En la ribera sur (de la cual venía él), podía ver, río arriba, el palacio rosado de Paduk y la cúpula de bronce de la catedral, y los árboles sin hojas de un jardín público. Al otro lado del río, había hileras de viejas casas de alquiler, más allá de las cuales (invisible, pero palpitante y presente) se levantaba el hospital donde ella había muerto. Mientras rumiaba de esta suerte, sentado de lado en un banco de piedra y mirando el río, apareció a lo lejos un remolcador tirando de una barcaza, y, al mismo tiempo, uno de los últimos copos de nieve (la nube parecía disolverse en el ahora arrebolado cielo) rozó su labio inferior: era un copo regular, suave y húmedo, pensó; pero tal vez los que habían estado cayendo sobre el agua eran diferentes. El remolcador se acercaba impasible. Cuando estaba a punto de pasar por debajo del puente, la grande y negra chimenea, de doble franja carmesí, fue echada hacia atrás, hacia atrás y hacia abajo, por dos hombres agarrados a su cuerda, que hacían muecas a causa del esfuerzo; uno de ellos era chino, como la mayoría de los hombres del río y de las lavanderías de la ciudad. En la barcaza remolcada, media docena de camisas de vivos colores estaban puestas a secar, y algunas macetas con geranios podían verse a popa, y una Olga muy gorda, con la blusa amarilla que a él no le gustaba, y con los brazos en jarras, levantó la cabeza y miró a Klug, en el momento en que la barcaza era poco a poco devorada por el arco del puente.
Se despertó (despatarrado en su sillón de cuero) e inmediatamente comprendió que había ocurrido algo extraordinario. Nada tenía que ver con el sueño, ni con la no provocada y bastante ridícula molestia física que sentía (una congestión local), ni con nada que recordase él en relación con el aspecto de su habitación (desaseada y polvorienta, bajo la sucia y polvorienta luz), ni con la hora del día (las ocho y cuarto de la tarde; se había quedado dormido después de cenar temprano). Lo que había ocurrido era que sabía que podía escribir de nuevo.
Se dirigió al cuarto de baño, tomó una ducha fría, como buen «boy-scout» que era, y vibrando de ansiedad mental y sintiéndose cómodo y limpio en su pijama y su bata, llenó la estilográfica hasta el mismo borde; pero entonces recordó que era la hora de acostar a David y resolvió cumplir el trámite, para que no le interrumpiesen las llamadas desde el cuarto del niño. En el pasillo, estaban aún las tres sillas, una detrás de otra. David estaba tumbado en la cama, y, con rápidos movimientos de su lápiz, adelante y atrás, sombreaba una parte de una hoja de papel colocada sobre la cubierta de fibra y granos finos de un grueso libro. Con ello producía un ruido nada desagradable, apagado y sedoso, con una especie de vibración zumbadora subrayando el borrón. La textura puntuada de la cubierta apareció gradualmente como una aspereza gris sobre el papel, y entonces, con mágica precisión, completamente independiente de la dirección (accidentalmente oblicua) de los trazos, surgió la palabra ATLAS, en altas y finas letras blancas de imprenta. Uno se preguntaba si, sombreando la propia vida de esta manera...
El lápiz dio un chasquido. David trató de enderezar la punta suelta en su funda de pino y emplear el lápiz de manera que la proyección más larga de la madera sirviese de sostén, pero la mina saltó definitivamente.
—De todos modos —dijo Krug, impaciente por volver a su propia escritura—, ya es hora de apagar la luz.
—Primero, el cuento del viaje —dijo David.
Desde hacía varias noches, Krug estaba desarrollando un serial sobre las aventuras que esperaban a David en un viaje a un país remoto (lo había interrumpido en el momento en que estaba agazapado en el fondo de un trineo, conteniendo la respiración, quieto, muy quieto, bajo unas pieles de cordero y unos sacos vacíos de patatas).
—No; esta noche no —dijo Krug—. Es demasiado tarde y yo estoy muy ocupado.
—No es demasiado tarde —gritó David, incorporándose de pronto, con ojos chispeantes y golpeando el atlas con el puño.
Krug cogió el libro y se inclinó sobre David para darle el beso de buenas noches. Pero David se volvió bruscamente de cara a la pared.
—Como quieras —dijo Krug—, pero tendrías que decir buenas noches (pokoinoi nochi), porque no voy a volver.
David se tapó la cabeza con la sábana, enmurriado. Krug tosió un poco, se irguió y apagó la luz.
—No voy a dormir —dijo David, con voz sofocada.
—Tú verás lo que haces —dijo Krug, tratando de imitar el tono suavemente pedagógico de Olga.
Una pausa en la oscuridad.
—Pokoinoi nochi, dushka ( animula) —dijo Krug desde el umbral.
Se dijo, con cierta irritación, que tendría que volver dentro de diez minutos y realizar detalladamente toda la operación. Como ocurría a menudo, esto no era más que una tosca iniciación del rito de las buenas noches. Pero, entonces, el sueño resolvería la cuestión. Cerró la puerta y, al doblar la esquina del pasillo, tropezó con Mariette.
—Mira por dónde vas, pequeña —dijo, vivamente, y se dio un golpe en la rodilla con una de las sillas dejadas por David.
En un comentario preliminar sobre la conciencia infinita, es inevitable cierta esfumación del esbozo esencial. Tenemos que discutir la vista siendo incapaces de ver. El conocimiento que adquiramos en el curso de tal discusión estará necesariamente en la misma relación con la verdad que la existente entre la mancha negra en forma de pavo real, producida intraópticamente por una presión sobre el párpado, y el sendero de jardín iluminado por una auténtica luz de sol.
Oh, sí, la clara del asunto en vez de su yema, dirá el lector con un suspiro; connu, mon vieux! El mismo viejo y árido sofisma de siempre, los mismos viejos alambiques cubiertos de polvo... ¡y el pensamiento volando como una bruja sobre su escoba! Pero te equivocas, estúpido capcioso.
Prescinde de mi invectiva (cuestión de ímpetu) y considera el punto siguiente: ¿podemos provocarnos un estado de pánico tratando de imaginar el número infinito de años, los infinitos pliegues de terciopelo oscuro (siente su sequedad en tu boca), en una palabra, el pasado infinito, que se extiende sobre el lado menor del día de nuestro nacimiento? No podemos. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que ya hemos pasado por la eternidad, de que ya hemos no-existido una vez y hemos descubierto que este néant no es en modo alguno terrorífico. Lo que ahora tratamos (infructuosamente) de hacer es llenar el abismo que hemos cruzado sanos y salvos, con terrores tomados de prestado del abismo que hay enfrente, el cual ha sido, a su vez, tomado de prestado del pasado infinito. De este modo, vivimos en un calcetín que está siendo vuelto del revés, sin que sepamos siquiera con seguridad a qué fase de la operación corresponde nuestro momento de conciencia. Una vez lanzado, siguió escribiendo con una fruición un tanto patética (aunque vista desde un lado). Estaba herido, algo se habla roto, pero, de momento, seguía impulsándole una corriente de inspiración de segunda categoría y de fantasía bastante aceptable. Después de una hora de ejercicio de esta clase, se interrumpió y releyó las cuatro páginas y media que había escrito. Ahora, el camino estaba despejado. Incidentalmente, en una frase compacta, se había referido a varias religiones (sin olvidar «aquella maravillosa secta judía cuyo sueño de un amable y joven rabino muriendo en la crux romana se había extendido a todos los países del Norte») y las había rechazado todas juntas, con gnomos y fantasmas. El pálido cielo estrellado de la filosofía sin trabas se extendía ante él, pero pensó que le convenía echar un trago. Sin soltar la pluma, se deslizó hasta el comedor. Una vez más, allí estaba ella.