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—¿Quiere que me vaya? —preguntó.

Él negó con la cabeza.

—¿Haremos el amor, si me quedo?

Las manos del hombre comprimieron las débiles caderas, como si bajase a la niña de un árbol.

—Sabes muy poco, o sabes demasiado —dijo él—. Si es muy poco, echa a correr, enciérrate en tu habitación y no vuelvas a acercarte a mí, porque se produciría una explosión bestial y podrías salir mal parada. Te lo advierto. Tengo casi tres veces tu edad y soy un cerdo grande y triste. Y no te quiero.

Ella bajó la mirada al percibir la angustia de los sentidos de él. Rió entre dientes.

—¡Oh! ¿No me quiere?

Mea puella, puella mea. Mi ardiente, vulgar, divinamente deliciosa y pequeña puella. Ésta es el ánfora translúcida que bajo lentamente por las asas. Ésta es la rosada polilla colgada de...

Un ruido ensordecedor (el timbre de la puerta, fuertes golpes) interrumpió estos preámbulos antológicos.

—¡Oh! Por favor, por favor —murmuró ella, aferrándose a él—, sigamos; tendremos el tiempo justo, antes de que rompan la puerta. ¡Por favor!

Él la empujó violentamente y recogió su bata del suelo.

—Es su última opor-tu-ni-dad —cantó ella, en ese tono creciente que da la impresión de una onda interrogadora, como el líquido reflejo de un punto de interrogación.

Recogiendo y anudando rápidamente los cabos del cordón castaño de su bata un tanto monástica, Krug se echó a andar por el pasillo, seguido de Mariette, y, de nuevo con la espalda encorvada, abrió la impaciente puerta.

Una joven con una pistola en la mano enguantada; dos rudos muchachos de la B. E. (Brigada Escolar): repulsivas manchas de piel sin afeitar y de pústulas, camisas de lana a cuadros, desabrochadas y sueltas.

—Hola, Linda —dijo Mariette.

—Hola, Mariechen —dijo la mujer.

Llevaba un capote de soldado ekwilistaechado descuidadamente sobre los hombros, y un arrugado gorro militar inclinado sobre sus rubios cabellos perfectamente ondulados. Krug la reconoció inmediatamente.

—Mi novio está esperando fuera en un coche —explicó a Mariette, después de sonreírle y darle un beso—. El profesor puede venir tal como está. En el sitio al que vamos le proporcionarán ropa esterilizada de reglamento.

—Por fin llegó mi turno, ¿eh? —dijo Krug.

—¿Cómo estás, Mariechen? Iremos a una fiesta en cuanto dejemos al profesor. ¿De acuerdo?

—Muy bien —dijo Mariette, y luego preguntó, bajando la voz—: ¿Podré jugar con los chicos?

—Vamos, vamos, encanto, tú te mereces algo mejor. En realidad, te tengo preparada una gran sorpresa. Bueno, chicos, adelante. El cuarto del niño está allá abajo.

—No; eso no —dijo Krug, cerrándoles el paso.

—Déjeles pasar, profesor; están cumpliendo su deber. Y no le robarán nada en absoluto.

—Apártese, Doc; cumplimos nuestro deber.

Sonaron unos golpes apremiantes en la entornada puerta del recibimiento, y, cuando Linda, que estaba apoyada de espaldas en ella y sintió la suave presión en su espina dorsal, la abrió de par en par, entró un hombre alto, de anchos hombros, con elegante uniforme semipolicíaco, marcando el paso rotundo de un luchador del peso pesado. Tenía las cejas negras e hirsutas, cuadrada la mandíbula inferior, y blanquísimos los dientes.

—Mac —dijo Linda—, te presento a mi hermana pequeña. Se escapó de un internado al incendiarse éste. Mariette, éste es el mejor amigo de mi novio. Confío en que también vosotros lo seréis.

—Así lo espero —dijo el pesado Mac, con voz grave y melosa, y exhibió unos dientes que eran como una palma abierta del tamaño de un filete para cinco.

—También yo me alegro de conocer a un amigo de Hustav —dijo, modestamente, Mariette.

Mac y Linda cambiaron una alegre sonrisa.

—Temo que no hemos aclarado esto lo bastante, querida. El novio en cuestión no es Hustav. Desde luego que no. El pobre Hustav es actualmente una abstracción.

(«No pasaréis», tronó Krug, manteniendo a raya a los dos jóvenes.)

—¿Qué pasó? —preguntó Mariette.

—Bueno, tuvieron que retorcerle el pescuezo. Era un schlapp(un fracaso), ya lo ves.

—Un schlappque, durante toda su corta vida, hizo muy buenas detenciones —observó Mac, con su generosidad y amplitud de criterio características.

—Esto era suyo —dijo Linda, en tono confidencial, mostrando la pistola a su hermana.

—¿También la linterna?

—No; la linterna es de Mac.

—¡Oh! —exclamó Mariette, tocando el enorme aparato de cuero.

Uno de los jóvenes, empujado por Krug, tropezó con el paragüero.

—Vamos, vamos, ¿quiere hacer el favor de no armar más jaleo? —dijo Mac, empujando a Krug hacia atrás (el pobre Krug dio unos pasos de cake-walk).

Los dos jóvenes se dirigieron inmediatamente al cuarto del niño.

—Le asustarán —farfulló y jadeó Krug, tratando de librarse del apretón de Mac—. Deje que vaya con él. Mariette, hazme este favor —y señaló frenéticamente hacia el cuarto del niño, para que corriese, para que corriese a ver si su hijo, su hijo, su hijo...

Mariette miró a su hermana y rió entre dientes. Con maravillosa precisión profesional y savoir-faire, Mac descargó sobre Krug un revés con el borde de su mano porcina pero de hierro: el golpe dio exactamente en la cara interna del brazo derecho de Krug, paralizándolo al instante. Después, Mac aplicó el mismo procedimiento al brazo izquierdo de Krug. Éste se dobló, sosteniendo sus brazos muertos con sus brazos muertos y se derrumbó en una de las tres sillas que aún estaban (ahora torcidas y sin objeto) en el pasillo.

—Mac es un hacha en estas cosas —observó Linda.

—¿Verdad que sí? —dijo Mariette.

Las dos hermanas no se habían visto desde hacía algún tiempo y no dejaban de sonreírse y de hacerse guiños cariñosos y de tocarse con infantiles ademanes.

—Llevas un bonito broche —dijo la pequeña.

—Tres cincuenta —dijo Linda, mientras se formaba una nueva arruga debajo de su mentón.

—¿Debo ponerme las bragas negras de blonda y el vestido español? —preguntó Mariette.

—¡Oh! Creo que estás muy mona con ese arrugado camisón. ¿Verdad, Mac?

—Ya lo creo —dijo Mac.

—Y no te enfriarás, porque hay un abrigo de visón en el coche.

Al abrirse de pronto la puerta del cuarto del niño (para cerrarse de golpe después), se oyó la voz de David durante un momento: aunque parezca extraño, el niño, en vez de lloriquear y de gritar pidiendo auxilio, parecía tratar de discutir con sus intolerables visitantes. Tal vez, a fin de cuentas, no se había dormido. El sonido de aquella vocecita correcta y blanda era peor que el gemido más angustioso.