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Rufel gesticuló. Ember agarró a Krug del brazo, y Krug se volvió rápidamente hacia su amigo.

—Espera un momento —dijo Krug—. No empieces a lamentarte hasta que haya arreglado esta equivocación. Porque, ¿sabes?, esta confrontación es un completo error. Anoche tuve un sueño, sí, un sueño... ¡Oh! Lo mismo da, llámalo sueño o llámalo luminosa alucinación...; uno de esos rayos oblicuos que cruzan la celda de un ermitaño...; mira mis pies descalzos..., fríos como el mármol, pero... ¿Por dónde iba? Mira, tú no eres tan estúpido como los demás, ¿verdad? Sabes tan bien como yo que no hay nada que temer, ¿eh?

—Mi querido Adam —dijo Ember—, no entremos en detalles como el miedo. Estoy dispuesto a morir... Pero hay una cosa que me niego a soportar más tiempo, c'est la tragedie des cabinets; me está matando. Como sabes, tengo el estómago muy delicado, y ellos me llevan a una letrina inmunda, un infierno de porquería, una vez al día y por un minuto. C'est atroce. Prefiero que me fusilen de una vez.

Como Rufel y Schimpffer seguían debatiéndose y diciendo a los guardias que no habían terminado de hablar con Krug, uno de los soldados acudió a los Ancianos, y Schamm avanzó y habló suavemente.

—Así no se va a ninguna parte —dijo, con cuidado acento (por simple fuerza de voluntad se había curado de una explosiva tartamudez en su juventud)—. El programa debe realizarse sin tanta palabrería y tanta confusión. Acabemos de una vez. Diles —prosiguió, volviéndose a Krug— que has sido nombrado Ministro de Educación y de Justicia y que, como tal, les devuelves la vida.

—Tu peto es fantásticamente bello —murmuró Krug, y con rápido movimiento, tamborileó con los diez dedos sobre el convexo metal.

—Los días en que jugábamos en este mismo patio quedaron atrás —dijo severamente Schamm.

Krug estiró una mano, agarró el sombrero de Schamm y lo trasladó mañosamente a su propia cabeza.

Era un afeminado gorro de piel de foca. El muchacho, en un furioso arranque, trató de recuperarlo. Adam Krug lo lanzó a Pinkie Schimpffer, el cual, a su vez, lo arojó a un montón de leña de abedul con ribetes de nieve, donde quedó colgado. Schamm corrió hacia el edificio del colegio, para quejarse. El Sapo, que se marchaba a casa, echó a andar vivamente junto a la baja pared, en dirección a la salida. Adam Krug se echó la mochila de los libros al hombro y dijo a Schimpffer que esto era muy curioso... ¿No tenía a veces Schimpffer la impresión de una «secuencia repetida», como si todo hubiese ocurrido antes de ahora: el gorro de piel, te lo lancé, tú lo tiraste, leños, nieve sobre los leños, el gorro se quedó enganchado, el Sapo salió... Como tenía una mentalidad práctica, Schimpffer sugirió que le diesen un buen susto a el Sapo. Los dos chicos le esperaron ocultos detrás de los leños. El Sapo se detuvo junto a la pared, sin duda para esperar a Mamsch. Con un tremendo hurra, Krug se lanzó al ataque.

—Por el amor de Dios, detenedle —gritó Rufel—. Se ha vuelto loco. Nosotros no somos responsables de sus actos. ¡Detenedle!

En un arranque de fuerte velocidad, Krug corrió hacia la pared, donde Paduk, con sus facciones disolviéndose en el agua del miedo, había resbalado de« la silla y trataba de esfumarse. El patio hirvió de salvaje agitación. Krug esquivó el brazo de un guardia. Entonces, el lado izquierdo de su cabeza pareció estallar en llamas (la primera bala se llevó parte de su oreja), pero él continuó avanzando, tambaleándose alegremente.

—Vamos, Schrimp, vamos —rugió, sin mirar atrás—. Le ajustaremos las cuentas, le arrancaremos las tripas, ¡vamos!

Vio a el Sapo acurrucado al pie del muro, temblando, disolviéndose, lanzando agudos encantamientos, cubriéndose la borrosa cara con un brazo transparente; y Krug corrió hacia él, y una fracción de segundo antes de que le diese otra bala mejor dirigida, volvió a gritar: ¡Tú! ¡Tú...! Y la pared se desvaneció como una diapositiva rápidamente retirada, y yo me estiré y salí del caos de páginas escritas y vueltas a escribir, para ver qué había sido el súbito ruido producido por algo al chocar con la tela metálica de mi ventana.

Como había pensado, una mariposa grande se había agarrado con sus velludas patas a la tela metálica, por el lado de la noche; sus alas jaspeadas vibraban sin parar y sus ojitos resplandecían como brasas diminutas. Apenas me dio tiempo a percibir su cuerpo estriado de un rosa castaño, con dos manchas gemelas, antes de soltarse y de volar de nuevo a la cálida y húmeda oscuridad.

Bueno, esto fue todo. Los diversos elementos de mi relativo paraíso —la lámpara de la mesita de noche, las tabletas para dormir, el vaso de leche— me miraron a los ojos con absoluta sumisión. Sabía que la inmortalidad que había conferido al pobre hombre era un sofisma escurridizo, un juego de palabras. Pero el último repliegue de su vida había sido feliz y le había demostrado que la muerte era solamente una cuestión de estilo. Entonces, un campanario que nunca conseguí localizar exactamente, que, en realidad, jamás oí durante el día, dio dos campanadas; después, vaciló y fue dejado atrás por el suave y veloz silencio que siguió discurriendo por las venas de mis sienes doloridas; una cuestión de ritmo.

Al otro lado del callejón, sólo dos ventanas seguían con vida. En una de ellas, la sombra de un brazo peinaba unos cabellos invisibles; o tal vez era un movimiento de ramas. La otra aparecía cruzada por el inclinado y negro tronco de un álamo. Los deshilacliados rayos de un farol de la calle revelaron una fracción verde y brillante de un seto de boj. También pude distinguir el destello de un charco especial (el mismo que Krug había percibido de algún modo a través de la capa de su propia vida), un charco oblongo que adquiría indefectiblemente la misma forma después de cada chaparrón, debido a la constante forma espatulada de la depresión del suelo. Posiblemente ocurre algo parecido con la huella que dejamos en la íntima textura del espacio. ¡Pam! A good night for mothing.

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01/12/2010