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Entraron en el edificio, y Krug se encontró en una estancia curiosamente vacía. Era perfectamente redonda y su suelo había sido perfectamente fregado. Si hubiese sido un personaje de novela, habría preguntado, al desaparecer sus guardianes, si todos estos extraños sucesos y demás no habían sido una visión de pesadilla o algo por el estilo. Tema un pulsátil dolor de cabeza: una de esas jaquecas que parecen, de una parte, rebasar los límites de la propia cabeza, como los colores en las historietas baratas, y de otra, no llenar del todo el espacio de la cabeza; y los sordos latidos decían: uno, uno, uno, sin llegar nunca a decir dos. De las cuatro puertas situadas en los puntos cardinales de la redonda habitación, sólo una, una, una, estaba abierta. Krug la abrió de un empujón.

—¿Sí? —dijo un hombre de rostro pálido, sin dejar de mirar el secante en forma de columpio con el que estaba enjugando algo que acababa de escribir. —Exijo una acción inmediata —dijo Krug. El funcionario le miró con ojos húmedos y cansados. —Me llamo Konkordii Filadelfovich Kolokololiteishchikov —dijo—, pero todos me llaman Kol. Siéntese.

—Yo... —empezó de nuevo Krug.

Kol meneó la cabeza y buscó apresuradamente los impresos necesarios.

—Espere un momento. Primero debemos consignar todos los datos. ¿Se llama usted...?

—Adam Krug. Le ruego que haga traer inmediatamente a mi hijo aquí, inmediatamente...

—Un poco de paciencia —dijo Kol, mojando la pluma—. Confieso que el procedimiento es engorroso, pero cuanto antes terminemos, tanto mejor será. Muy bien. K,r,u,g. ¿Edad?

—¿Serían necesarias todas estas tonterías si le dijese que he cambiado de opinión?

—Es necesario en cualquier circunstancia. Sexo: varón. Cejas: pobladas. Nombre del padre...

—Igual que el mío, ¡maldito sea!

—Bueno, no me maldiga. Estoy tan harto de esto como usted. ¿Religión?

—Ninguna.

—«Ninguna» no es ninguna respuesta. La ley exige que todo varón declare su confesión religiosa. ¿Católico? ¿Vitalista? ¿Protestante?

—No hay respuesta.

—Pero, mi querido señor, ¿ha sido usted, al menos, bautizado?

—No sé de qué me está hablando.

—Bueno, esto es muy... Escuche: tengo que poner algo.

—¿Cuántas preguntas más? ¿Tiene que llenar todo esto? —y señaló la página con un dedo que temblaba furiosamente.

—Temo que sí.

—En tal caso, me niego a continuar. Tengo que hacer una declaración de suma importancia... y usted me hace perder el tiempo con tonterías.

—«Tonterías» es una palabra fea.

—Escuche: firmaré lo que quiera si mi hijo...

—¿Un chico?

—Sí. Un chico de ocho años.

—Muy jovencito. Confieso que es duro para usted, señor. Quiero decir... que también yo soy padre, etcétera.

Sin embargo, puedo asegurarle que su chico está perfectamente a salvo.

—¡No lo está! —gritó Krug—. Envió usted a dos rufianes...

—Yo no envié a nadie. Está usted en presencia de un chinovnik mal pagado. En realidad, lamento todo lo que ha ocurrido en la literatura rusa.

—En todo caso, sea quien fuere el responsable, tienen que elegir: puedo guardar silencio para siempre, o puedo decir, firmar y jurar... todo lo que quiera el Gobierno. Pero sólo haré esto, y más, si traen a mi hijo aquí, a esta habitación, inmediatamente. Kol reflexionó. Todo esto era muy irregular.

—Todo esto es muy irregular —dijo, al cabo de un rato—, pero sospecho que tiene usted razón. Mire, el procedimiento ordinario es algo por este estilo: primero hay que llenar el cuestionario, y luego, usted ingresa en su celda. Allí, sostiene una conversación de hombre a hombre con otro preso, que, en realidad, es un agente nuestro. Después, a eso de las dos de la madrugada, lo despiertan de su inquieto sueño, y yo empiezo a interrogarlo de nuevo. Personas competentes calcularon que se rendiría usted entre las seis cuarenta y las siete quince. Nuestro meteorólogo predijo una amanecida particularmente triste. El doctor Alexander, su colega, se avino a traducir al lenguaje corriente sus indescifrables balbuceos, porque nadie había previsto esta súbita, esta... Supongo que puedo añadir que habría escuchado usted una voz infantil lanzando gemidos de ficticio dolor. Lo estuve ensayando con mis propios hijos: será una desilusión para éstos. Pero, ¿quiere decir que está realmente dispuesto a jurar fidelidad al Estado y a todo lo demás, si...?

—Será mejor que se apresure. La pesadilla puede escapar a mi control.

—Claro, claro; lo arreglaré inmediatamente. Su actitud no puede ser más satisfactoria. Nuestra gran prisión lo ha convertido en todo un hombre. Un verdadero éxito. Me felicitarán por haberle convencido con tanta rapidez. Discúlpeme.

Se levantó (un pequeño y flaco funcionario del Estado, de cabeza grande y pálida, y mandíbulas negras y endentadas), apartó los pliegues de una portiére de terciopelo, y el preso se quedó solo con su sordo «uno-uno-uno». Un archivador ocultaba la puerta por la que había pasado Krug minutos antes. Lo que parecía una ventana con cortinas. Se arregló el cuello de la bata.

Transcurrieron cuatro años. Después, partes desarticuladas de un siglo. Fragmentos de un tiempo desgarrado. Digamos veintidós años en total. El roble de delante de la vieja iglesia había perdido todos sus pájaros; sólo el nudoso Krug no había cambiado.

Precedido de un empujón o de un tirón, o de ambas cosas, a la cortina, y después, de su propia mano visible, volvió a entrar Konkordii Filadelfovich. Parecía complacido.

—Traerán a su chico en un periquete —dijo, vivamente—. Todo el mundo siente un gran alivio Ha estado al cuidado de una niñera competente. Dice que el chico se ha portado bastante mal. Un niño difícil, ¿no? A propósito, me han dicho que le pregunte si prefiere escribir su discurso y someterlo a aprobación o si empleará el material preparado.

—El material. Tengo una sed terrible. —En seguida nos traerán unos refrescos. Y ahora, hay otra cuestión. Tiene que firmar algunos documentos. Podríamos empezar en seguida. —No antes de ver a mi hijo.

—Le advierto que estará usted muy ocupado, sudar (señor). Seguro que un par de periodistas están rondando ya por ahí fuera. ¡Oh, lo que hemos tenido que pasar! Pensamos que nunca volvería a abrirse la Universidad. Supongo que mañana habrá manifestaciones estudiantiles, desfiles, actos públicos de acción de gracias. ¿Conoce usted a d'Abrikosov, el productor de cine? Bueno, ha dicho que él sabía que comprendería usted de pronto la grandeza del Estado y todo lo demás. Dijo que esto era como la gráce en religión. Una revelación. Dijo que era muy difícil explicar cosas a alguien que no hubiese experimentado esta súbita impresión deslumbrante de la verdad. Personalmente, celebro haber tenido el privilegio de ser testigo de su hermosa conversión. ¿Sigue todavía enfurruñado? Vamos, borre esas arrugas de su frente. ¡Adelante! ¡Música!