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Pero yo no desarrollé ningún tipo de intimidad con uno solo de los amigos de Cat. Mis problemas, mis dudas, mis inquietudes, me los guardaba para mí misma. Para aquel grupo variado que había hecho de nuestra casa su punto de encuentro yo no era sino La Novia De Cat, un elemento exótico y relativamente interesante. Guapa, lista y antipática. Sin comerlo ni beberlo, me había convertido en la mitad de una unidad, de una pareja; o así es como empezaba a vernos la gente: Caitlin y Bea. Yo encontraba aterradora esta noción y deseaba que una larguísima fila de puntos suspensivos se interpusiera entre nuestros nombres, que la gente dijera: Caitlin… y Bea.

Inevitablemente, y a no ser que se tenga una personalidad tan fuerte como la de Mónica, capaz de anular por completo a la de tu pareja, te acabarán definiendo por medio del otro. En cuanto te conviertes en la pareja de alguien, esa persona, y por extensión las demás, empezarán a pensar que siempre tienes que estar allí. Y yo quería definirme según mi deseo de estar allí, no según la imposición de estar.

Pero esa situación se decidió, creo que unilateralmente, desde el principio mismo de nuestra relación. Lo cierto es que, en cuanto Caitlin se metió en la cama conmigo, empezó a utilizar la palabra nosotras, y a mí me sonaba ridículo, porque no éramos «nosotras»: Cat era ella, y Bea era yo. Y yo no quería ser la mitad de una pareja.

El caso es que la comparaba continuamente con Mónica y en todas las comparaciones, era Cat la que salía perdiendo, aunque cualquiera argüiría, y con razón, que es fácil resultar desfavorecida cuando la rival es la imagen idealizada de una persona a la que ya no se puede ver, de quien resulta fácil, desde el recuerdo, destacar virtudes y eliminar defectos. Me parecía que Cat era demasiado dependiente, pero puede que me estuviera limitando a menospreciar su entrega. Echaba de menos el sentido del humor, la astucia y la rapidez verbal de Mónica. En comparación, Cat me parecía solemne y lánguida. Y débil. A veces, cuando ponía la vocecita de niña que le gustaba adoptar si se ponía mimosa, me entraban ganas de sacudirla. Llegó un punto en que ni siquiera la encontraba tan guapa. Sabía que lo era, porque la gente no dejaba de repetirlo, pero yo en seguida empecé a encontrarle defectos: me parecía tan delgada que me parecía que si algún día chocaba contra un muro, se llevaría el primer golpe en el hueso de la cadera. En otros momentos me acometía un terrible cargo de conciencia y me sentía culpable por no quererla de la manera en que ella se merecía, sobre todo teniendo en cuenta el grado de entrega y dedicación que me demostraba.

Yo no sabía qué quería hacer con mi vida, pero me apetecía hacer algo grande: viajar, conocer gente, escribir, qué sé yo. Los años que debería permanecer en Edimburgo los imaginaba como un sombrío paréntesis de inactividad, y solía pensar que la vida que llevaba no era sino un intermedio, un purgatorio obligado en el camino hacia algo maravilloso, definitivo e incluso convencional que acabaría por suceder. No me llenaba lo que hacíamos. Alquilar algún vídeo entre semana, recibir visitas de amigos y bailar trance los sábados en algún club de moda. ¿Eso era todo? Me parecía que no podía imaginar a Caitlin como la acompañante ideal para el resto de la travesía de mi vida, e, inevitablemente, acababa comparándola con Mónica. Porque hay grandes estrellas y pequeñas estrellas que coexisten en las mismas galaxias. En la Vía Láctea, por ejemplo, existe una tan grande que llenaría todo el espacio que abarca la órbita de la Tierra alrededor del Sol. Se llama Pistola y emite la energía de mil millones de soles, con erupciones cuyas nubes de gases alcanzan cuatro años luz. El problema de esta estrella mamut reside en su propia fuerza: sus fases eruptivas han creado una nebulosa de gas y polvo a su alrededor, que ha tornado irrespirable su atmósfera. Mónica, por supuesto, ha sido mi Pistola.

Cat, pensaba yo, habría sido un lastre; Mónica, en cambio, un motor. Porque Mónica inspiraba, proponía, actuaba, mientras que Caitlin se sentaba a ver la vida pasar y la vivía mediante experiencias vicarias: a través de los demás. Por eso, pensaba yo, se pasaba el día escuchando problemas y preocupaciones de otros, por eso se desvivía por saber lo que yo había hecho en la universidad, porque no tenía valor para vivir por sí misma, porque nos utilizaba a todos, y me utilizaba a mí, como una palanca para levantar el peso de su propia existencia. No sé si me equivocaba juzgándola, quizá tenía tanto miedo a repetir la relación con mi madre que confundía la generosidad de Cat con un grado de dependencia neurótica.

Yo no estaba enamorada, dirían algunos leyendo lo anterior. Es posible. No admiraba a Cat, no pensaba en ella a todas horas, no imaginaba un futuro compartido. Pero el caso es que he vivido a su lado durante tres años, así que cualquiera pensaría, y yo misma pienso, que debe haber algo que nos une; y lo hay. Existe una conexión química, un sentimiento de piel inevitable que me arrastra hacia Cat haciendo irrelevantes mis dudas o mis prejuicios. Porque de noche, junto a Cat, ya no importaba que fuera más o menos lista, más o menos fuerte. Ya no me importaba que no fuera Mónica.

Al fondo se escuchaba un murmullo de música, quizá una cinta que Aylsa nos había grabado, al que de cuando en cuando se añadía el crujido apagado de los muelles del colchón. A través de la ventana, desde la calle, nos llegaba un resto amarillento de luz de las farolas, que se dispersaba vagabundo por la habitación. Mares de sombra temblaban aquí y allá, en la oscuridad, y avanzaban hacia nosotras como olas inmensas en las que nos sumergíamos, ahogándonos en vacilantes dimensiones de abandono. El frío de la noche enardecía nuestros abrazos, los suspiros se estrellaban en el edredón, y ante mí se agrandaban aquellos ojos apenas perceptibles, la nariz que se frotaba con la mía. En medio del silencio nos susurrábamos promesas increíbles, niñerías absurdas, declaraciones tópicas de puro repetidas que reverberaban en múltiples vibraciones, y el tiempo se nos iba en hacer y deshacer la cama. La hice para ella alguna vez, tras descubrir un juego de sábanas que vete a saber tú de quién habría heredado, y le enseñé lo que era un embozo, algo desconocido en aquella tierra tan amiga de los edredones. Opinó que aquello era como un sobre, un sobre diseñado para guardar tesoros. Yo era un tesoro, supongo, desnuda y pura como un recién nacido, acogida en la frialdad y la blancura de las sábanas, en un útero de tela, y ella compartía conmigo aquel refugio, patinando hacia mí a través de la llanura de hielo resbaladizo que era la ropa de cama que yo había tendido y estirado. Deslizándose en mi búsqueda, chocaba en lo oscuro, de pronto, y yo sentía su piel en contacto con la mía. Brotaban chispas eléctricas. Ella susurraba arrastrando las palabras con su voz anaranjada y me contaba las cosas que iba a hacer conmigo. Me hacía reír y mis gorjeos rebotaban en la bóveda de lienzo que me cubría entera. Y entonces sentía cómo entraba en mí, un ataque luminoso que alumbraba las sábanas. Buscaba con mi lengua la huella de su lengua, hundida en mis salivas. La huella de su lengua que nuevamente en ella depositaba, entre sus ingles. Era como si yo tuviera una microcámara en las yemas de mis dedos, que me permitiera ver su interior. Avanzaba, la atravesaba, vadeaba lagos, sorteaba recodos, hasta llegar a una pequeña bolita brillante que se dilataba al contacto con la yema de mi dedo, y a continuación sentía cómo se expandía toda ella, cómo su túnel se ensanchaba y se contraía, aprisionando a mi dedo y a mí misma. Yo estaba en ella, y ella en mí. La amaba porque era distinta, porque no tenía nada que ver conmigo, porque no conseguía entenderla. Todo aquel envoltorio de pliegues y remetidos que había creado yo haciendo la cama, todo aquel aparato cartesiano se desmoronaba en cuestión de segundos y todo volvía al amasijo informe que había sido antes de que yo probase mis cualidades domésticas. Las mantas resbalaban perezosas, caían al suelo desde la cama, y un trozo de sábana permanecía enrollado entre sus piernas. Y yo no deseaba plantearme, como no me planteo ahora, las razones de aquella plenitud. Era feliz, pertenecía a aquella cama y a aquel espacio, como pertenecía a la dueña de aquella casa. Y, en aquellos momentos puntuales, no sabía por qué, ni lo necesitaba. Pero cada vez que hablaba, y me tocaba, y me rodeaba con sus brazos sólidos y presentes, sabía que estaba allí porque debía estar allí, porque aquél era el sitio, la cama, el espacio y el tiempo que me correspondían. Cuando no estaba allí seguía estando, cerraba los ojos y volvía a estar allí. Mi cuerpo, mi parte física, todo lo que en mí haya de irracional e incomprensible, todo lo que no se plantea razones ni futuros, ni compromisos, era suyo, a ella volvía en sueño y en vigilia, en un lugar intangible y supuestamente irreal, en un espacio y un tiempo no encuadrables en coordenadas; en mi cabeza, en lo más profundo de mi persona. Viajaba de mí a mí misma, hacia dentro, y la encontraba. Aquella parte de mí era suya, le pertenecía. Ella era un regalo entregado en un envoltorio de sábanas y mantas, así fue desenvuelta. Yo podía utilizarla o relegarla, aparcarla quizás en un cajón, olvidarla como olvidan los niños sus juguetes, y no por eso dejaba de ser mía, pues fue un regalo concebido especialmente para mí, y como suele suceder con los regalos, no podía devolverla. No en aquel momento.