Por lo visto, apretó un botón o hizo girar un disco, porque unos sones marciales brotaron de alguna parte, y el buen hombre añadió, en un murmullo reverente:
—Música en su honor.
Sin embargo, el ruido de la banda fue ahogado por el estridente timbre del teléfono. Sin duda era una noticia importante, pues Kol colgó el auricular con ademán triunfal y empujó a Krug hacia la puerta ornada de cortinas. Usted primero.
Era un hombre de mundo; Krug no lo era, y se precipitó como un oso salvaje.
Escena sin numerar (pero perteneciente a uno de los últimos actos): la espaciosa sala de espera de una prisión elegante. Lindo y pequeño modelo de guillotina (servida por un tieso muñeco con sombrero de copa) dentro de una campana de cristal, sobre la repisa de la chimenea. Cuadros al óleo representando varios oscuros temas religiosos. Una serie de revistas sobre una mesita (la Geographical Magazine, Stolitza Usad'ba, Die Woche, The Tatler, L'Illustration). Un par de muebles librería, con los libros acostumbrados ( Mujercitas, el volumen III de la Historia de Nottingham, etc.). Un manojo de llaves sobre una silla (olvidadas allí por uno de los guardianes). Una mesa con refrescos: un plato de bocadillos de arenque y un jarro de agua rodeado de varios vasos procedentes de diversos kurortsalemanes (el de Krug tenía una vista de Bad Kissingen).
Una puerta situada al fondo de la estancia se abrió de par en par; varios fotógrafos de Prensa y reporteros formaron una galería viviente para dar paso a dos hombres fornidos que conducían a un asustado y delgado muchacho de doce o trece años. Llevaba la cabeza recién vendada (nadie tenía la culpa, dijeron; el chico había resbalado sobre el pulido suelo y se había dado de cabeza contra un modelo del motor de Stevenson en el Museo de los Niños). Vestía un uniforme negro de colegial, con cinturón. Uno de los hombres hizo un súbito ademán para calmar la impaciencia de los miembros de la Prensa, y el chico levantó rápidamente un codo para taparse la cara.
—Ése no es mi hijo —dijo Krug.
—Tu papá siempre está de broma, siempre está de broma —dijo Kol amablemente al chico.
—Quiero a mi hijo. Ése no es el mío.
—¿Qué está diciendo? —preguntó vivamente Kol—. ¿Que no es su hijo? No diga tonterías, hombre. Emplee los ojos.
Uno de los esbirros (un policía de paisano) sacó un documento y lo entregó a Kol. El documento decía claramente: Arvid Krug, hijo del profesor Martin Krug, ex Vicepresidente de la Academia de Medicina.
—El vendaje tal vez le cambia un poco —dijo apresuradamente Kol, con una nota de desesperación en la voz—. Y, además, los chicos crecen tan de prisa...
Los guardias estaban desarmando los aparatos de los fotógrafos y empujaban a los reporteros fuera de la habitación.
—Sujetad al chico —dijo una voz brutal.
El recién llegado, un tipo llamado Crystalsen (cara roja, ojos azules, alto cuello almidonado) y que era, según se supo muy pronto, segundo secretario del Consejo de Ancianos, se acercó al pobre Kol y, agarrándole del nudo de la corbata, le preguntó si no se consideraba responsable de la estúpida equivocación. Kol esperaba aún contra toda esperanza...
—¿Está usted completamente seguro —siguió preguntando a Krug— de que ese muchachito no es su hijo? Los filósofos son muy distraídos, ¿no? Y la luz de esta habitación no es muy intensa...
Krug cerró los ojos y dijo, a través de los apretados dientes:
—Quiero a mi hijo.
Kol se volvió a Crystalsen, extendió las manos y emitió un desolado y desesperado sonido crepitante con los labios ( ppft). Mientras tanto, se llevaron al inoportuno muchacho.
—Discúlpenos —dijo Kol a Krug—. Estos errores son inevitables cuando hay tantas detenciones.
—Aún son pocas —interrumpió Crystalsen, vivamente.
—Quiere decir —explicó Kol a Krug— que los que han cometido esta equivocación serán debidamente castigados.
Crystalsen, même jeu:
—O lo pagarán muy caro.
—Exacto. Desde luego, todo se arreglará inmediatamente. Hay cuatrocientos teléfonos en este edificio. Su niño perdido será encontrado en seguida. Ahora comprendo por qué tuvo mi esposa un sueño terrible la noche pasada. ¡ Ah, Crystalsen, was ver a trum(menudo sueño)!
Los dos funcionarios, hablando volublemente y manoseándose la corbata el más bajito, manteniendo el otro un lúgubre silencio y mirando al frente con sus ojos glaciales, salieron de la habitación.
Krug continuó esperando.
A las 11.24 de la noche, entró un policía (ahora de uniforme), buscando a Crystalsen. Quería preguntarle qué tenían que hacer con el muchacho detenido por equivocación. Hablaba con roncos susurros. Cuando Krug le dijo que habían salido por allí, se dirigió delicadamente a la puerta, con aire interrogador, y, después, cruzó la estancia de puntillas, moviendo tímidamente la nuez de Adán. Tardó siglos en cerrar la puerta, sin el menor ruido.
A las 11.43, el mismo hombre, pero ahora con el cabello revuelto y los ojos desorbitados, cruzó de nuevo la sala de espera, conducido por Guardias Especiales, para ser fusilado después como cabeza de turco, junto con el otro «hombre corpulento» (véase escena sin numerar) y el pobre Konkordii.
A las 12 en punto, Krug seguía esperando.
Sin embargo, diversos ruidos, procedentes de las oficinas contiguas, aumentaban poco a poco en volumen y agitación. En varias ocasiones, ciertos oficinistas cruzaron la estancia, corriendo desalentados, y, en una de ellas, una telefonista (una tal señorita Lovedale), que había sido terriblemente maltratada, fue llevada al hospital de la prisión en una camilla, por dos colegas de buen corazón y cara de palo.
A la 1.08 de la madrugada llegaron rumores de la detención de Krug al grupito de conspiradores anti -ekwilistas dirigidos por el estudiante Phokus.
A las 2.17, un hombre barbudo, que dijo ser electrotécnico, vino a inspeccionar el radiador de la calefacción, pero un receloso guardián le dijo que la electricidad nada tenía que ver con su sistema de calefacción y que hiciese el favor de volver otro día.
Las ventanas habían adquirido un fantástico color azul cuando, al fin, reapareció Crystalsen. Celebraba poder informar a Krug de que el niño había sido localizado. «Se reunirá con él dentro de pocos minutos», le dijo, y añadió que, en aquel preciso instante, estaba preparando una sala de tortura completamente modernizada, para recibir a los que habían cometido aquel tremendo error. Quería saber si le habían informado correctamente al referirle la súbita conversión de Adam Krug. Krug le respondió que sí, que estaba dispuesto a radiar a algunos de los más ricos Estados extranjeros su convicción de que el ekwilismoera una cosa estupenda, pero que sólo lo haría si su hijo le era devuelto sano y salvo. Crystalsen le condujo a un coche de la Policía y empezó a explicarle cosas durante el trayecto.