– O sea… Eso quiere decir, si yo no me equivoco -dice ella-, que no has sabido nada, lo que se dice nada de nada de Mónica en todo este tiempo.
– No -confirmo, exasperada.
– ¿Y a qué viene -si se puede preguntar, claro- este interés por encontrarla ahora?
– Pues no creo que sea tan extraño, Charo. Fuimos amigas desde el colegio, tú lo sabes. Lo que sí resulta un poco raro es todo el misterio que estás organizando en torno a Mónica.
Charo tamborilea nerviosamente con los dedos sobre la mesa. Las uñas están impecablemente limadas y esmaltadas de un color coral, a juego con los labios.
– Sí, mujer, comprendo que te resulte extraño. Pero tienes que entender que soy la madre de Mónica y que me preocupo por ella. Está atravesando momentos muy difíciles, ¿sabes?, y debemos ser ex-tre-ma-da-men-te cuidadosos a la hora de vigilar las compañías con las que se relaciona.
Me ha venido a decir, en dos palabras, que no me considera compañía recomendable. La ansiedad me lleva a pasar por alto la insolencia. Me muerdo la lengua y procuro no replicar en el mismo tono para no dar pie a una batalla verbal.
– ¿Qué le ha pasado? -pregunto, aunque lo imagino perfectamente, y sé con qué tiene que ver.
Charo apoya los codos sobre la mesa y reclina la cabeza entre las manos como una estatua orante; luego se frota las sienes en un gesto de infinito cansancio.
– No sé ni por dónde empezar, Bea… Tú no sabes el calvario que me ha tocado aguantar estos dos años. Lo lees constantemente en los periódicos, pero nunca se te ocurre que te pueda pasar a ti…
Su tono de voz se ha hecho mucho más pausado, y habla con una voz terrosa que se desliza entre susurros, como si le costase un esfuerzo épico articular cada palabra. Poco a poco va devanando un discurso de monótona musicalidad, y las palabras van cayendo como fardos sobre su mesa. Todo el discurso es perfectamente predecible.
– Todo iba tan bien… Estaba estudiando físicas, ya te acuerdas de aquello que solía decir de que quería ser astrónoma… y parecía tomarse bastante en serio la carrera… y además salía con un chico monísimo y encantador…
– Javier -adivino.
– Ese mismo, Javier -confirma-. Un encanto de niño. Hacían una pareja ideal y supongo que había un montón de señales que no supe identificar, no sé… que adelgazó muchísimo de repente, que siempre parecía ir corta de dinero, a pesar de que yo le pasaba bastante y de que yendo con Javier no podía tener muchos gastos… Y luego empezaron a faltar cosas en casa, pequeños objetos de valor, ceniceros de plata, joyas, qué sé yo… fruslerías. Y de repente, de la noche a la mañana, la cosa se precipitó. Una madrugada, me despierta el teléfono y me pega un susto de muerte. Pensé que se trataría de uno de esos chalados que llaman para que escuches cómo se masturban, porque desde que salgo en televisión, hija, tengo dos o tres perturbados pesadísimos a los que les ha dado por enviarme cartas obscenas a la redacción…
– Vaya, lo siento… No sabía lo de la tele…
– Pero no, no se trataba de eso, sino de algo muchísimo peor. Me llamaban para decirme que la niña estaba ingresada en el Primero de Octubre. Una sobredosis. Y me entero, así, de golpe, de que es heroinómana. Y luego, los dos últimos años, todo lo que puedas imaginar: roba, miente, desaparece meses enteros… En casa ha organizado numeritos de todo tipo. Un horror, hija, qué te voy a contar… Una vez, en una crisis histérica, amenazó con un cuchillo a Manuel…
Vuelve a dar una calada nerviosa a su cigarrillo. El humo enturbia el aire tenue. Debía haber imaginado desde ayer lo que Charo iba a contarme, y reparo en que los cafés ya se habrán enfriado sin que los hayamos probado siquiera. Cómo fui tan idiota… Creer que lo inevitable no acabaría por suceder. Por muy Mónica que fuera no contaba con un Ángel de la Guarda especialmente encomendado para su custodia.
– Fatal… Imagínate la situación, y para colmo con dos niños pequeños en casa… Ahora está ingresada en una clínica de desintoxicación. Puede recibir visitas, y, entre tú y yo, creo que le vendría bien. Los doctores insisten mucho en que debe cortar con su antiguo ambiente. Qué quieres que te diga, Bea, al principio albergaba ciertos recelos cuando llamaste, si te digo la verdad. Pero está claro que tú has permanecido al margen de todo este asunto. No sé… quizá a Mónica le convenga verte. Sé que se siente muy sola. Pero, tú ya me entiendes, necesitaba hablar contigo antes de decidirme a contarte todo esto para comprobar…
– Que, efectivamente, yo estoy al margen del asunto -remato-. Que no estoy enganchada como ella. No, no lo estoy.
– Eso mismo. No creas, ya podía suponer que no tenías nada que ver con el tema porque sé que no os habéis visto en todo este tiempo. Tú dejaste de llamar, ella ni te mencionaba, ya sabes… Si te soy sincera, me sorprendió mucho saber de ti, así, tan de pronto.
– Lo entiendo. Si me dices dónde está ingresada, quizá pueda ir a verla.
– Sí, claro, mujer. -Garrapatea sobre un papel una dirección, luego lo dobla cuidadosamente y me lo pasa-. Debes llamarles antes. Hay que concertar las visitas.
– Gracias.
– Ahora, me vas a perdonar, no me queda más remedio que pedirte que te marches. Hoy tenemos muchas cosas que hacer. Me encanta haberte visto, de verdad.
Nos levantamos a la vez. Ella me tiende la mano que yo estrecho en un gesto típicamente sajón. A ninguna de las dos nos gustan las muestras de afecto y no seríamos tan hipócritas como para besarnos.
– Por cierto, que no te he dicho lo guapa que estás. Te queda ideal el pelo corto. Y oye, cielo, por favor, que si vas a verla, que me llames. Me tendrás informada… ¿verdad que sí?
Tiene la consideración de dedicarme -por primera vez en nuestra entrevista- una de sus inmensas sonrisas equinas, blanqueada por obra y gracia del láser.
– Descuida. Lo haré. Muchas gracias, Charo.
Ese papel que acababa de pasarme es el documento que certifica una tregua. Durante muchos años no nos soportábamos la una a la otra. Para ella yo era la amiga medio loca de su no menos loca hija. Para mí, ella era la insoportable madre de mi mejor amiga. Pero ahora yo he crecido y advierto que ella ya no puede tratarme como a una niña; y, en cuanto a mí, es la primera vez que he intuido un fondo humano bajo su máscara de silicona y maquillaje caro. No he visto a Mónica desde hace cuatro años. Desde aquella semana que lo desencadenó todo. En el recuerdo, cada minuto de esos diez días permanece grabado al fuego. Diez días que revivo con la intensidad de las pesadillas.
3. EN EL LUGAR DEL MIEDO
Allí donde comienza el deseo, en el lugar del miedo, donde nada tiene nombre y nada es, sino parece.
Cristina Peri Rossi. Desastres íntimos
Cualquiera que la hubiese visto entrar en el portal aquella mañana, con su trajecito rosa chicle y las gafas de montura de concha, apretando contra el pecho, con un brazo, su carpeta forrada de fotos de bebés, la bolsa de la compra colgada del otro, habría pensado: ahí va una buena chica. Habría imaginado que era virgen, o quizá que había hecho el amor alguna vez, con su novio, novio formal, eso sí, con ese novio con el que debía de llevar más de un año saliendo y que le habría regalado un anillo y le habría enviado una tarjeta por San Valentín. Habría juzgado verosímil la hipótesis de que una tarde en que sus padres se fueron al chalet de la sierra ella perdió su virginidad en su propio dormitorio, todo hecho con mucho amor y mucho mimo, sin perversiones ni posturas raras, acariciándose y besándose mucho, tanto antes como después.
Y eso pensarían los dos vecinos que la vieron entrar y que la saludaron como hacían todos los días, cuando ellos salían a pasear a la caniche y ella volvía de la academia. Todas las mañanas, a la misma hora, se intercambiaban los buenos días de rigor con la mejor de sus sonrisas. Las de ellos eran postizas, perfecta la de ella: sonrisa adolescente formada por una hilera simétrica de blanquísimos dientes que revelaban una cobertura médico-dental de seguro privado y una educación de colegio de pago, donde le habían enseñado a cepillarse los dientes tres veces al día, durante cinco minutos y después de cada comida. La vecina preguntaría por sus padres y hermanos. Hacía tiempo que no los veía: ¿Estaban en Madrid? Y ella explicaría, como venía explicando desde el principio del verano a todos los vecinos que preguntaban, que estaban en Mallorca, de vacaciones, pero que ella se había tenido que quedar en Madrid a preparar los exámenes de septiembre, porque había suspendido dos asignaturas y en Mallorca se pasaría el día en la playa o en el barco, seguro, y no estudiaría nada.