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– ¿Usted es enfermera?

– No exactamente. Lo que hacía era practicar la medicina sin licencia. Hacia el final, ya no teníamos equipo médico. Nuestros dos doctores nicaragüenses desaparecieron, uno después del otro. Fue sólo cuestión de tiempo. No estábamos de ningún lado, pero ellos sabían contra quién estábamos.

Desaparecieron.

Eso se lo guardaría para después.

– ¿Y ahora ha vuelto a casa por una temporada?

Ella tardó unos instantes en contestar:

– No estoy segura. -Luego le miró-. ¿Y usted qué, Jack, sigue siendo ladrón de joyas?

Le gustó la facilidad con que había dicho su nombre.

– No, lo dejé por otro tipo de trabajo. Me metí en la agricultura.

– ¿De verdad? ¿Se hizo granjero?

– De otra clase. En Angola, la penitenciaría del estado de Louisiana.

Ella de nuevo le miraba, mostrando sus hoyuelos al sonreír. Eso le inspiraba.

– Se va por la interestatal de Baton Rouge, luego la Sesenta y uno casi hasta llegar al Misisipí, entonces se gira hacía el río y se llega a la entrada principal. Una vez dentro, se cruza una verja blanca. Cuesta verlo, a través de las redes metálicas que ponen en las ventanas de los autocares, pero parece una granja caballar. Hasta que se ven las torres de vigilancia.

– ¿Pero es verdad que estuvo usted preso?

– Tres años menos un mes. Conocí a gente interesante, allí dentro.

– ¿Cómo era estar allí?

– Hermana, no le gustaría oírlo.

Ella dijo, con voz pensativa:

– San Francisco estuvo en la cárcel… -Entonces miró a Jack y preguntó-: Pero ¿cómo se siente uno? Me refiero al hecho de haber cometido crímenes y que te encierren por ello.

– Eso se hace y se olvida. -No sabía que san Francisco hubiera estado en la cárcel… pero en aquel momento estaba hablando de sí mismo-. Tengo una actitud muy saludable, con respecto a la culpabilidad. No resulta buena para uno.

Vio que sonreía, no demasiado, pero le devolvió la sonrisa, sintiéndose mejor, pensando que tal vez deberían detenerse a tomar un café. Era agradable, buena conversadora, y él todavía estaba un poco cortado. Pero cuando mencionó el café, la hermana Lucy frunció el ceño, pensativa, y dijo que realmente no tenían tiempo.

– Yo he descubierto que en este negocio hay muy poca prisa -dijo Jack-. Cuando vas a buscar un muerto, y no quisiera parecer irrespetuoso, seguro que te espera.

– Oh -dijo ella, con su tono tranquilo, pausado y con mirada relajada-, nadie se lo ha dicho.

– Ya tenía yo la sensación de que pensaba que yo sabía algo. ¿Qué es eso que nadie me ha dicho?

– Me parece que le va a gustar -dijo ella.

Tuvo que admitir la idea de que estaba jugando con él, cuando vio el brillo que había en sus ojos al volver a mirarle, a punto de hacerle partícipe de un secreto.

– La chica que vamos a recoger…

– Amelita Sosa.

– Sí. No está muerta.

Siete años antes, cuando Amelita tenía quince o dieciséis y vivía en Jinotega con su familia, un coronel de la Guardia Nacional le había llenado la cabeza de pájaros. Aquel individuo, que era amigo íntimo de Somoza, le dijo a Amelita que con la belleza de ella y las influencias de él podría ganar el primer premio del concurso de Miss Nicaragua y luego el de Miss Universo; que aparecería en la televisión de todos los países y que en poco tiempo se convertiría en una famosa estrella de cine.

– Por supuesto, usted sabe lo que tenía en mente -dijo Lucy.

Eso había sido durante la guerra. Antes de que los sandinistas ocuparan el gobierno.

Jack entendió lo que pretendía el coronel, pero no estaba tan seguro en lo concerniente a la guerra. Sabía que por allí abajo siempre había revoluciones y que había una en marcha en aquella época. Recordaba que, cuando él era pequeño, su padre había vuelto una vez de Honduras diciendo que estaban todos locos, que les ardía la sangre; que cuando no peleaban por una mujer, mordían la mano que les alimentaba. Jack se imaginaba individuos con los ojos inyectados en sangre, armados de machetes, con sombreros de paja y cananas en bandolera, preparando una emboscada a un tren de la United Fruit cargado de plátanos. Pero luego aparecían Marión Brando y un puñado de mexicanos armados y soldados gubernamentales disparando desde el tren. Era difícil precisar la historia y las fronteras. No quería interrumpir la historia de la hermana Lucy formulando preguntas idiotas. Escuchó y archivó los datos esenciales, imaginando algunos caracteres. El coronel, uno de esos jodidos pringosos que llevan una cigarrera de oro para ofrecerle un puro al pobre hijo de puta al que van a fusilar, justo lo que quiere en los últimos momentos de su vida, fumar. A Amelita la veía como una cosa pequeña con ojos de Bambi, y luego tuvo que aumentarle el pecho y ponerla sobre tacones altos, con un bañador que dejase ver las caderas para el concurso de Miss Universo.

Pero una vez se la había llevado a Managua, el coronel ya no volvió a mencionar los concursos de belleza. Lo único que sentía por Amelita era lujuria. Una buena palabra, lujuria. Jack no recordaba si la había utilizado alguna vez, pero no le costó nada imaginarse al coronel, el muy hijo de puta, lujurioso. Le añadió unos veinte kilos para la escena de cama: el coronel quitándose el uniforme lleno de medallas, con el vientre colgando, mirando viciosamente a Amelita, que se cubría en la cama. Jack le vio desgarrar el camisón por delante, liberando sus pechos perfectos…

– ¿Me está escuchando? -dijo la hermana Lucy.

– Palabra por palabra. ¿Y luego qué?

Y luego, cuando los rebeldes llegaron a Managua, el coronel se fue a Miami y Amelita volvió a casa, segura por el momento.

La parte siguiente se acercaba más al tiempo presente, pero era más difícil de seguir, ya que la hermana Lucy hablaba de la situación política de allá abajo como si él supiese de qué iba. Resultaba confuso, porque quienes habían gobernado antes, según parecía, eran ahora los rebeldes, los contras, y quienes habían empezado la revolución en los años setenta eran ahora los que llevaban el país.

Hasta ahí lo entendía. Pero ¿quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos?

Mientras seguía intentando descubrirlo, la hermana Lucy explicó que el coronel volvió a Nicaragua como comandante de la guerrilla en el norte, apareció en busca de Amelita en la oscuridad de la noche y se la llevó a las montañas.

Una cosa sí tenía el coronel, que nunca abandonaba.

– A lo mejor le gustaba de verdad -dijo Jack, reservándose su juicio porque todavía no estaba seguro de en qué lado estaba el coronel, quitándole incluso los kilos de más que le había puesto. Recibió una mirada de la hermana Lucy. «Tío, qué mirada tan dura»-. O le llevaba su lujuria incombustible -añadió Jack-. Eso es más probable, ¿no? Una lujuria que no conocía fronteras.

– ¿Ha terminado? -dijo ella. Le sonó como cuando Leo usaba aquel tono tan seco. Le dijo que sí, que había terminado, y ella dijo «Bien». Era una nueva experiencia, la sensación de que podía decirle lo que quisiera a una monja, mira por dónde, y ella lo entendería porque estaba preparada -podía advertirlo en sus ojos- y no se iba a sentir sorprendida ni ofendida. Él había estado en la cárcel, pero aquella dama había estado en la guerra.

Llegaron a cuando Amelita descubrió que tenía la enfermedad de Hansen. Entonces todavía estaba en las montañas con el coronel. Empezaron a aparecerle manchas de color marrón en los brazos y en la cara. Se llevó un susto de muerte. Un médico del campamento diagnosticó la enfermedad y le dijo al coronel que Amelita tendría que ir al hospital de la Sagrada Familia inmediatamente, aquel mismo día, para empezar un tratamiento a base de sulfonas. No había pérdida de sensibilidad, por lo que podrían detener la enfermedad en su inicio, y el doctor confiaba en que no llegaría a desfigurarse.