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Aquel último curso se caracterizó también por el súbito auge de Paduk. Aunque antes parecía desagradar a todos, surgió ahora una pequeña corte o guardia de corps, que le dio la bienvenida cuando ascendió delicadamente a la superficie y fundó delicadamente el partido del Hombre Común. Todos y cada uno de sus seguidores tenían algún pequeño defecto o «complejo de inseguridad», como habría dicho un maestro después de un cóctel de frutas: uno estaba aquejado de forúnculos permanentes; otro era enfermizamente tímido; un tercero había decapitado por accidente a su hermanita pequeña; un cuarto tartamudeaba tanto que uno podía ir y comprar una tableta de chocolate mientras él luchaba desesperadamente con una p o una b iniciales: el chico no trataba nunca de salvar el obstáculo empleando un sinónimo, y, cuando al fin se producía la explosión, ésta sacudía toda su estructura y rociaba de triunfal saliva a su interlocutor. El quinto discípulo era un tartamudo más refinado, ya que el defecto de su lenguaje tomaba la forma de una sílaba adicional pronunciada después de la palabra crítica, como una especie de eco poco entusiasta. La protección estaba a cargo de un joven simiesco y truculento que, a sus diecisiete años, era incapaz de aprenderse la tabla de multiplicar, pero podía levantar una silla majestuosamente ocupada Por otro alumno, por el chico más gordo del colegio. Nadie se había dado cuenta de cómo se había formado este grupito, bastante incongruente, alrededor de Paduk, y nadie podía comprender cuál había sido la causa exacta del caudillaje de Paduk.

Dos años antes de estos acontecimientos, su padre había entrado en relación con Fradrik Skotoma, de patético renombre. El viejo iconoclasta, según gustaba de ser llamado, iba cayendo en aquel entonces en una neblinosa senectud. Con su boca húmeda y de un rojo brillante, y sus sedosas patillas blancas, había empezado a parecer, si no respetable, al menos inofensivo, y su encogido cuerpo había adquirido un aspecto tan sutil que las matronas de su oscuro barrio, al verle arrastrar los pies, envuelto en el halo fluorescente de su ñoñez, sentíanse casi arrulladoras y le compraban cerezas y pasteles calientes de pasas y los chillones calcetines que llevaba. La gente que, en su juventud, se había sentido conmovida por sus escritos, había olvidado hacía tiempo aquel alud de folletos insidiosos y confundía la brevedad de su propio recuerdo con la abreviación de la existencia objetiva de aquel hombre, de modo que fruncía el ceño con incredulidad si le decían que Skotoma, el enfant terrible de los sesenta, estaba aún con vida. El propio Skotoma, a sus ochenta y cinco años, tendía a considerar su tumultuoso pasado como una fase preliminar muy inferior a su actual período filosófico, pues, como era natural, veía su decadencia como una madurez y una apoteosis, y estaba completamente seguro de que el vago tratado que había hecho imprimir a Paduk, padre, sería reconocido como una obra inmortal.

Expresaba su nuevo concepto de la Humanidad con la solemnidad debida a un tremendo descubrimiento. En todo nivel dado de tiempo en el mundo, había, según él, cierta cantidad mensurable de conciencia humana, distribuida entre toda la población mundial. Esta distribución era desigual, y aquí estaba la raíz de todos nuestros males. Los seres humanos, decía, eran otros tantos recipientes que contenían porciones desiguales de esta conciencia esencialmente uniforme. Sin embargo, sostenía que era perfectamente posible regular la capacidad de los recipientes humanos. Si, por ejemplo, una determinada cantidad de agua estaba contenida en un número dado de botellas heterogéneas —botellas de vino, frascos y redomas de diferentes formas y tamaños, y todos los frasquitos de esencia, de cristal o de oro, que se reflejaban en el espejo de la mujer—, la distribución del líquido sería desigual e injusta, pero podía convertirse en igual y justa, bien graduando los contenidos, bien eliminando los recipientes de fantasía y adoptando un tamaño fijo. Introdujo la idea de equilibrio, como base de la felicidad universal, y llamó «Ekwilismo» a su teoría. Sostenía que ésta era absolutamente nueva. Cierto que el socialismo había predicado la uniformidad en un plano económico, y que la religión había prometido lo mismo en términos espirituales. Pero el economista no había comprendido que era imposible realizar con éxito la nivelación de la riqueza, y que esto no podía tener reales consecuencias, mientras existiesen individuos más inteligentes o de más brío que otros; y, de manera parecida, el sacerdote no había advertido cuán inútil resultaba su promesa metafísica ante los favorecidos (hombres geniales, cazadores de caza mayor, jugadores de ajedrez, amantes prodigiosamente vigorosos y versátiles, mujeres radiantes que se quitan el collar después del baile), para quienes este mundo era un paraíso en sí mismo y que siempre estarían un poco por encima de los demás, a pesar de lo que pudiese ocurrirle a cada cual en el crisol de la eternidad. E incluso, decía Skotoma, si los últimos habían de ser los primeros y viceversa, imaginaos la sonrisa bonachona del ci-devantWilliam Shakespeare al ver a un ex escritor de comedias irremediablemente malas surgir como Poeta Laureado de los cielos. Es importante observar que, así como sugería una remodelación de los individuos humanos de acuerdo con una pauta bien equilibrada, el autor se abstenía prudentemente de explicar, tanto el método práctico a emplear como la clase de persona o de personas a quienes correspondería planear y dirigir la operación. Se contentaba con repetir, a lo largo de todo su libro, que la diferencia entre la más soberbia inteligencia y la más humilde estupidez dependía enteramente del grado de «conciencia del mundo» condensada en tal o cual individuo. Parecía pensar que su redistribución y regulación se produciría automáticamente, en cuanto sus lectores percibiesen la verdad de su aserto principal. También hay que observar que el buen utopista consideraba todo el brumoso mundo azul y no sólo su propio país, morbosamente consciente de sí mismo. Murió poco después de publicarse su tratado, y se evitó con ello el desengaño de ver su vago y benévolo ekwilismotransformado (aunque conservando su nombre) en una violenta y virulenta doctrina política, una doctrina que se proponía imponer la uniformidad espiritual en su país natal, por medio del sector más uniformado de sus habitantes, a saber, el Ejército, bajo la supervisión de un Estado inflado y peligrosamente divinizado.