– Es difícil imaginar a una joven guapa como ésa… -dijo Jack.
– Escúcheme, ¿quiere? -interrumpió la hermana Lucy. Le sorprendió y se calló-. ¿De dónde se cree que era el médico para poder establecer este diagnóstico de una sola mirada? Sí, incluso antes de hacer la biopsia y ver que indicaba M. leprae bacilli y confirmarlo: tenía lepra tuberculosa. Jack, era nuestro médico, el del hospital Sagrada Familia. Uno de los desaparecidos.
Otra vez.
– Bueno, pues entonces es que no desapareció simplemente.
– Por supuesto que no. Se lo llevaron a la fuerza, apuntándole con armas a la cabeza. Lo secuestraron.
– ¿Entonces por qué dice que desapareció?
– Dios mío, ¿dónde ha estado usted? No es sólo en Nicaragua y en El Salvador, es una costumbre de toda la América latina. Ocurre en Guatemala y es popular por todo el continente, hasta Argentina. ¿Es que usted no lee? Se llevan a la gente de su casa, la raptan, y hablan de «desaparecidos». Y cuando aparecen muertos, ¿sabe quién lo ha hecho? Desconocidos.
Jack negó con la cabeza.
– No estoy seguro de haberlo oído.
– ¡Escúcheme! -le espetó ella. Y luego siguió en un tono más tranquilo-. El médico de nuestro hospital, Rodolfo Meza, le dijo al coronel que Amelita estaba todavía en la primera fase de la lepra. ¿Y sabe qué hizo el coronel? Sacó la pistola y le disparó cuatro tiros en el pecho. Lo asesinó desde tan cerca que podía tocarlo con el cañón del arma. Me lo dijo una testigo, una mujer de la contra que desertó unos días después y se vino con nosotros. Amelita estaba allí, por supuesto. Lo vio…
– Se lo iba a preguntar.
– … y huyó corriendo. Las mujeres de la contra la ayudaron a llegar a Jinotega y luego vinieron al hospital a avisarnos de que el coronel había jurado matar a Amelita… Y usted cree que a lo mejor le gustaba de verdad, ¿no?
Estaba allí sentado, con su traje azul marino y su corbata a rayas, y no se le ocurría ni una maldita cosa que contestarle. La dama, al fin, no era tan simpática como parecía: también tenía su lado duro. Habían dejado la interestatal y se acercaban al río, pasando cerca de industrias químicas que veían y olían a distancia.
– Mató al médico por decírselo. Luego vino al hospital en busca de Amelita. Decía que ella le había deshonrado. Que le había dejado que la penetrase para pegarle la enfermedad, y que iba a matarla por eso, por intentar convertirlo en un leproso.
4
Cruzaron la entrada principal y ella pareció despertar al explicarle que en otros tiempos se había llamado Leprosería de Louisiana. Su tono de voz volvía a ser natural, tranquilo y ahora era el Centro Nacional de la Enfermedad de Hansen. Él lo sabía pero se quedó callado porque todavía estaba intentando imaginar a un hombre que pretendía matar a una chica porque creía que le había querido contagiar la lepra. ¿Era posible? Ella le explicó que el edificio de la administración era anterior a la guerra de Secesión, que había sido la mansión de una plantación de caña de azúcar y que aquellos robles musgosos debían de datar de entonces.
También él lo sabía.
Y ahora la misma chica, Amelita, iba a salir de allí en el coche fúnebre. Por el mismo precio podían haber alquilado una limusina. Debía de ser porque les vigilaban. O porque no querían arriesgarse. Hacerles creer que Amelita estaba muerta… Pero ¿lo sabrían los del hospital? ¿Cómo se las arreglarían?
Mientras tanto, su guía turística le estaba comentando que era curioso que el centro de tratamiento e investigación de la enfermedad de Hansen más avanzado del mundo estuviese en Estados Unidos. ¿Y cuánta gente lo sabría?
Bueno, al menos todo el mundo en Nueva Orleans. Había oído contar historias según las cuales antiguamente llevaban a los leprosos en un tren con las ventanas cubiertas y atornilladas, totalmente vigilado para que no pudiesen salir y esparcir la enfermedad. Algún familiar suyo por parte de madre, el suegro de su tía, había tenido que venir…
Ella estaba diciendo entonces que le recordaba el campus de un pequeño colegio. Allí, aquella vista de los edificios.
A Jack Delaney le recordaba más bien un correccional federal de mínima seguridad, una vez pasados los viejos edificios con el estilo propio de Nueva Orleans. Los edificios principales eran bloques de tres pisos, dispuestos en filas, todos unidos entre sí por corredores cubiertos que parecían muros con ventanas. Los dormitorios, la enfermería, el comedor, el edificio de recreo, todos unidos por corredores. ¿Por qué sería? ¿Para que nadie viese a los leprosos?
Ella le explicó que la última vez que había estado allí había unos trescientos residentes.
La chica, imaginó Jack, estaría en el piso superior de la enfermería. Si es que querían hacer como que aquello era verdad. Allí estaba el depósito de cadáveres.
Llegaban nuevos pacientes para recibir tratamiento de sulfonas y sólo tenían que quedarse durante un mes. Pero algunos se habían quedado años y años, temerosos de salir. Algunos estaban desfigurados, otros habían perdido algún miembro y necesitaban sillas de ruedas. Por eso estaban unidos todos los edificios.
Oh.
¿Y sabía que había un campo de golf? Sí, lo sabía, y se quedó estudiando su expresión, la sonrisa que apareció en su rostro al cruzarse con un par de hermanas con uniforme blanco. Ella saludó…
Mientras tanto, él estaba sentado allí, como atado, intentando adivinar lo que pasaba. Incluso estaba un poco molesto. La hermana no hacía más que contarle historias de leprosería, como un guía, mientras una chica esperaba a que se la llevasen en un coche fúnebre para que un nicaragüense pirado creyera que estaba muerta. Tenía que ser eso. Ahora ella saludaba a un individuo con bata de laboratorio…
Y él pensó: «Ya, pero ella sacó a la chica de Centroamérica sin ayuda, en medio de la guerra, y la trajo hasta aquí, ¿no? Así que déjala a su aire. No la atosigues. Sabe lo que se hace. Mírala, ¡Jesús!, con esa nariz de estrella de cine y ese labio que no te importaría morder…»
Entonces ella le miró y Jack dijo:
– Una tía de mi madre que se llamaba Elodie se casó con un tipo al que nunca conocí, pero su padre estuvo aquí en los años treinta. Era un contratista de obras y le contagió la enfermedad, según la tía de mi madre, un colega negro que trabajaba para él. Ella decía que tenía un corte en la mano, precisamente aquí. Recuerdo cómo me lo explicaba cuando era pequeño. Ella vivía en la avenida Esplanade, en una casa grande que siempre estaba oscura. Dejaba las persianas bajadas durante el día y olía a viejo y a mohoso. La recuerdo, puedo oler la casa. Se creía que la lepra se cogía así, de un negro. Había que tener cuidado, decía ella, cuando se estaba con negros y se tenía algún corte. Solía pensar en ese viejo, su suegro… Murió el mismo año en que nací yo. No podía imaginar a un hombre de bien, en Nueva Orleans, con lepra. Los leprosos eran siempre nativos de África o de Asia. Había una película, que vi en la escuela, sobre una colonia de leprosos en Burna, que nunca olvidaré. Ahora, cuando pienso en los leprosos, veo a aquella gente. O sea, estaban tan mal como pueda imaginar, de verdad, con una pinta horrible. Algunos, me acuerdo, no tenían nariz. -Hizo una pausa, y prosiguió-: Pero lo que más recuerdo era el misionero italiano que dirigía la colonia. Un individuo con una barba espesa, muy larga, que llevaba un guardapolvo blanco y una boina. Pero lo curioso del tipo era que estaba todo el día tocando a los leprosos, no importa lo deformes que fueran. No dejaba de tocarlos. Les cogía los muñones que tenían por manos, la cara…
Jack volvió a hacer una pausa. Habían llegado a la zona sombreada que llevaba al edificio de la enfermería y la hermana Lucy tenía la mirada concentrada en la entrada, directamente enfrente de ellos.