– Es que no puedo soportarla más, te lo juro -estaba diciendo yo, sentada en el sofá Roche Bobois y con la cabeza reclinada sobre el hombro de Mónica. Ya había dejado de hipar y me sentía un poco más calmada-. Esa mujer va a acabar con mi salud mental. Desde que se acabaron las clases le molesta el mero hecho de tenerme por casa. Lleva tres días gritando a todas horas, quejándose por todo. Porque no me levanto pronto, porque no ayudo en casa, porque me voy a la piscina… Y esta mañana se ha puesto a berrear porque no le gustaba cómo había hecho la cama, que si había dejado arruguitas, que si nosequé, y de pronto se me ha subido la sangre a la cabeza y la he montado. He empezado a estampar cosas contra la pared, todo lo que he pillado en el salón. Ya sabes cómo soy: aguanto tres días o así, pero al tercero me ciego y entonces la monto, pero la monto de verdad. Me quiero morir, en serio. Ni aguanto esta vida, ni la aguanto a ella, ni me aguanto a mí misma.
Por supuesto que ella sabía cómo era yo. Todo el mundo en el colegio me consideraba un poco rarita. Muy mona, eso sí, opinaban las madres, pero no el tipo de chica que una preferiría para amiga íntima de su hija, no sé si me entiendes. Por lo visto anda de psicólogos y todo. Pero a Mónica le hacía gracia, precisamente, mi determinación heroica de luchar contra viento y marea a fuerza de cólera y arrebatos, esa sorprendente capacidad que tenía la dulce y tímida Bea de convertirse en la gorgona más temible cuando nadie lo esperaba, el caudal contenido de rabia que llevaba dentro de mí, capaz de provocar todo tipo de inundaciones cuando se desbordaba. Durante años la familia de Mónica, y la propia Mónica, habían actuado de árbitros para dirimir los inacabables conflictos en mi casa. Y es que la madre de Bea, todo hay que reconocerlo, decía la madre de Mónica, es para darle de comer aparte. No es de extrañar que con semejante madre la niña haya salido como ha salido. Bastante bien está. Cuando mi madre llamaba a Charo todos en casa de Mónica se ponían a temblar. Mi madre era capaz de tirarse horas, literalmente, horas, colgada del auricular, rebosante de autocompasión y aburrimiento. Lo que esa señora necesita de verdad, decía Charo, es algo que hacer. Si en vez de pasarse el día en casa mano sobre mano se ocupase en algo productivo, estoy segura de que sería el fin de todos sus problemas.
– No te preocupes -me dijo Mónica secándome las lágrimas-. Lo que tu madre necesita, de verdad, es un buen polvo. Me juego cualquier cosa a que no ha echado uno desde que te concibió.
– Desde luego, si es por mi padre, no creo. Y no veo a mi madre capaz de ir a hacérselo con otro.
– Así está de grillada. Anda, no le des más vueltas. Lo mejor que puedes hacer, de momento, es quedarte aquí. Mañana ya llamaremos a tu madre y veremos qué hacemos. Y ahora, por favor, anima esa cara de una puta vez. Yo voy a recoger un poco esta pocilga.
Se me ocurrió que debía levantarme del sillón y ayudar a Mónica a recoger la casa, pero me quedé allí, clavada sobre el sillón de Roche Bobois, sintiéndome cada segundo un poco más pequeña.
La Iguana debió de abrirse a principios de los ochenta y daba toda la impresión de que nadie había movido un cenicero de su sitio desde entonces. Pósters descoloridos, de cuando Iggy Pop, Bowie y los Stones todavía tenían un pasar, colgaban de las paredes. Los cojines de los taburetes estaban desgarrados en su mayoría, y se podía ver la espuma del relleno, negra de puro sucia. No podía decirse que La Iguana fuese el bar más cool del barrio, pero contaba con su grupo de parroquianos asiduos. Era el típico bar en el que la peña quedaba para reunirse a principio de la noche, y tomarse unas cuantas birritas con tranquilidad, sin el agobio de gente y la saturación de decibelios que habría, de cajón, en los bares que estaban más de moda; y para, de paso, pillar el par de gramitos necesario para enfrentarse a la marcha que vendría después. Normalmente sobre las dos apenas quedaban cuatro gatos en La Iguana, justo a la hora en que los otros bares se llenaban de gente y la entrada empezaba a ponerse difícil.
Aquella noche, a las dos y media, quedaban exactamente cuatro gatos: Mónica, Coco, Pepe (el camarero) y yo. Entre los cuatro no sumábamos cien años.
– Joder, esto está más muerto que una iglesia. Si queréis os invito a la última y luego chapo -propuso Pepe con toda la naturalidad con la que un camarero se dirige a sus habituales.
– Vale, nos pones tres cervezas -dijo Coco-. ¿A vosotras os parece bien?
– Nos parece bien -respondió Mónica con la boca llena de Conguitos de chocolate, e inmediatamente volvió a la conversación que mantenía conmigo-. Es muy importante -me estaba explicando- que los vecinos no se den cuenta de que estás en casa, porque a mi vieja, si se entera de que voy por ahí asilando a la peña, le da un soponcio. Ya sabes lo pija que es, y ya sabes lo cotillas que son los vecinos. O sea, que mientras estés en casa, las cortinas echadas a todas horas. Y no entras ni sales hasta después de las nueve, que es cuando se marcha el portero. Además, a esas horas, los vecinos están en casa cenando y viendo el telediario y no controlan quién entra y quién sale.
– ¿Y tú llevas bien esa vida de murciélago? -le pregunté a Coco con mi voz más dulce. Me sentía mucho más relajada que por la mañana. Alguien que no me conociera habría sido incapaz de imaginar que esa jovencita de aspecto candido había estampado contra la pared la porcelana de su madre apenas quince horas antes.
– Hombre, salgo cuando es imprescindible -respondió Coco-. Pero la verdad es que no me entero mucho, porque salimos casi todas las noches. Así que me paso la mayor parte del día durmiendo y para cuando he saltado de la cama, he comido algo y me he puesto las pilas, ya son las nueve…
Su novia (por llamarla de alguna manera) le interrumpió: -Últimamente, por unas cosas y otras, estamos llegando a casa a las seis o siete de la mañana. Mira, yo llego, me pego una ducha y salgo disparada para la academia. Luego paso por el súper y compro algo de comer. Y según llego a casa, como y me pongo a dormir inmediatamente hasta la noche. Ya me he cambiado el horario, así que lo llevo muy bien. Lo único es que no me da el sol. Nos estamos quedando transparentes de puro blancos. Qué más da… De todas formas, estar moreno es una horterada.
– A mí, lo que me parece genial es que te dejen la casa. Mi madre se muere antes que dejarme sola en la mía. No se fía nada de mí. Si se va ella, me voy yo. Y si me quedo yo, ella se queda…
Q.E.D. -Suspiré al acabar la frase y un rizo rebelde salió disparado hasta la punta de la nariz.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Coco.
– Q.E.D. Quod Erat Demonstrandum, Una broma privada nuestra -le explicó Mónica -Vosotras tenéis demasiadas bromitas privadas.