—¿Se ha dormido ya? —preguntó en una especie de débil gruñido, sin volver la cabeza, mientras se agachaba para sacar el coñac de la parte más baja del aparador.
—Supongo que sí —respondió ella.
Él destapó la botella y vertió una pequeña parte de su contenido en una copa verde.
—Gracias —dijo ella.
No pudo dejar de mirarla. Estaba sentada a la mesa, remendando un calcetín. Su cuello y sus piernas desnudos parecían extrañamente pálidos en contraste con su bata y sus zapatillas negras.
Levantó la mirada de su labor, ladeada la cabeza y arrugando delicadamente la frente.
—¿Y bien? —dijo.
—No hay licor para ti —respondió Krug—. Si quieres, puedes beber gaseosa. Creo que hay en la nevera.
—¡Qué hombre más intratable! —dijo ella, bajando las descuidadas pestañas y cruzando de nuevo las piernas—. Es usted terrible. Hoy me siento bien.
—Bien, ¿qué? —preguntó él, cerrando de golpe la puerta del aparador.
—Simplemente, bonita. Muy bonita.
—Buenas noches —dijo él—. No te acuestes demasiado tarde.
—¿Puedo sentarme en su habitación mientras usted escribe?
—¡Claro que no!
Se volvió para salir, pero ella le llamó.
—Se ha dejado la pluma en el aparador.
Él volvió atrás, gruñendo, con el vaso en la mano, y cogió la pluma.
—Cuando estoy sola —dijo ella—, me siento y hago esto, como un grillo. Escuche, por favor.
—Que escuche, ¿qué?
Ella siguió sentada, con los labios entreabiertos, moviendo los muslos cruzados fuertemente, produciendo un ruidito débil, suave, labial, crepitante a intervalos, como si se frotase las palmas de las manos, que, sin embargo, permanecían inmóviles.
—El canto de un pobre grillo —dijo ella.
—Da la casualidad de que estoy un poco sordo —declaró Krug, y volvió a su habitación.
Pensó que tenía que haber ido a ver si David estaba dormido. Pero sí, debía estarlo, porque, de otro modo, habría llamado al oír los pasos de su padre. Krug no tenía las menores ganas de pasar de nuevo por delante de la puerta abierta del comedor, y, por consiguiente, se dijo que David debía estar al menos medio dormido y que podía molestarle su intrusión, por bien intencionada que fuese. No está muy claro el motivo de que se impusiese esta ascética restricción, cuando habría podido desahogar tan deliciosamente sus tensiones naturales y su inquietud, con la ayuda de la vehemente puella (por cuyo vivaz y pequeño abdomen habrían pagado los romanos más jóvenes que él 20.000 denarios o más a los sirios vendedores de esclavos). Tal vez le contenían ciertos sutiles escrúpulos supermatrimoniales o la horrible tristeza de toda la situación. Desgraciadamente, se había desvanecido súbitamente su afán de escribir y no sabía qué hacer. No tenía sueño, por haber dormido después de la cena. El coñac sólo había servido para aumentar su malestar. Era un hombre alto y robusto, del género velloso, con una cara algo parecida a la de Beethoven. Había perdido a su mujer en noviembre. Había enseñado filosofía. Era excesivamente viril. Se llamaba Adam Krug.
Volvió a leer lo que había escrito, tachó la bruja con la escoba y empezó a pasear arriba y abajo por su habitación, con las manos en los bolsillos de la bata. Gregoire atisbo desde debajo del sillón. Susurró el radiador. La calle estaba silenciosa detrás de las gruesas cortinas azules. Poco a poco, sus pensamientos reanudaron su misterioso curso. El cascanueces, que rompía un hueco segundo después de otro, encontró al fin uno lleno y sustancioso. Un sonido indistinto, como el eco de una ovación remota, recibió la aparición de un nuevo fantasma.
Una uña rascó, golpeó la puerta.
—¿Qué pasa? ¿Qué quieres?
No hubo respuesta. Un dulce silencio. Después, un hoyuelo audible. Después, otra vez silencio.
Krug abrió la puerta. Ella estaba allí, envuelta en su camisón. Un lento pestañeo ocultaba y revelaba de nuevo la extraña mirada de sus ojos negros y opacos. Llevaba una almohada bajo el brazo y un despertador en la mano. Suspiró profundamente.
—Por favor, déjeme entrar —dijo, con un mohín incitante de las un tanto lemúridas facciones de su blanca carita—. Tengo miedo, no puedo quedarme sola. Tengo la impresión de que va a ocurrir algo horrible. ¿Puedo dormir aquí? jPor favor!
Cruzó la estancia de puntillas y, con infinito cuidado, dejó el carirredondo reloj sobre la mesita de noche. La luz de la lámpara, atravesando el tenue camisón, reveló la silueta de su cuerpo en un tono glaseado de porcelana china.
—¿Le parece bien así? —murmuró—. Me haré muy chiquitína.
Krug se volvió de espalda y, como estaba junto a una librería, apretó y soltó de nuevo un borde desprendido del lomo de cuero de un antiguo poeta latino. Brevis lux. Da mi basia mille. Golpeó despacio el libro con el puño.
Cuando volvió a mirarla, ella se había metido la almohada debajo de la parte delantera del camisón y su cuerpo se agitaba con mudas carcajadas. Acarició su falso embarazo. Pero él no se rió.
Ella frunció el ceño y dejó caer la almohada y algunos pétalos de melocotón al suelo, entre sus tobillos.
—¿No le gusto nada? —dijo ( inquit).
Si pudiese oírse mi corazón como el de Paduk, pensó él, sus tremendos latidos despertarían a los muertos. Pero dejemos que los muertos duerman en paz.
Continuando su pantomima, ella se arrojó sobre el sofá-cama y yació en él boca abajo, mientras sus tupidos cabellos castaños y el borde de una oreja colorada recibían de lleno la luz de la lámpara. Sus pálidas y jóvenes piernas eran una buena invitación para las manos de un viejo.
Él se sentó cerca de ella; ásperamente, con los dientes apretados, aceptó la vulgar invitación; pero, en el momento de tocarla, ella se levantó de un salto y, alzando y retorciendo los delgados y blancos brazos, que olían a castañas, bostezó.
—Creo que voy a volver a mi cuarto —dijo.
Krug no dijo nada. Siguió sentado allí, hosco y pesado, ardiendo en deseo, ¡pobrecillo!
Ella suspiró, apoyó la rodilla en el sofá y, descubriendo un hombro, observó las señales que los dientes de algún compañero habían dejado cerca de una pequeña y negra marca de nacimiento de su diáfana piel.