Krug movió los dedos; el entumecimiento empezaba a desaparecer gradualmente. Con la mayor calma posible. Con la mayor calma posible, apeló una vez más a Mariete.
—¿Puedes decirme alguien lo que quiere ése de mí? —preguntó Mariette.
—Mire usted —dijo Mac a Adam—, puede hacer lo que le dicen, o no hacerlo. Pero, si no lo hace, le va a doler de un modo infernal, ¿comprende? ¡Levántese!
—Muy bien —dijo Krug—. Me levantaré. ¿Y después?
— Marsh vniz(Vaya escalera abajo).
Entonces, David empezó a chillar. Linda chascó la lengua («esos bestias lo han hecho») y Mac la miró, como pidiéndole consejo. Krug se lanzó hacia el cuarto del niño. En el mismo instante, David, el renacuajo, vestido de azul pálido, salió corriendo de la habitación, pero le pillaron en seguida. «Quiero a mi papá», gritó fuera de escena. Mariette, canturreando en el cuarto de baño y sin cerrar la puerta, se estaba pintando los labios. Krug consiguió llegar hasta el niño. Uno de los rufianes tenía sujeto a David sobre la cama. El otro trataba de agarrarle los pies, mientras David pataleaba furiosamente.
—¡Dejadle en paz, merzavtzyl(un insulto muy grave) —gritó Krug.
—Sólo quieren que se esté quieto —dijo Mac, que volvía a dominar la situación.
—David, querido mío —dijo Krug—, no pasa nada, no te harán daño.
El niño, todavía sujeto por los dos jóvenes, que reían burlones, agarró un pliegue de la bata de Krug.
Había que soltar esa manita.
—Está bien, déjenme a mí, caballeros. No le toquen. Escucha, querido...
Mac, que ya estaba harto de todo aquello, dio una patada a Krug en la espinilla y lo sacó de la habitación.
Han partido a mi pequeño en dos.
—Escuche, bruto —dijo, medio de rodillas, agarrándose al armario ropero al pasar (Mac lo sostenía por las solapas de la bata y tiraba de él)—. No puedo dejar que torturen a mi hijo. Déjenle venir conmigo, dondequiera que me lleven.
Alguien soltó el agua del retrete. Las dos hermanas se reunieron con los hombres y los miraron, con aburrido regocijo.
—Mi querido señor —dijo Linda—, sabemos perfectamente que es su hijo, o al menos el hijo de su difunta esposa, y no un pequeño mochuelo de porcelana o algo por el estilo, pero nuestro deber es sacar a usted de aquí; lo demás no nos incumbe.
—Pongámonos en marcha, por favor —suplicó Mariette—. Se está haciendo horriblemente tarde.
—Déjenme telefonear a Schamm (uno de los miembros del Consejo de Ancianos) —dijo Krug—. Sólo esto. Una llamada telefónica.
—¡Oh! Vayámonos ya —insistió Mariette.
—La cuestión es —dijo Mac— si vendrá usted por las buenas y por sus propios pies, o si tendré que lisiarle y hacerle rodar por la escalera, como hacemos con los troncos en Lagodan.
—Sí —dijo Krug, tomando de pronto una resolución—. Sí. Los troncos. Sí. Vamos. Debemos llegar allí cuanto antes. A fin de cuentas, ¡la solución es sencilla!
—Apaga las luces, Mariette —dijo Linda—, o nos acusarán de robar electricidad a ese hombre.
—Volveré dentro de diez minutos —gritó Krug, en dirección a la habitación del niño, con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Uf! Por el amor de Dios —murmuró Mac, empujándole hacia la puerta.
—Mac —dijo Linda—, temo que ella se enfríe en la escalera. Creo que deberías llevarla en brazos. Mira, ¿por qué no va él el primero, después yo y luego vosotros? Vamos, levántala.
—No peso mucho, ¿sabes? —dijo Mariette, levantando los codos hacia Mac.
El joven policía, poniéndose terriblemente colorado, deslizó una mano sudorosa por debajo de los suaves muslos de la chica, rodeó sus costillas con el otro brazo y la levantó como una pluma. Una de las zapatillas de Mariette cayó al suelo.
—Está bien así —dijo ella, rápidamente—. Puedo poner mi pie en tu bolsillo. Ya está. Lin traerá mi zapatilla.
—Desde luego, no pesas mucho —dijo Mac.
—Ahora, apriétame fuerte —dijo ella—. Apriétame fuerte, y dame esa linterna; me hace daño.
La pequeña procesión empezó a bajar la escalera. El lugar estaba silencioso y oscuro. Krug marchaba el primero, con un círculo de luz bailando sobre su espalda encorvada y su bata de color castaño, con todo el aspecto de un participante en alguna misteriosa ceremonia religiosa pintada por un maestro del claroscuro, o copiada del cuadro original, o recopiada de esta u otra copia. Le seguía Linda, apuntándole a la espalda con su pistola y pisando delicadamente los peldaños. Después, venía Mac, llevando a Mariette. Exagerados fragmentos del pasamanos y a veces la sombra de los cabellos y del gorro de Linda se deslizaban sobre la espalda de Krug y a lo largo de la embrujada pared, a causa de los movimientos espasmódicos de la linterna eléctrica manejada por Mariette. La delgadísima muñeca de ésta tenía un curioso nudo huesudo en la parte externa. Ahora, compongamos la situación, miremos las cosas cara a cara. Ellos han encontrado la llave. En la noche del veintiuno, han detenido a Adam Krug. Una cosa inesperada, pues él no pensaba que encontrarían la llave. En realidad, ni siquiera sabía que ésta existiese. Procedamos con lógica. No le harán daño al niño. Antes al contrario, éste es su triunfo más valioso. No nos dejemos llevar por la imaginación; atengámonos a la razón pura.
—Oh, Mac, esto es delicioso... ¡Ojalá hubiese un billón de escalones!
Tal vez ahora se dormirá. Ojalá lo haga. Olga dijo una vez que un billón era un millón con un fuerte resfriado. Me duele la espinilla. Todo, todo, todo, todo. Tus botas, dragotzennyi, saben a ciruelas confitadas. Y, mira, mis labios sangran a causa de tus espuelas.
—No veo nada —dijo Linda—. Deja de tontear con la linterna, Mariechen.
—Sujétala bien, pequeña —gruñó Mac, jadeando un poco, derritiéndose progresivamente su ruda manaza; a pesar de la ligereza de su rojiza carga; debido a su flor ardiente.
Piensa que no le harán ningún daño. Su horrible hedor y sus uñas roídas; olor y suciedad de alumnos de instituto. Tal vez empiecen rompiendo sus juguetes. Tuyo y mío, tíralo que lo pillo, mano a mano; una de sus canicas preferidas, la opalina, única, sagrada, que ni siquiera yo me atrevía a tocar. Y él en medio, tratando de detenerles, tratando de agarrarla, tratando de quitársela. O tal vez le retuerzan el brazo o le gasten alguna otra broma pesada de adolescentes; o quizá..., no, no puede ser, aguanta, no desvaríes. Le dejarán dormir. Se limitarán a saquear el piso y a darse un banquete en la cocina. Y en cuanto yo vea a Schamm o a el Sapo en persona, y les diga lo que tengo que decirles...
Un viento furioso azotó a nuestros cuatro amigos al salir éstos de la casa. Un coche muy elegante les estaba esperando. Detrás del volante se hallaba el novio de Linda, un hombre guapo y rubio, de blancas pestañas y...