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Tendría él catorce o quince años cuando su padre inventó la única de sus concepciones destinada a tener cierto éxito comercial. Era un aparato portátil, parecido a una máquina de escribir, y que reproducía con repelente perfección la escritura de su dueño. Uno proporcionaba al inventor un gran número de muestras de su escritura; él estudiaba los trazos y los enlaces, y le entregaba su paidógrafo individual. El escrito resultante copiaba exactamente el «tono» medio de su escritura, mientras que varias teclas al servicio de cada letra reproducían las pequeñas variaciones de los caracteres. Los signos de puntuación estaban cuidadosamente diversificados dentro de los límites de este o aquel estilo individual, y también se preveían los espacios y lo que los expertos llaman «gradaciones», a fin de disimular la regularidad mecánica. Aunque, naturalmente, un examen minucioso del escrito revelaba siempre la presencia de un medio mecánico, se podía conseguir una buena y más o menos inocente falsificación. Se podía, por ejemplo, encargar el paidógrafo a base de la escritura de un corresponsal, y gastar toda clase de bromas a él mismo y a sus amigos. A pesar de este vano matiz de torpe falsedad, el aparato captó la fantasía del honrado consumidor: los artificios que, de alguna manera nueva y curiosa, imitan la Naturaleza, suelen atraer a las mentalidades sencillas. Un paidógrafo realmente bueno, que reprodujese una multitud de sombras, era un artículo muy caro. Sin embargo, menudearon los pedidos, y fueron muchos los compradores que gozaron del lujo de ver la esencia de su nada complicada personalidad destilada por la magia de un complicado instrumento. En el curso de un año, se vendieron tres mil paidógrafos, y, de éstos, más de una décima parte, según un calculo optimista, se empleó con propósitos fraudulentos (mostrando, tanto los estafadores como los estafados, una notable estupidez en las operaciones). Paduk, padre, estaba a punto de construir una fábrica especial para la producción en gran escala cuando una disposición del Parlamento prohibió la fabricación y venta de paidógrafos en todo el país. Filosóficamente hablando, el paidógrafo subsistió como símbolo ekwilista, como prueba del hecho de que un ingenio mecánico puede reproducir la personalidad, y de que la Cualidad es meramente el aspecto distributivo de la Cantidad.

Una de las primeras muestras producidas por el inventor fue un regalo de cumpleaños para su hijo. El joven Paduk lo aplicó a las necesidades de los deberes en casa. Su caligrafía era un tenue garabato arácneo de tipo invertido, con unas tes de firme trazo que destacaban visiblemente entre las restantes letras desvaídas, y todo esto estaba perfectamente imitado. El chico no había podido evitar nunca las infantiles manchas de tinta y, por esto, su padre había añadido unas teclas adicionales para una mancha en forma de reloj de arena y dos redondas. Sin embargo, Paduk prescindió de estos adornos, y con razón. Sus maestros sólo observaron que su trabajo era un poco más pulcro y que los puntos de interrogación que tenía que poner aparecían en una tinta más oscura y rojiza que el resto de los caracteres: por uno de esos contratiempos típicos de cierta clase de inventores, su padre habíase olvidado de aquel signo.

Sin embargo, las delicias del secreto perdieron pronto su atractivo, y, una mañana, Paduk llevó su máquina al colegio. El profesor de Matemáticas, un judío alto, de ojos azules y barba castaña, tenía que asistir a un entierro, y la hora libre resultante de ello se dedicó a una demostración del paidógrafo. Era un hermoso objeto, y un rayo de sol primaveral tardó muy poco en localizarlo; en el exterior, se derretía y goteaba la nieve, brillaban joyas en el barro, palomas tornasoladas se arrullaban en el húmedo antepecho de la ventana, y los tejados de las casas de allende el patio lanzaban destellos diamantinos; y los gruesos dedos de Paduk (la parte comestible de las uñas había desaparecido, salvo un negro borde lineal sumergido en un rodillo de carne amarillenta) aporreaban las brillantes teclas. Hay que reconocer que tal actuación demostraba mucho valor por su parte: estaba rodeado de muchachos broncos y que le tenían verdadera antipatía, y nada podía impedirles hacei añicos su mágico instrumento. Pero él permanecía sentado tranquilamente, copiando un texto y explicando, con su voz aguda y pausada, las lindezas de su demostración. Schimpffer, un chico pelirrojo de origen alsaciano, dotado de unos dedos sumamente hábiles, dijo: «¡Déjame probar!», y Paduk le hizo sitio y dirigió sus al principio bastante vacilantes pulsaciones. Krug fue el siguiente en probar, y Paduk le ayudó también, hasta que se dio cuenta de que su mecanizado doble escribía sumisamente bajo el vigoroso pulgar de Krug: Soy un imbécil, soy un imbécil, y prometo pagar diez quince veinticinco coronas... «Por favor, oh, por favor —dijo Paduk rápidamente—. Alguien viene y hay que esconder esto.» Lo encerró en su pupitre, se guardó la llave en el bolsillo y corrió al lavabo, como hacía siempre que se excitaba.

Krug conferenció con Schimpffer y, entre los dos, trazaron un sencillo plan de acción. Después de las clases, engatusaron.a Paduk para que les dejase echar otro vistazo al instrumento. En cuanto estuvo abierto el pupitre, Krug apartó a Paduk y se sentó encima de él, mientras Schimpffer escribía laboriosamente una breve carta. Después, echó ésta al buzón, y Krug soltó a Paduk.

El día siguiente, la joven esposa del reumático y tembloroso profesor de Historia recibió una nota (en papel rayado y con dos agujeritos en el margen) pidiéndole una cita. En vez de quejarse a su marido, como se esperaba, la complaciente mujer, llevando un tupido velo azul, esperó a Paduk, le dijo que era un chicarrón muy malo y, con una viva oscilación de las nalgas (que en aquellos tiempos de cinturas apretadas parecían un corazón invertido), le propuso tomar un kuppe(coche cerrado) e ir a un piso deshabitado, donde podría reñirle con tranquilidad. Aunque, desde el día anterior, estaba Paduk a la espera de que le ocurriese algo desagradable, no se hallaba preparado para nada de esta clase especial, y siguió a la mujer, metiéndose en el mugriento coche, antes de recobrar su juicio. Unos minutos más tarde, aprovechando el intenso tráfico de la plaza del Parlamento, saltó del vehículo y huyó ignominiosamente. Es difícil imaginar cómo pudieron llegar estos trivesta(detalles de aventuras amorosas) a oído de sus camaradas; pero lo cierto es que el incidente se convirtió en una leyenda del colegio. Durante unos días, Paduk brilló por su ausencia; y tampoco apareció Schimpffer por algún tiempo: por una divertida coincidencia, su madre había sufrido graves quemaduras a causa de un misterioso explosivo que algún bromista había introducido en su bolso mientras ella estaba de compras. Cuando Paduk se presentó de nuevo, lo hizo tan tranquilo como de costumbre, pero no volvió a hablar de su paidógrafo ni lo trajo más al colegio.

El mismo año, o tal vez el siguiente, un nuevo prefecto, hombre de ideas, resolvió despertar la que él llamaba «conciencia político-social» de los chicos mayores. Tenía un buen programa —reuniones, discusiones, formación de grupos de partido—, ¡oh!, un montón de cosas. Los chicos más sanos evitaban estas reuniones, por la sencilla razón de que, por celebrarse después de las clases o durante el recreo, eran un atentado a su libertad. Krug se burló cruelmente de los tontos o los aduladores que participaban en esta cívica tontería. El prefecto, aún recalcando el carácter puramente voluntario de. la asistencia a tales actos, advirtió a Krug (que era el primero de su clase) que su comportamiento individualista constituía un pernicioso ejemplo. Sobre la litera de crin del prefecto había un grabado del motín de Sand Bread, de 1849. Krug no pensó siquiera en ceder, y no hizo caso de las mediocres notas que le fueron asignadas a partir de aquel momento, a pesar de que su trabajo se mantenía al mismo nivel. El prefecto le habló de nuevo. Había también una litografía en colores que representaba una dama vestida de rojo cereza, sentada ante el espejo. La situación era interesante: aquí estaba el prefecto, un liberal fuertemente inclinado hacia la izquierda, un elocuente abogado de la Rectitud y la Imparcialidad, coaccionando ingeniosamente al chico más brillante de su colegio y actuando así, no porque deseara que éste ingresase en un grupo determinado (digamos izquierdista), sino porque el muchacho se negaba a integrarse en cualquier grupo. Porque hay que decir, si hemos de ser justos con el prefecto, que, lejos de imponer sus propias predilecciones políticas, permitía que sus alumnos se adhiriesen al partido que prefiriesen, aunque éste resultase ser una combinación nueva y diferente de cualquiera de las facciones representadas en el entonces floreciente Parlamento. En verdad, sus miras eran tan amplias que deseaba realmente que los chicos más ricos formasen fuertes agrupaciones capitalistas, o que los hijos de los nobles reaccionarios mantuviesen el tono de su casta y se uniesen en Rutterheds. Lo único que pedía era que cada cual siguiese sus instintos sociales y económicos, y lo único que condenaba era la completa ausencia de tales instintos en el individuo. Veía el mundo como una fantástica representación de pasiones de clase, en un escenario convencionalmente desolado, con la Riqueza y el Trabajo lanzando truenos wagnerianos en sus predeterminados papeles; la negativa a actuar en el espectáculo le parecía un insulto tan cruel a su dinámico mito como al Sindicato al que pertenecían los actores. En tales circunstancias estimó plenamente justificada su advertencia a los profesores de que, si Adam Krug obtenía notas honoríficas en los exámenes finales, su triunfo sería dialécticamente una injusticia con respecto a sus condiscípulos menos inteligentes pero mejores ciudadanos. Los profesores entraron tan fervientemente en el juego, que causa verdadero asombro que nuestro joven amigo consiguiese aprobara duras penas.