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Y finalmente, cruzo el pasillo y marco el número. Charo Bonet está reunida, no puede ponerse, me dicen. No importa, replico, volveré a llamar. Y eso hago a lo largo de todo el día: repetir la llamada cada media hora exacta con meticulosa precisión, respetando, eso sí, el intervalo en el que calculo que Charo abandonará la redacción para comer. Cada una de las veces insisto en que la chica que coge el teléfono apunte mi nombre. Y finalmente, a las ocho y media de la noche, cuando casi había abandonado toda esperanza, me pasan con la mismísima Charo Bonet.

– ¡Bea…! No me lo puedo creer, qué sorpresa… -modula perfectamente el tono de su voz, sin permitirse estridencias, y suena exactamente igual a cualquier presentadora de cualquier informativo en la televisión-. Hacía años que no oíamos de ti.

Ojo al plural mayestático.

– Cuatro años, exactamente. Es que he estado cuatro años fuera, estudiando en Inglaterra.

– ¿De verdad? ¿Tanto tiempo? Si anteayer, como quien dice, te pasabas el día en nuestra casa… Y qué interesante suena eso de Inglaterra. Por cierto, ¿qué es lo que has estudiado?

– Me he graduado en literatura inglesa contemporánea.

– Ideal. Esas cosas siempre es mejor estudiarlas en el extranjero, dónde va a parar… Supongo que a estas alturas hablarás perfectamente inglés.

– Me las apaño.

Si ha captado la ironía, finge muy bien no haberlo hecho. El tono de su voz no ha variado un ápice.

– ¿Y tu madre? ¿Qué es de ella?

Mi madre, esa señora a la que usted no aguantaba y a la que ridiculizaba a la menor ocasión.

– Está muy bien, gracias. Los dos están bien.

– Fantástico. Cuánto me alegro. -Dudo de que se alegre lo más mínimo-. Y dime, Bea. ¿Llamas por algún motivo en particular?

Al grano, quiere decir. Es evidente que ya se ha cansado de la incómoda corrección del protocolo.

– Sí. En fin… Llamo para saber algo de Mónica. Me haría ilusión localizarla. Perdimos el contacto con la distancia, ya sabes, y, ahora que he vuelto, me gustaría saber cómo está.

Una pausa helada al otro lado, que se mantiene durante unos segundos que caen como bombas sobre el silencio de la línea.

– ¿Charo? -pregunto al aire.

– Sí, sí… sigo aquí. Perdona… Y dime, Bea… ¿hace cuánto que no sabes de Mónica?

– Mucho, casi desde que me fui. O sea, cuatro años. La escribí alguna vez, pero no me respondió.

– Ya… Comprendo.

Percibo un trasfondo de angustia en su voz. Me temo lo peor. Algo grave le ha pasado a Mónica, me digo.

– Charo… Dime la verdad: ¿Ha pasado algo? ¿Está bien Mónica?

– Escúchame, Bea. ¿Te apetecería pasarte a verme mañana? La verdad es que estoy liadísima, tengo un follón enorme de trabajo, pero te puedo hacer un hueco. ¿Podrías pasarte por aquí a tomar un café? Digamos, a las diez… si te viene bien, claro.

– ¿A las diez? Sí. Sí, por supuesto. Pero no me has contestado. ¿Está bien Mónica?

Un largo suspiro al otro lado de la línea.

– ¿Bien? Te diré… Pues sí, supongo que está bien. Aunque depende de lo que entiendas por bien.

La voz se le ha quebrado en la última frase.

– ¿Qué quieres decir? ¿Le ha pasado algo?

– Mira, lo mejor es que te pases a verme y ya hablamos, ¿vale? Mañana a las diez.

Me persono en la revista a las diez menos cinco. La recepcionista me ruega que espere y entretengo los minutos hojeando algunos ejemplares atrasados de la revista que coordina Charo; así me entero, embotándome la cabeza de intrascendencias de papel couché, de que esta temporada seguirán en la brecha los cortes y las formas asimétricas y el blanco se convertirá en uno de los colores líderes, como contrapunto del negro, el gris y el marrón. Al cabo de un rato se presenta ante mí una jovencita de cabello cortado a lo paje y andares sinuosos, sospechosamente parecida a las chicas que me miran desde las fotos, y me pregunta si he venido a visitar a Charo Bonet. Advierto que la chica me examina de arriba abajo con ojos escrutadores y no consigo decidir si es que le he gustado, si la he sorprendido o si me desaprueba, y eso que, intentando ganarme la confianza de Charo, me he vestido para la ocasión con un conjunto gris básico y sereno que reservo para ocasiones muy especiales, e incluso me he maquillado los ojos para suavizar el efecto estridente de mi pelo rapado al uno, aunque me da la impresión que mis cortísimos cabellos no serán interpretados en este ambiente como una provocación, sino más bien como un detalle modernísimo y ultra-chic. Cuando asiento, la chica me ruega cortésmente que la siga y me conduce hasta el despacho de Charo, en el que hago una entrada más deslucida de lo que habría deseado, con pasos cortos y tímidos.

Charo emerge de detrás de su mesa para ir a cerrar la puerta y yo me siento en una silla giratoria. Ella viste un traje sastre color chocolate de corte muy masculino cuya austeridad endulza una corbata rosa pálido anudada, para mayor informalidad, sobre un cuello abierto. Avanza hasta colocarse frente a mí, se sienta en su sillón giratorio, tapizado de azul, y me pregunta si quiero tomar algo, un café quizás. Asiento. Nos separa una mesa atiborrada de papeles. Charo descuelga el teléfono y pide que nos traigan dos cafés.

No ha cambiado mucho. Sigue llevando el pelo corto, pero ahora se peina de otra manera. Ha adoptado un look artísticamente desordenado, estilo golfillo, como si le hubieran cortado los cabellos con tijeras de pescado, que creo que ha puesto de moda una actriz norteamericana.

Charo no se distrae en divagaciones de cortesía y va directamente al grano.

– Bea, corazón, me vas a perdonar la impertinencia, y me vas a decir que me meto en tu vida… Pero dime: ¿Es cierto que no has visto a Mónica en cuatro años?

– Pues… creo que ya te lo dije por teléfono. No, no la he visto, porque he estado todo este tiempo fuera de España.

Agarra una cajetilla de cigarrillos desnicotinizados y me la tiende. Rehúso con la cabeza. Ella enciende un cigarrillo con un Dupont de oro y manos ligeramente temblorosas. Por supuesto, está impecablemente maquillada y su rostro mantiene un aire intemporal de replicante transgénico. No exhibe una sola arruga, pero en su piel tirante tampoco queda rastro de la tersura o la lozanía de esa juventud que le gustaría aparentar.

– Es que… Qué curioso, fíjate… ¿no resulta raro que no hayas vuelto a Madrid ni una sola vez en cuatro años, por vacaciones, o por Navidad, o a ver a tus padres…?

– Bueno… Mis padres han viajado a Londres alguna vez y les he visto allí, además de que no nos llevábamos muy bien, como sabes. Sí, supongo que resulta raro, ahora que lo dices, pero el caso es que estando allí no me planteé nunca volver. La universidad allí es muy dura, ya sabes… Exige mucha dedicación -miento- y, bueno, supongo que me he recluido mucho.

Pero me atrevería a afirmar que, si este rostro reconstruido es capaz de transmitir emociones todavía, puedo advertir un ligero aire melancólico, casi imperceptible, que no tenía hace cuatro años, y una preocupación delatada por unas minúsculas arruguitas que se le disparan en las comisuras de los labios cuando habla, y que la cirugía no ha conseguido eliminar.