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Estaba claro que se había cometido una terrible equivocación: el niño había sido llevado a una especie de... bueno, de Instituto de Niños Anormales, en vez de a la mejor Casa de Reposo del Estado, tal como se había convenido. Me está usted haciendo daño en la muñeca, señor. Desgraciadamente, el director del Instituto se había imaginado, ¿y quién no habría pensado lo mismo?, que el niño que le entregaban era uno de los llamados «Huérfanos» que se empleaban, de vez en cuando, como «instrumento de relajamiento» en favor de los internados más interesantes y poseedores de algún llamado antecedente «criminal» (violación, asesinato, destrucción de bienes del Estado, etc.). La teoría —no vamos a discutir ahora su valor, y me va a pagar usted el puño de la camisa si lo rompe— era que, si los pacientes más difíciles podían tener, una vez a la semana, posibilidad de desahogar completamente sus deseos reprimidos (exagerado afán de dañar, de destruir, etc.) con alguna criaturita humana sin valor para la comunidad, podría escapar gradualmente la maldad encerrada en ellos, podría, por decirlo así, «desenfundarse» y hacer que, en definitiva, aquellos hombres se convirtiesen en buenos ciudadanos. El experimento puede criticarse, desde luego; pero ésa es otra cuestión (Crystalsen se enjugó cuidadosamente la sangre de la boca y ofreció su no demasiado limpio pañuelo a Krug... para que éste se enjugase los nudillos; Krug lo rehusó; subieron al coche; varios soldados se reunieron con ellos). Bueno, el cercado donde se realizaban los «juegos de relajamiento» estaba situado de manera que el director, desde su ventana, y los otros doctores e investigadores de ambos sexos (por ejemplo, la Doktor Amalia von Wytwyl, una de las personas más fascinadoras que imaginarse pueda, una aristócrata; le gustaría conocerla en circunstancias más agradables; sí, seguro que le gustaría), desde otros gemüllichobservatorios, pudiesen observar el procedimiento y tomar notas. Una enfermera bajaba con el «huérfano» por la escalera de mármol. El cercado era una hermosa extensión de terreno herboso, y todo el lugar parecía, sobre todo en verano, sumamente atractivo, evocando aquellos teatros al aire libre a que eran tan aficionados los griegos. El «huérfano», o la «personita», era dejado solo, en libertad para corretear por todo el cercado. Un fotógrafo captó a uno de ellos tumbado desconsoladamente boca abajo, arrancando una mata de hierba con distraídos dedos (la enfermera reapareció en la escalera del jardín y dio unas palmadas para que no lo hiciese. Y él no lo hizo). Al cabo de un rato, los pacientes o «internos» (ocho en total) eran llevados al cercado. Al principio se mantenían a distancia, mirando a la «personita». Era interesante observar cómo se iba formando gradualmente el espíritu de «grupo». Habían sido individuos toscos, desorganizados y fuera de la ley; pero, ahora, algo los unía; el espíritu de comunidad (positivo) empezaba a dominar los antojos individuales (negativos); por primera vez en su vida, estaban organizados; la Doktor Von Wytwyl solía decir que era, éste, un momento maravilloso: uno sentía que, según la original expresión de la doctora, «algo ocurría de verdad», o, en lenguaje técnico: el «ego» salía «ouf» (fuera) y el puro «huevo» (extracto común de «egos») «permanecía». La «personita» hacía lo que le decían, y el joven, con infalible precisión, escupía una china en la boca abierta del niño. (Esto iba un poco contra el reglamento, ya que, hablando en términos generales, estaban prohibidos toda clase de proyectiles, instrumentos, armas, etc.) A veces, el «juego del estrujón» empezaba inmediatamente después del «juego del escupitajo»; pero, en otros casos, el paso desde los inofensivos pellizcos, empujones o tímidas insinuaciones sexuales, hasta el descuartizamiento, la fractura de huesos o la extracción de los ojos, requerían un tiempo considerable. Naturalmente, había muertes inevitables; pero, muy a menudo, la «personita» era reparada y podía volver a la brega. El domingo próximo, querido, volverás a jugar con los mayores.

Una «personita» reparada era la más adecuada para un «relajamiento» especialmente satisfactorio.

Ahora, tomemos todo esto, comprimámoslo en una bolita e incrustemos ésta en el centro del cerebro de Krug, para que se dilate poco a poco.

El trayecto fue muy largo. En alguna parte, en una abrupta región montañosa, a mil o mil quinientos metros sobre el nivel del mar, se detuvieron: los soldados querían su frishtik(desayuno) y estaban dispuestos a despacharlo tranquilamente en aquel salvaje y pintoresco lugar. El coche permaneció inerte, ligerísimamente inclinado sobre un costado, entre rocas oscuras y manchas de nieve blanca y muerta. Sacaron pan y pepinos, así como sus termos de ordenanza, y empezaron a masticar pensativamente, sentados en el estribo o sobre la marchita, desgreñada y tosca hierba de la orilla de la carretera. La Garganta Real, una maravilla de la Naturaleza, excavada por las aguas cargadas de arena del turbulento río Sakra a lo largo de milenios, brindaba un escenario de gloria y esplendor. Nosotros, en el Rancho del Velo Nupcial, procuramos comprender y apreciar la actitud mental que observan muchos de nuestros huéspedes al llegar de sus ciudades y sus negocios, y ésta es la razón de que les invitemos a hacer exactamente lo que quieran en lo concerniente a diversión, ejercicio y descanso.

Krug recibió permiso para salir del coche durante un minuto. Crystalsen, a quien no interesaba la belleza, permaneció en el automóvil, comiendo una manzana y leyendo una prolija carta particular recibida el día anterior y que aún no había tenido tiempo de hojear (incluso los hombres de acero tienen preocupaciones domésticas). Krug se detuvo ante una roca, de espaldas a los soldados. Así estuvo un largo rato, hasta que uno de los soldados observó, con una carcajada:

— Podi galonishcha dva vysvital za-noch(Creo que esta noche se ha bebido una par de galones).

Aquí tuvo ella el accidente. Krug volvió atrás, y, despacio y dolorosamente, subió al coche y se sentó al lado de Crystalsen, que seguía leyendo.

—Buenos días —murmuró este último, encogiendo el pie.

Después, levantó la cabeza, se metió apresuradamente la carta en el bolsillo y llamó a los soldados.

La carretera 76 les condujo a otro sector del llano, y pronto vieron las humeantes chimeneas de la pequeña ciudad fabril en cuyas cercanías se hallaba emplazada la famosa estación experimental. Su director era un tal doctor Hammecke: bajo, vigoroso, de poblado bigote blanco amarillento, ojos saltones y piernas como tocones. Tanto él como sus ayudantes y las enfermeras se hallaban en un estado de excitación rayano en pánico. Crystalsen les dijo que aún no sabía si iban a ser destruidos o no; esperaba, dijo, que le diesen destrucciones (quería decir «instrucciones») por teléfono (miró su reloj), a no tardar. Todos se mostraban terriblemente obsequiosos y zalameros con Krug, ofreciéndole una ducha, los servicios de una linda masseuse, una armónica requisada a un interno, un vaso de cerveza, coñac, desayuno, el periódico de la mañana, un afeitado, una baraja de naipes, un traje nuevo, cualquier cosa. Saltaba a la vista que trataban de ganar tiempo. Por último, introdujeron a Krug en una sala de proyecciones. Le dijeron que le llevarían junto a su hijo dentro de un instante (el niño dormía, le dijeron) y le preguntaron si, mientras tanto, le gustaría ver una película tomada unas horas antes. Ella demostraba, dijeron, lo sano y contento que estaba el niño.