– Pobrecita… -la compadecería la vecina-, ¡qué mal lo debes de pasar aquí sola! ¡…y con este calor!
– A todo se acostumbra una -contestaría ella, sonriente como siempre.
Y cuando hubiera desaparecido dentro del ascensor la señora le diría en voz baja a su marido: -Qué chica tan maja, ¿verdad? Ya quedan pocas así.
Y desaparecería por la avenida colgada del brazo de su marido, con su caniche, su traje de chaqueta, sus cadenas de oro y sus varices.
Porque eso era exactamente lo que pensaban todos sus vecinos: que era una chica maja. Y guapa, además. Y no se lo tenía nada creído, no. Mónica Ruiz Bonet era una chica taaan responsable… Mónica Ruiz Bonet acompañaba por la mañana a sus hermanitos al colegio. Mónica, siempre sonriente, tan natural, tan agradable; Mónica Ruiz Bonet no se olvidaba nunca de saludar cuando se la encontraban en la escalera o en el portal. No como otros y otras, como la niña del cuarto, por ejemplo, que se limitaba a soltar un gruñido, y, a veces, ni eso.
A ninguno de sus vecinos les resultaba raro que las cortinas de su casa estuviesen permanentemente corridas; seguro que es por el calor, para mantener la casa fresquita. Aunque si se hubiese tratado de cualquier otra -de la niña del cuarto, por ejemplo, que ahora, gracias a Dios, estaba de vacaciones-, se hubiesen desatado todo tipo de especulaciones. Pero ninguno albergaba la menor duda de lo que había dentro de la casa. Un salón impoluto, monísimo puesto, porque ya sabes que la madre tiene muchísimo gusto, y la niña, te diré, a poco que haya salido a la madre, seguro que lo tiene hecho una patena. Estuvimos allí en la última reunión de vecinos, y claro está que no vimos toda la casa, que tampoco era cuestión de meternos en las habitaciones, pero la cocina, los baños y el salón, estaban ideales, lo que yo te diga. En fin, no tienes más que ver cómo va puesta la madre, y cómo lleva a los niños, que van como para comérselos, de monos que los viste…
Pero el salón no estaba, aquellos días, hecho ninguna patena. Había revistas y cómics desperdigados por todas partes: El Víbora, el Rock de Lux, el Espiral, el Hustler, el Fantastic, el 2.000 Maníacos, el Ruta 66… todas las revistas que el Coco devoraba mientras ella no estaba en casa. Cajas de Telepizza, con restos adheridos de pasta reseca y de queso de plástico, sobre la mesa de Ricardo Chiara. Calzoncillos y bragas y unos vaqueros raídos tirados encima del kilim armenio. Varias camisetas colgando del brazo del sillón Roche Bobois. Latas de cerveza y de Coca-cola vacías, envoltorios de celofán con desperdicios de Foskitos, trozos de papel Albal que habían servido en su momento para hacerse chinos, bolsas de plástico del Sevenileven, todo tirado según hubiera caído.
– Joder, qué asco. Esto está hecho unos zorros -decía ella veinte veces al día-. Huele y todo.
– Pues abre las ventanas y ventílalo. Tú misma -le respondía el Coco desde el sillón-. Pero claro, con ese empeño que tienes de vivir como si esto fuera una mazmorra, no podemos ni abrir las ventanas.
Mientras Coco hablaba iba asesinando gusanitos siderales a ritmo de veinte o treinta por minuto. A Coco le bastaba con apretar un botón en el mando a distancia del CDI para que las naves alienígenas se desintegraran envueltas en una nube violeta, mientras una voz metálica repetía una y otra vez, sin excesivo entusiasmo, Fire, Fire, Fire, para hacerle saber la cantidad de gusanitos que se iba apuntando.
– Y tú -solía decir ella- a ver cuándo dejas de jugar con la puta maquinita, que pareces un crío de cinco años, todo el día rayao con los marcianitos.
– Mira tía, este cacharro es una pasada. Tus hermanos no saben la suerte que tienen, con tus viejos gastándose la pasta en juguetitos de éstos. -Coco hablaba sin dejar de mirar a la pantalla del televisor-. A mí, mi vieja, cuando era nano, no me compró ni un puto juego de agua. Además, que los marcianitos estos me relajan. Y como no he conseguido dormirme… no sé, tía, debe de ser por el pasón de coca que nos dimos ayer.
Y entonces a ella le daba uno de esos arranques de hiperactividad doméstica que le entraban de cuando en cuando, y que probablemente tenían que ver con las rayas de coca que se metía para poder ir despejada a la academia después de una noche de marcha, y se ponía a recoger frenética los envoltorios de Foskitos, los cartones de Telepizza, las latas vacías y los papeles de los chinos, y a meterlos en una bolsa del Sevenileven.
Una mañana exacta a tantas otras mañanas en la que ella estaría recogiendo la casa, como tantas otras mañanas, y él exterminando gusanitos cósmicos, para variar, el timbre de la puerta empezó a sonar insistentemente.
– ¿Pero quién coño llama de esa manera? -imagino que vociferó ella. Era lo que decía, invariablemente, cuando yo llamaba. Casi siete años de amistad no habían servido para acostumbrarle a mi manera de aporrear los timbres.
En un salto se plantaría sobre la moqueta, se pondría encima una de las camisetas y saldría disparada a abrir. Vivía en un estado permanente de alerta, y cualquier llamada inesperada la ponía fuera de sí.
Noté cómo descorría la mirilla y agité la mano a modo de saludo.
– No te preocupes, es Bea -escuché que le gritaba a Coco.
– ¿Qué hace aquí a estas horas y organizando semejante escándalo? -le contestó él desde el sillón.
Ella abrió la puerta y entré yo, temblorosa y hecha un trapo. Me abracé a Mónica entre sollozos que acabaron desembocando en una serie entrecortada de hipidos convulsivos. Mónica me besó las sienes y se dedicó a acariciarme el pelo, con la indolencia cansina que revelaba que ya estaba acostumbrada a ese tipo de escenitas, hasta que los hipidos se fueron espaciando y al cabo de unos minutos yo apenas sí emitía un gemidito débil y casi inaudible. Entonces me rodeó el hombro con un brazo, y me llevó hacia el sillón; y, ya sentada, fue cuando yo fingí reparar por primera vez en la presencia de Coco en la casa.
– ¿Y éste qué hace aquí? -pregunté con un hilillo de voz.
– «Éste» se llama Coco, te recuerdo -dijo él.
– Ya ves -intervino la otra-, una transacción como otra cualquiera. Yo le doy cobijo y él me da drogas.
– Mónica, hija, cada vez que vengo a esta casa me encuentro un tío apoltronado en el sillón, y cada vez se trata de un tío diferente -dije con toda mi mala leche.
A Coco no le quedó muy claro si aquello era o no una bromita privada. Mónica le hizo un gesto con la cabeza, señalando hacia el pasillo, para hacerle saber que prefería que nos dejara solas, y acto seguido Coco se levantó del sillón con desgana y abandonó el salón.
No hacía falta que le explicara nada. Mónica llevaba años presenciando mis ataques, desde aquella primera vez en que me encontró en el cuarto de baño del colegio, intentando cortarme las venas con una cuchilla de afeitar, sin emitir ningún sonido ni mover un solo músculo de la cara, pero con las lágrimas resbalando cuesta abajo por mis pómulos. Las gotas de sangre que caían habían formado una mancha roja que destacaba sobre los azulejos blancos. Yo no sabía entonces (y lo escribo como advertencia para aquellos que se estén planteando la idea del suicidio) que la única manera efectiva de cortarse las venas consiste en practicar un corte vertical y profundo en la muñeca; así que yo, como una idiota, me había hecho un haz de rasguños horizontales que me dejarían una cicatriz prácticamente invisible. Un espectáculo aparatoso, eso sí, pero inútil. Todas las demás niñas estaban en el patio dando clases de gimnasia, y lo normal hubiera sido salir corriendo a avisar a la profesora, llevarme al botiquín para evitar que la herida se infectase, preguntarme que a santo de qué se me había ocurrido una barbaridad semejante. Pero, en lugar de eso, se quedó allí plantada, de pie, en medio de aquel cuarto de baño enorme que olía a desinfectante, quizá hechizada por lo impresionante del espectáculo, o tal vez intimidada por lo que ella consideraba valentía. Debimos de permanecer así, inmóviles las dos, durante varios minutos, hasta que Mónica sugirió tímidamente que lo mejor que podíamos hacer era limpiar la sangre y marcharnos de allí.