El aparato de nogal se humedeció los labios:
—Que lo lleven a la cama —dijo.
Dicho y hecho. Le destinaron una celda espaciosa la cárcel; tan espaciosa y agradable que el propio alcaide la había empleado más de una vez para albergar a unos parientes pobres de su mujer cuando venían a la ciudad. Sobre un segundo colchón de paja, en el suelo, yacía un hombre de cara a la pared, temblando de los pies a la cabeza. Una enorme peluca de cabellos rizados y de color castaño cubría su cráneo. Llevaba la ropa harapienta de un vagabundo anticuado. Sin duda era un empedernido criminal. En cuanto se hubo cerrado la puerta y se derrumbó Krug pesadamente en su propio colchón de paja y arpillera, se hizo invisible el temblor de su compañero de encierro, pero, inmediatamente, se hizo audible en la vacilante y cuidadosamente disfrazada voz:
—No trates de averiguar quién soy. Mantendré la cara vuelta hacia la pared. Hacia la pared estará vuelta mi cara. Vuelta hacia la pared estará mi cara por los siglos de los siglos. Loco, tú. Tu alma es orgullosa y negra como asfalto mojado en la noche. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! Observa tu crimen. Él te mostrará la enormidad de tu culpa. Negras son las nubes, cada vez más espesas. El Cazador llega cabalgando en su terrible corcel. ¡Arre! ¡Arre!
(¿Debo decirle que se calle?, pensó Krug. ¿Para qué? El infierno está lleno de estas máscaras.)
—¡Arre, arre! Ahora escucha, amigo. Escucha, Gurdamak. Vamos a hacerte un último ofrecimiento. Tenías cuatro amigos, cuatro amigos verdaderos y fieles. Ahora languidecen y gimen en una mazmorra. Escucha, Krug, escucha, Kamerad. Estoy dispuesto a ponerlos en libertad, a ellos y a una veintena de liberalishki, si te avienes a hacer aquello a lo que prácticamente te comprometiste ayer. ¡Una nimiedad! La vida de veinticuatro hombres está en tus manos. Si dices «no», serán destruidos; si dices «sí», vivirán. Piénsalo: ¡qué maravilloso poder el tuyo! Pones tu nombre, y veintidós hombres y dos mujeres salen a la luz del sol. Es tu última oportunidad. Madamka, ¡di que sí!
—Vete al diablo, asqueroso Sapo —dijo Krug, con voz cansada.
El hombre lanzó un grito de rabia y, agarrando una esquila de bronce que había debajo del colchón, la sacudió furiosamente. Guardias enmascarados, con lanzas y farolillos japoneses, invadieron la celda y le ayudaron reverentemente a ponerse en pie. Cubriéndose la cara con los horribles rizos de su peluca castaño-rojiza, pasó rozando el codo de Krug. Sus botas altas olían a estiércol y relucían con el brillo de innumerables lágrimas. La oscuridad volvió a su sitio. Se oyó al alcaide doblando el espinazo, y su voz diciendo a el Sapo que era un actor estupendo, que la representación había sido magnífica, deliciosa. Las pisadas se alejaron. Silencio. Ahora, por fin, podía pensar.
Pero, fuese sopor o desmayo, lo cierto es que perdió la conciencia antes de poder enfrentarse debidamente con su dolor. Lo único que sentía era un lento hundimiento, una concentración de oscuridad y de ternura, un brote gradual de dulce calor. Su cabeza y la cabeza de Olga, mejilla contra mejilla, dos cabezas mantenidas juntas por un par de manitas experimentales que se estiraban hacia arriba surgiendo de un oscuro lecho, descendían (o descendía, pues las dos cabezas formaban una sola), descendían más y más, en dirección a un tercer punto, en dirección a una cara que reía en silencio. Hubo una suave risa ahogada en el momento en que sus labios rozaron la frente fría y la mejilla ardiente del niño, pero el descenso no terminó allí, sino que Krug siguió hundiéndose en aquella dulzura que partía el corazón, en las negras y cegadoras profundidades de una tardía pero —¡qué importa!— eterna caricia.
En mitad de la noche, algo de su ensoñación le sacó de su sueño y lo llevó a lo que era realmente una celda de cárcel, con barras de luz (y un pálido resplandor independiente, como la pisada fosforescente de un isleño) rompiendo la oscuridad. Al principio, como ocurre algunas veces, el medio no coincidía con ninguna forma de realidad. Aunque de humilde origen (una vigilante luz de arco en el exterior, un lívido rincón del patio de la cárcel, un rayo oblicuo filtrándose por alguna grieta o agujero de bala en los postigos cerrados y asegurados con candado), la disposición luminosa que veía adquirió un extraño y tal vez fatal significado, la clave del cual estaba oculta por un pliegue de conciencia oscura en el resplandeciente suelo de una pesadilla recordada a medias. Habríase dicho que se había quebrantado alguna promesa, torcido algún designio, perdido alguna oportunidad..., o explotada de una manera tan tosca que había dejado una impresión de pecado y de vergüenza. Aquella luz era, de algún modo, resultado de una especie de movimiento clandestino, abstractamente vindicativo, explorador, vacilante, que se había producido en un sueño, o detrás de un sueño, en una maraña de maquinaciones inmemoriales y, ahora, amorfas y sin objeto. Imaginad un rótulo que avisa una explosión en términos tan secretos o infantiles que os preguntáis si todo esto —el rótulo, la congelada explosión debajo del alféizar de la ventana, vuestra propia alma temblorosa— no habrá sido reproducido artificialmente, allí y entonces, por un arreglo especial con la mente de detrás del espejo.
Fue entonces, cuando Krug acababa de llegar al fondo de su confuso sueño y se incorporaba jadeando en su jergón de paja —e inmediatamente antes de que su realidad, su recordada y espantosa desgracia pudiese saltar de nuevo sobre él—, fue entonces cuando sentí una punzada de compasión por Adam y me deslicé hasta él por un inclinado rayo de pálida luz, causándole una locura instantánea, pero salvándole de la insensata agonía de su lógico destino.
Con una sonrisa de infinito alivio en su rostro surcado de lágrimas, Krug se tumbó de espaldas en el jergón. Yació en la límpida oscuridad, asombrado y feliz, y escuchó los acostumbrados ruidos nocturnos peculiares de las grandes prisiones: el ocasional y ronco bostezo de un guardián, el laborioso murmullo de viejos presos insomnes estudiando sus libros de Gramática inglesa( Mi tía tiene un visado. El tío Saúl quiere ver al tío Samuel. El niño es atrevido), los latidos del corazón de hombres más jóvenes que excavan sin ruido un pasadizo subterráneo que les conduzca a la libertad y a una nueva captura, el repiqueteo de excrementos de murciélago, el cauteloso crujido de una página furiosamente arrugada y arrojada al cesto y que hace un lastimoso esfuerzo para desarrugarse y vivir un poco más.
Cuando, al amanecer, llegaron cuatro elegantes oficiales (tres condes y un príncipe georgiano) para llevarlo a una reunión crucial con unos amigos, se negó a moverse y siguió tumbado, sonriéndoles y tratando de tocarles la barbilla con los dedos de los pies, en son de juego. No pudieron conseguir que se vistiese, y, después de una rápida consulta, los cuatro jóvenes guardias, lanzando maldiciones en anticuado francés, se lo llevaron tal como estaba, a saber, vistiendo pijama (blanco), y lo metieron en el mismo coche que tan delicadamente había conducido una vez el doctor Alexander.