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Regresaron a la capital, cruzando las salvajes montañas. Más allá del Puerto de Lagodan, el crepúsculo había invadido ya los valles. La noche les alcanzó entre los altos abetos, cerca de las famosas Cataratas. Olga empuñaba el volante; Krug, que no sabía conducir, estaba sentado al lado de ella, cruzadas las manos sobre las rodillas; detrás, iban Ember y un profesor de Filosofía americano, un hombre flaco, de hundidas mejillas y cabello cano, que había venido de su remoto país para discutir con Krug la ilusión de la sustancia. Ahito de paisajes y de la suculenta comida local ( piróshkimal acentuado, schtschi con falta de ortografía y un plato imposible de pronunciar, seguido de un pastel de cerezas caliente y de corteza enrejada), el buen erudito se había quedado dormido. Ember trataba de recordar el nombre americano de una parecida clase de abeto de las Montañas Rocosas. Dos cosas ocurrieron simultáneamente: Ember dijo «Douglas» y una cierva deslumbrada se precipitó en el cono de luz de nuestros faros.

CAPITULO XVIII

Esto no debió ocurrir jamás. Estamos terriblemente desolados. Su hijo tendrá el entierro más suntuoso que nunca haya podido imaginar un niño blanco; pero comprendemos que, para los que se quedan... (dos palabras confusas). Estamos más que desolados. Ciertamente, podemos afirmar que nunca en la historia de este gran país se han sentido un grupo, un Gobierno o un jefe, tan afligidos como nosotros en este día.

(Krug había sido conducido a una espaciosa sala, resplandeciente de megápodos murales, del Ministerio de Justicia. Un cuadro representando el propio edificio, tal como había sido planeado, pero todavía no construido —a consecuencia de los incendios, Justicia y Educación compartían el «Hotel Astoria»—, mostraba un rascacielos blanco como una catedral albina, sobre un cielo morfo-azul. La voz, perteneciente a uno de los Ancianos reunidos en sesión extraordinaria en el Palacio, a dos manzanas de distancia, salía de un precioso aparato de radio de nogal. Crystalsen y varios funcionarios cuchicheaban entre sí en otra parte del salón.)

—Pensamos, sin embargo —siguió diciendo la voz de nogal—, que nada ha cambiado en las relaciones, los lazos, el acuerdo celebrado con usted, Adam Krug, tan solemnemente estipulado antes de que ocurriese la tragedia. Las vidas individuales son siempre inseguras; pero nosotros garantizamos la inmortalidad del Estado. Los ciudadanos mueren para que viva la ciudad. No podemos creer que ninguna aflicción personal pueda interponerse entre usted y el Jefe. Por otra parte, las reparaciones que estamos dispuestos a ofrecer son prácticamente ilimitadas. En primer lugar, nuestra más importante empresa de pompas fúnebres ha accedido a entregar un ataúd de bronce con incrustaciones de granates y turquesas. En él yacerá su pequeño Arvid, abrazado a su juguete predilecto, una caja de soldaditos de plomo que, en este preciso instante, están siendo comprobados por varios expertos del Ministerio de la Guerra, para que las armas y los uniformes tengan la debida corrección. En segundo lugar, los seis culpables principales serán ejecutados en presencia de usted por un verdugo inexperto. Éste es un ofrecimiento sensacional.

(Hacía unos minutos, habían mostrado a Krug a los condenados en sus celdas de muerte. Los dos morenos y granujientos mozos, auxiliados por un sacerdote católico, mantenían una actitud gallarda, debida principalmente a falta de imaginación. Mariette estaba sentada, con los ojos cerrados, en rígida languidez, sangrando delicadamente. De los otros, vale más no decir nada.)

—Confiamos en que sabrá usted apreciar —dijo la taimada voz de nogal— los esfuerzos que hacemos para mitigar el más craso error que podía cometerse en estas circunstancias. Estamos dispuestos a perdonar muchas cosas, incluso el asesinato; pero hay un delito que nunca, nunca, podremos perdonar: el descuido en el cumplimiento de un deber oficial. También pensamos que, en vista de las espléndidas reparaciones que acabamos de anunciar, podemos dar por terminado este lamentable asunto y no volver a hablar de él. Le complacerá saber que estamos dispuestos a discutir con usted los diversos detalles de su nuevo nombramiento.

Crystalsen se acercó al lugar donde estaba sentado Krug (todavía envuelto en su bata, apoyada la hirsuta mejilla en los magullados nudillos) y extendió varios documentos sobre la mesa con garras de león en cuyo borde apoyaba Krug el codo. Con su lápiz rojo y azul, el funcionario de ojos azules y rojo semblante trazó unas crucecitas en los papeles, indicando los sitios donde Krug debía firmar.

Krug asió los papeles en silencio y, muy despacio, los dobló y los rasgó con sus peludas manazas. Uno de los ayudantes, joven delgado y nervioso, que sabía el trabajo mental y manual que había costado la redacción de los documentos (¡en precioso papel edelweiss!), se llevó una mano a la frente y lanzó un gemido de auténtico dolor. Krug, sin levantarse de su asiento, agarró al joven por la chaqueta y, con movimientos igualmente lentos y destructores, empezó a estrangular a su víctima; pero le hicieron desistir de su empeño.

Crystalsen, único que había conservado una calma absoluta, se dirigió al micrófono en estos términos:

—Los ruidos que acaban ustedes de oír, caballeros, han sido producidos por Adam Krug al rasgar los papeles que la noche pasada prometió firmar. También ha intentado estrangular a uno de mis ayudantes.

Siguió un silencio. Crystalsen se sentó y empezó a limpiarse las uñas con un abotonador de acero, contenido, junto con otros veintitrés instrumentos, en un gordo cortaplumas que había hurtado durante el día en alguna parte. Los ayudantes, moviéndose a gatas, recogían y alisaban lo que quedaba de los documentos.

Por lo visto, hubo una consulta entre los Ancianos. Después, dijo la voz:

—Estamos dispuestos a hacer algo más. Le damos licencia para que mate usted mismo a los culpables, Adam Krug. Es un ofrecimiento muy particular y que sin duda no volverá a repetirse.

—¿Y bien? —preguntó Crystalsen, sin levantar la cabeza.

—Vayase a... (tres palabras confusas) —dijo Krug.

Hubo otra pausa. («Ese hombre está loco..., loco de remate —murmuró un auxiliar afeminado, dirigiéndose a otro—. ¡Rechazar un ofrecimiento como éste! ¡Increíble!

Nunca había visto una cosa semejante.» «Yo tampoco.» «Me pregunto dónde habrá conseguido el jefe ese cuchillo.»)

Los Ancianos tomaron una decisión, pero, antes de darla a conocer, los más concienzudos pensaron que convenía oír de nuevo el disco. Escucharon el silencio de Krug, mientras observaba a los presos. Oyeron el reloj de pulsera de uno de los jóvenes, y el triste y débil ronquido de tripas del cura, que aún no había cenado. Oyeron caer una gota de sangre al suelo. Oyeron a cuarenta soldados satisfechos que, en el cuarto de guardia contiguo, comparaban sus notas carnales. Oyeron cómo era conducido Krug al salón de la Radio. Oyeron la voz de uno de ellos, al decir que lo lamentaban muchísimo y que estaban dispuestos a ofrecer reparaciones: una hermosa tumba para la víctima del descuido, un destino terrible para los negligentes. Oyeron cómo extendía Crystalsen los papeles y cómo los rasgaba Krug. Oyeron el grito del auxiliar impresionable, ruido de lucha y, después, las frías palabras de Crystalsen. Oyeron las duras uñas de Crystalsen sacando el vigésimo cuarto instrumento de su apretado cortaplumas. Oyeron sus propias voces anunciando el generoso ofrecimiento, y la vulgar respuesta de Krug. Oyeron a Crystalsen cerrando la navaja con un chasquido, y los murmullos de los auxiliares. Se oyeron ellos mismos, oyendo todo esto.