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Cuando el joven Paduk fundó el Partido del Hombre Común, inspirado en el libro de Skotoma, La Metamorfosis del ekwilismoacababa de empezar, y los frustrados muchachos que dirigían aquellas lúgubres reuniones en un aula maloliente estaban aún buscando a tientas los medios de hacer que el contenido del recipiente humano se adaptase a una escala uniforme. Aquel año, un político corrompido había sido asesinado por un estudiante de instituto llamado Emrald (no Amrald, como suele, erróneamente, pronunciarse su nombre en el extranjero), el cual, en el juicio, salió desatinadamente con un poema compuesto por él mismo, una pieza de mellada y neurótica retórica en la que encomiaba a Skotoma porque éste...

...nos enseñó a adorar al Hombre Común, y nos mostró que ningún árbol puede existir sin un bosque, ningún músico, sin una orquesta, ninguna ola, sin un océano, ninguna vida, sin la muerte.

Desde luego, el pobre Skotoma no había dicho nada de esto; pero este poema fue cantado ahora, con música de «Vstra mará, donjet domra» (una cantilena popular que ensalzaba las propiedades embriagadoras del vino de uva espina) por Paduk y sus amigos, para convertirse más tarde en una pieza clásica ekwilista. En aquellos tiempos, un periódico descaradamente burgués publicaba una historieta en la que se describía la vida hogareña del Señor y la Señora Etermon (Todo-el-Mundo). Con humor convencional y una simpatía rayana en la obscenidad, el Señor Etermon y su mujercita eran seguidos del salón a la cocina y del jardín al desván, a través de todas las fases mencionables de su existencia cotidiana, la cual, a pesar de la presencia de cómodos sillones y de toda clase de adminículos eléctricos y de una cosa singular (el coche), no se diferenciaba esencialmente de la vida de una pareja de Neandertal. El Señor Etermon, que hacía la siesta en el diván o se deslizaba en la cocina para oler con erótica avidez el sibilante estofado, representaba, con absoluta inconsciencia, la viva negación de la inmortalidad individual, ya que todo su hábito era un callejón sin salida, con nada en él capaz o digno de trascender la condición mortal. Sin embargo, tampoco podía uno imaginarse a Etermon muriéndose de veras, no sólo porque las normas del humor amable prohibían que fuese mostrado en el lecho de muerte, sino también porque ni un solo detalle de la escena (ni siquiera cuando jugaba al póquer con agentes de seguros de vida) sugería el hecho de una muerte absolutamente inevitable; de modo que, en un sentido, Etermon, que personificaba la refutación de la inmortalidad, era él mismo inmortal, y, en otro sentido, no podía esperar el goce de ninguna clase de vida ulterior, simplemente porque le era negada la elemental comodidad de una cámara mortuoria en su, por lo demás, bien distribuido hogar. Dentro de los límites de esta existencia hermética, la joven pareja era tan feliz como debía serlo cualquier joven pareja: una salida para ir al cine, una subida del salario, una golosina cualquiera para la cena —la vida estaba llena de estas y parecidas delicias, mientras que lo peor que podía sucederle a uno era el tradicional golpe en el pulgar con el martillo tradicional o equivocar la fecha del cumpleaños del jefe. Carteles de Etermon lo presentaban fumando la marca de cigarrillos que fumaban millones de personas, y millones de personas no podían estar equivocadas, y se presumía que cada Etermon se imaginaba a todos los otros Etermon, hasta el presidente del Estado, que acababa de sustituir al triste e impasible Teodoro el último, regresando, después de la jornada de oficina, a las delicias culinarias (ricas) y conyugales (pobres) del hogar de Etermon. Stokoma, completamente aparte de las seniles divagaciones de su «ekwilismo» (e incluso éstas implicaban algún drástico cambio, cierto descontento con las condiciones existentes), había considerado al que llamaba «pequeño burgués» con la ira del anarquismo ortodoxo y se habría horrorizado, lo mismo que el terrorista Emrald, de haber sabido que un grupo de jóvenes veneraba el ekwilismoen la forma de un Señor Etermon nacido de una historieta. Sin embargo, Stokoma había sido víctima de una ilusión muy corriente: su «pequeño burgués» existía solamente como un marbete impreso en un archivador vacío (el iconoclasta, como la mayoría de los de su clase, sólo se fijaba en las generalizaciones y era incapaz de observar, por ejemplo, el papel de la pared en una habitación cualquiera, o de hablar inteligentemente con un niño). En realidad, y con un poco de perspicacia, se podían aprender muchas cosas curiosas sobre los Etermon, cosas que los hacían diferentes los unos de los otros, que no podía decirse que Etermon existiese, salvo como personaje fugaz de un dibujante de historietas. Súbitamente transfigurado, echando chispas por los entornados ojos, el Señor Etermon (a quien acabamos de ver trajinando mansamente en la casa) se encierra en el cuarto de baño con su premio, un premio que preferimos no nombrar; otro Etermon, inmediatamente después de salir de su mugrienta oficina, se desliza en el silencio de una gran biblioteca para deleitarse con unos mapas antiguos de los que nunca hablará en casa; un tercer Etermon discute con la esposa de un cuarto Etermon sobre el futuro de un hijo que ella le trajo en secreto cuando su marido (ahora reposando en su sillón del hogar) combatía en una selva remota, donde vio, a su vez, mariposas del tamaño de un abanico abierto y árboles en los que palpitaban rítmicamente, por la noche, innumerables luciérnagas. No; los recipientes uniformes no son tan simples como parecen: son aparatos de ilusionista, y nadie, ni siquiera el propio mago, sabe realmente la esencia ni la cantidad de lo que contiene.

Skotoma se había recreado en su tiempo en el aspecto económico de Etermon; Paduk copió deliberadamente la imagen de Etermon en su aspecto sartórico. Llevaba el mismo cuello alto de celuloide, los famosos brazales en las mangas de la camisa y el caro calzado..., pues los únicos lujos que se permitía el Señor Etermon se referían a partes lo más alejadas posible del centro anatómico de su ser: resplandecientes zapatos, lustrosos cabellos. Con el renuente consentimiento de su padre, Paduk pudo hacer que la cima azulada de su cráneo luciese el cabello suficiente para darle cierto parecido a la atildada testa de Etermon, y los puños lavables de Etermon, con gemelos como estrellas, fueron adaptados a las débiles muñecas de Paduk. Aunque, en años sucesivos, no se continuó, deliberadamente, esta adaptación mimética (aunque, por otra parte, este estilo Etermon se interrumpiese en definitiva, y pareció después completamente atípico, al ser considerado en un período distinto de la moda), Paduk no logró nunca librarse de esta pulcritud rígida y superficial; se sabía que compartía las opiniones de un médico, perteneciente al partido ekwilista, que afirmaba que el hombre que mantenía escrupulosamente limpia su ropa podía, y debía, limitar sus abluciones diarias a lavarse la cara, las orejas y las manos. A lo largo de todas sus recientes aventuras, en todos los lugares y en todas las circunstancias, en los sombríos cuartos reservados de los cafés suburbanos, en las míseras oficinas donde se confeccionaba alguno de sus obstinados periódicos, en cuarteles, en salones públicos, en los bosques y los montes donde se escondía con un puñado de soldados descalzos y ojos enrojecidos, y en el palacio, donde, por un inverosímil antojo de la historia local, se halló investido de un poder mayor que el ejercido jamás por cualquier caudillo nacional, Paduk conservó siempre algo del difunto Señor Etermon, una especie de perfil de historieta, un aspecto de envoltura de celofán resquebrajada y sucia, a través de la cual podía advertirse, empero, un tornillo recién salido de la fábrica, un pedazo de cuerda, un cuchillo oxidado y una muestra del más sensible de los órganos humanos, ligados con sus raíces llenas de sangre cuajada.