(Tal vez no lo preguntaría.)
Esta vez cayó sobre el trasero y, hurgando con los doblados dedos de los pies, metió éstos debajo de la manta, entre la manta y la sábana, se echó a reír, acertó la segunda vez, y Krug lo arropó rápidamente.
—Esta noche no me has contado ningún cuento —dijo David, yaciendo absolutamente plano, volviendo hacia arriba las largas pestañas superiores, echados atrás los codos, apoyados como alas sobre el almohadón, a ambos lados de la cabeza.
—Mañana te contaré dos.
Al inclinarse sobre el niño, Krug se detuvo un momento, mientras ambos se miraban a la cara: el niño, esforzándose apresuradamente en pensar alguna pregunta para ganar tiempo; el padre, orando frenéticamente para que no fuese una pregunta en particular. Qué suave parecía la piel en el esplendor de la hora del descanso, con un matiz violeta palidísimo sobre los ojos y el brillo dorado de la frente, bajo la tupida y enmarañada franja de cabellos castaños con reflejos de oro. La perfección de las criaturas no humanas —pájaros, perritos, potros, mariposas dormidas— y de estos pequeños mamíferos. Una combinación de tres manchas diminutas y pardas, marcas de nacimiento, sobre la mejilla débilmente colorada, cerca de la nariz, le recordó algo que había visto, tocado, captado hacía poco tiempo..., pero, ¿qué? El parapeto del puente.
Las besó rápidamente, apagó la luz y salió. Gracias a Dios, no se lo había preguntado, pensó al cerrar la puerta. Pero, cuando estaba moviendo sin ruido el tirador, la pregunte llegó, aguda, vivamente recordada.
—Pronto —respondió él—. En cuanto diga el doctor que puede hacerlo. Y ahora, duerme, por favor.
Por fin, una piadosa puerta se interpuso entre los dos.
En el comedor, Claudina, sentada en una silla junto al aparador, lloraba copiosamente y se enjugaba las lágrimas con una servilleta de papel. Krug se sentó a la mesa y despachó rápidamente la comida, manejando vivamente los innecesarios salero y pimentero, carraspeando, moviendo platos, dejando caer el tenedor y cogiéndolo sobre el empeine del pie, mientras ella sollozaba intermitentemente.
—Por favor, vaya a su habitación —dijo él al fin—. El niño todavía está despierto. Llámeme a las siete. Probablemente, el señor Ember cuidará mañana de arreglarlo todo. Yo me marcharé con el niño lo antes posible.
—Pero ha sido tan rápido —gimió la mujer—. Usted decía ayer... ¡Oh! ¡No tenía que ocurrir de esta manera!
—Y yo le retorceré el pescuezo —añadió Krug—, si le dice una sola palabra al niño.
Apartó el plato, se dirigió a su estudio y cerró la puerta con llave.
Ember podía haber salido. El teléfono podía no funcionar. Pero, con sólo tocar el aparato al levantarlo, supo que el fiel instrumento estaba vivo. Nunca podía recordar el número de Ember. Aquí está el lomo del libro de teléfonos donde solíamos ambos anotar nombres y cifras, unidas nuestras manos, trazando palos y curvas en opuestas direcciones. Su concavidad adaptada exactamente a mi convexidad. Extraordinario... Soy capaz de distinguir la sombra de las pestañas en la mejilla del niño, pero no puedo descifrar mi propia escritura. Encontró sus gafas de repuesto y, después, el número familiar, con un seis en medio que recordaba la nariz persa de Ember, y Ember dejó su pluma, apartó la larga boquilla de ámbar de sus fruncidos labios, y escuchó.
«Estaba en la mitad de esta carta cuando llamó Krug y me dio una terrible noticia. La pobre Olga ha dejado de existir. Murió hoy, después de una operación de riñon. Yo había ido a verla al hospital, el martes pasado, y estaba tan amable como siempre y admiró mucho las realmente adorables orquídeas que yo le había llevado; no parecía haber ningún peligro..., o, si lo había, los médicos no se lo dijeron a él. He registrado el choque, pero todavía no puedo analizar el impacto de la noticia. Probablemente no podré dormir en varias noches. Mis propias tribulaciones, todas las pequeñas intrigas teatrales que acabo de describir, temo que le parecerán tan triviales como ahora me lo parecen a mí.
»De momento, se me ocurrió la imperdonable idea de que se trataba de una broma monstruosa por su parte, como aquella vez que leyó al revés, desde el final hasta el principio, su conferencia sobre el espacio, para ver si sus estudiantes reaccionarían de alguna manera. No lo hicieron, como tampoco lo hago yo por el momento. Probablemente le verá usted antes de recibir esta confusa epístola; él sale mañana para los Lagos con su pobre muchachito. Una decisión acertada. El futuro no está tan claro, pero supongo que la Universidad reanudará sus actividades dentro de poco, aunque, desde luego, nadie sabe los súbitos cambios que pueden producirse. Ültimamente, han circulado por aquí rumores espantosos; el único periódico que yo leía, hace al menos una semana que no sale. Él me ha pedido que me encargue yo mañana de la cremación, y me ha preguntado lo que pensará la gente cuando él no comparezca; pero, desde luego, su actitud ante la muerte impide que asista a la ceremonia, aunque ésta será tan breve y formal como yo pueda hacerla..., a menos que se entremeta la familia de Olga. Pobre muchacho..., ella fue para él una brillante ayuda en su brillante carrera. En tiempos normales, creo que yo habría enviado su retrato a los periodistas americanos.»
Ember dejó de nuevo la pluma y se sumió en sus pensamientos. También él había participado en aquella brillante carrera. Oscuro erudito, traductor de Shakespeare, en cuyo verde y húmedo país había pasado su estudiosa juventud..., pasó inocentemente a primer plano cuando un editor le pidió que aplicase el proceso de inversión a la Komparatiwn Stuhdaren Sophistat tuen Pekrekh, o, según rezaba el más rotundo título de la edición americana. La filosofía del pecado (prohibida en cuatro Estados, y best-selleren todos los demás). ¡Qué extraña jugada de la suerte...! Esta obra maestra del pensamiento esotérico prendió inmediatamente en el lector de clase media y disputó los primeros honores, durante una temporada, a la vigorosa sátira Straight Flus, y, el año siguiente, a la novela de Dixieland, de Elisabeth Ducharme, Cuando pasa el tren, y, durante veintinueve días (año bisiesto), a la selección del club del libro, A través de pueblos y ciudades, y, durante dos años consecutivos, a la notable mezcla de oblea y arrope que es la Anunciatade Louis Sontag, que empezó tan bien en las Cuevas de St. Barthelemy y terminó en la sección de historietas del periódico.
Al principio, Krug, aun declarando que lo encontraba divertido, se sintió muy irritado por todo el asunto, mientras Ember se sentía avergonzado y trataba de disculparse, preguntándose en secreto si su marca particular de rico inglés sintético no habría contenido algún ingrediente exótico, alguna horrible especia adicional capaz de explicar aquella inesperada situación; pero, con mayor perspicacia que la que mostraban los dos aturrullados eruditos, Olga se dispuso a disfrutar plenamente, en años venideros, el éxito de un trabajo cuyos puntos especialísimos conocía ella mejor de lo que podían conocerlos sus efímeros comentaristas. Ella hizo que el espantado Ember persuadiese a Krug de hacer aquella gira de conferencias por América, como si previese que sus fuertes ecos le ganarían en casa la estima que jamás le había valido su trabajo, en la jerga natal, de la estolidez académica, ni de la masa comatosa de lectores amorfos. Y no es que el propio viaje resultase desagradable. Nada de eso. Aunque Krug, reacio como siempre a derrochar en fútiles conversaciones experiencias capaces de sufrir, más adelante, imprevisibles metamorfosis (si se dejaban germinar tranquilamente en el aluvión de la mente), había nablado poco de su gira. Olga había conseguido reconstruirla enteramente y referirla con entusiasmo a Ember, que esperaba vagamente un chorro de sarcástico disgusto. «¿Disgusto? —había exclamado Olga—. ¡Cómo! Él ya ha tenido bastantes disgustos aquí. Júbilo, entusiasmo, una aceleración de la imaginación, una desinfección de la mente, ¡togliwn ochnat divodiv (la sorpresa diaria de despertar)!»