero no lo creyó. Se dio cuenta de que algunos de los comensales también miraban hacia arriba, porque miraba él. Necesitaba un lugar más adecuado para vigilar. Podía subir a la habitación que habían reservado, la 509, y quedarse allí con la puerta abierta. Mierda, pero necesitaría una llave.
Franklin vio a la sirvienta al otro lado del pasillo mientras esperaba el ascensor. No se acercó a la galería para mirar hacia abajo y comprobar si alguien estaba mirando; no oyó ruidos ni voces. Llegó el ascensor, bajó en él hasta el vestíbulo y salió. Vio a un hombre y una mujer con sus maletas en el suelo, hablando con el conserje. Se dirigió a la puerta de cristal para mirar hacia el patio. En las mesas, todo el mundo parecía estar ocupado con el desayuno. Miró hacia el mostrador de recepción, se dio la vuelta y siguió moviéndose al ver a un tipo que esperaba al conserje, que estaba hablando por teléfono. El tipo tenía las manos apoyadas en el mostrador de recepción. Era el individuo que había estado con Jack Delaney. El fulano duro de pelo oscuro que debía de ser de la policía, seguro, por su forma de hablar. Franklin se apresuró y no miró hacia atrás, esperando que el tipo no le viera. No quería que le siguiera hasta el garaje. Con ése podía tener problemas, y no quería dispararle a nadie más. Aunque, si tenía que hacerlo, lo haría.
Estaban esperando en el coche de Lucy, mirando ambos hacia el cuadrado de luz más allá de la rampa. Ella dijo:
– Puede ser que ya lo haya dicho un par de veces, pero no veo adónde puede llevarnos esto.
– Es para tener contento a Roy -dijo Jack-. Se despierta gruñendo, pero tiene instinto de policía. No siempre las cosas son lo que parecen. O al revés.
– Nadie que estuviera en sus cabales dejaría dos millones dentro de un coche en un garaje público. Aunque el coche estuviera cerrado.
– Ya se lo he dicho.
– Entonces tendremos que devolverles las llaves.
– No nos preocuparemos de eso. Las podemos tirar en el vestíbulo. Siempre he creído que tenía paciencia, pero no la tengo.
– Yo también pensaba que la tenías.
– En cuanto empecemos, probablemente, tendré que ir al baño. Una vez estaba en una habitación de un hotel, con el tipo y su mujer durmiendo, y de repente tuve que ir. Ni siquiera había cogido nada todavía. Me fui corriendo abajo. Y eso fue todo, allí se me acabó la noche. -Se tocó la chaqueta-. ¿Sabes que he hecho? He dejado la pistola debajo del asiento. Será mejor que la coja.
Lucy le vio abrir la puerta.
– De momento no la necesitarás, ¿no? -Desvió la vista hacia la entrada del garaje, hacia el cuadrado de luz-. Jack, ahí está.
Franklin entró por la calzada del garaje, pasó delante de la primera fila de coches, delante de la segunda… Vio el viejo coche de Jack Delaney, con la puerta abierta, al fondo de la siguiente fila, y el coche azul de la mujer aparcado a su lado. Luego apareció Jack Delaney; se levantó junto a su coche, miró hacia él y levantó el brazo. Franklin no le devolvió el saludo. Giró en la fila donde estaba el Mercedes nuevo de color crema y caminó hacia él, sin mirar a Jack Delaney, pero sabiendo que no le daría tiempo a entrar en el coche y largarse. Jack Delaney se pondría delante del coche. No quería atropellado, pero lo prefería antes que dispararle. Volvió a mirar hacia atrás y vio que sería difícil incluso si lo intentaba. Jack Delaney se acercaba con una pistola en la mano.
– ¡Franklin, espera!
El tipo llevaba la bolsa de viaje en una mano y estaba abriendo el coche con la otra. Cuando Jack llegó junto él, ya lo había abierto y estaba entrando.
– Espera un momento, ¿quieres?
Franklin dudó y finalmente salió, dejando la bolsa sobre el asiento y levantando las manos a la altura de los hombros.