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Coco, con la chaqueta todavía puesta, se sentó al lado de Mónica. Ella le pasó el porro.

– Ten mucho cuidado con la ceniza. Si mi vieja encuentra una quemadura en la colcha, me mata -dijo ella, de malhumor-. Hablando de viejas, ¿no va siendo hora de que vuelvas con la tuya? -Ahora se estaba dirigiendo a mí-. No puedes quedarte aquí eternamente. Sobre todo, no me apetece tener a tu vieja llamando a esta casa día sí, día no.

– Tú no vas a llamar a nadie, nena, y tu amiga se va a quedar aquí. De hecho, nos va a venir muy bien que se quede -dijo Coco.

– Pero tú qué dices… -Mónica le miraba con la boca abierta, sin acabar de creerse que un mindundi como aquél, que al fin y al cabo estaba en su casa de prestado, fuera capaz de llevarle la contraria.

– Me parece que tu amiga es la persona ideal para hacernos de mensajera. Me encanta el aspecto que tiene. A su lado, la misma Virgen del Rocío tiene pinta de traficante.

Coco le devolvió el porro a Mónica, que le miraba entre sorprendida y enfadada.

– Si crees que vas a meter a la pobre Bea en tus trapicheos, vas dado -respondió ella.

Le dio una calada al porro y volvió a pasárselo a él.

– Joder, te estoy hablando de llevar un paquetito, y punto. No estoy diciendo que le vaya a obligar a atracar una farmacia. -Pegó una larga calada, le pasó el porro a ella y prosiguió-: Además, ella no se va a meter en ningún lío, ya verás. No es lo mismo que si fuera yo, que ya me tienen muy visto, y que no pinto nada en según qué barrios.

– Pues entonces lo llevo yo, o quedas para hacer la entrega en cualquier otra parte. -Mónica volvió a llevarse el porro a los labios y se lo pasó a Coco acto seguido.

– A ti te han visto conmigo, y uno de los puntos que tengo acordados es que la entrega se realiza a domicilio. Así que no hay más que hablar.

Coco apagó el porro en el cenicero de plata que había en la mesilla de noche, y, acto seguido, ya con las manos libres, se tumbó de lado contra Mónica y empezó a acariciarle los senos pequeños y redondos, un par de flanes coronados con sendas guindas. Apretó la entrepierna contra el muslo de Mónica, le rozó ligeramente el borde del labio superior con el dedo índice, y notó cómo la boca de ella se entreabría. Los tres supimos que había llegado el momento de dejar la discusión para más tarde. Yo me levanté de la cama y me dirigí a la puerta, consciente de que a partir de aquel momento empezaba a sobrar.

– No sé si os dais cuenta de que yo también tendría que opinar algo en una discusión que, al fin y al cabo, versa sobre mi persona -dije antes de marcharme, apoyándome en el quicio de la puerta.

– Anda, déjanos solos, por favor -dijo Mónica. Cerré de un portazo.

Avanzaba por el pasillo de la casa de Mónica. Al final encontré una puerta que no recordaba haber visto allí antes. Abrí la puerta y descubrí que daba a otro corredor, más largo y oscuro que el que conocía. Seguí adelante y descubrí una segunda puerta. La abrí y me encontré con una habitación de paredes blancas, vacía, oscura. En una de las paredes había varias ventanas cerradas por persianas dobles de madera blanca. Las fui abriendo una a una y la luz entró en la habitación, haciendo que las paredes resplandecieran. Me senté en el centro de la habitación y me sentí feliz. De pronto vi cómo la puerta de la habitación se cerraba sola, lentamente, como manejada por una mano invisible. No intenté levantarme para abrirla porque sabía que no podría. Que el cerrojo estaba echado por fuera. Que había quedado atrapada en la habitación desnuda.

Abrí los ojos e intenté recordar dónde estaba. Me costó algunos segundos caer en la cuenta de que me había quedado dormida en el sillón del salón. Cuando uno se despierta, lo primero que necesita es situarse en el espacio y en el tiempo, así que, instintivamente, busqué con la mirada el reloj de péndulo en forma de torre (comprado en un anticuario en la Puerta de Toledo: una ganga) y comprobé la hora: las nueve y diez. En cualquier momento, Coco, o Mónica, o ambos, aparecerían por la puerta que daba al pasillo, el mismo que aparecía en mi sueño. Me bastaba con concentrarme, fijar la mirada y esperar. Clavé los ojos en la puerta y no los desvié en ningún momento, ni siquiera para mirar el reloj, de forma que no sabía cuánto tiempo había pasado cuando finalmente la puerta se abrió y apareció Mónica, despeinada, legañosa y todavía medio adormilada.

Al abrir, Mónica se dio de narices con mi mirada. Puso cara de haberse llevado un susto de muerte a pesar de que, al cabo de tantos años, estuviera más que acostumbrada a lo que ella consideraba rarezas mías.

Avanzó hacia el sillón con pasos de autómata, se sentó a mi lado, agarró el mando a distancia y lo enchufó hacia el televisor pantalla de 46 pulgadas con retroproyector, estéreo, tecnología japonesa, lo mejor del mercado.

– Soma, necesito soma -murmuró Mónica para sí.

Mónica apretaba el botón «programa» del mando de manera mecánica, y fue repasando uno por uno los cuarenta y tantos canales que la antena parabólica permitía recibir. Una Barbie de culebrón que abrazaba apasionada al Ken de turno apoyada sobre la mesa de juntas de una oficina; un chaval pelirrojo con orejas de soplillo que intentaba adivinar el precio exacto de una nevera; una presentadora jurásica -tailleur de falso Chanel, acumulación de bisutería y liftings- que ofrecía un café en el estudio a una estarlete que se llevaba a los ojos la punta del pañuelo para secarse una supuesta lágrima; unos chiquillos negros, huesudos y barrigones, que acababan de llegar a un campo de refugiados; unas gigantas de curvas esculturales que desfilaban por una pasarela dirigiendo miradas de profundo desprecio al público que las aplaudía embobado; un locutor que se enfrentaba con la cámara desde su mesa de la redacción de informativos, con expresión de que el nudo de la corbata le estuviese ahogando; un coche rojo enorme que se deslizaba silencioso por una carretera desierta y llena de curvas; un megamonstruo japonés que lanzaba un proyectil de fuego contra otro megamonstruo japonés sobre las ruinas de una ciudad de dibujos animados; una manija llorosa que imploraba a su marido que volviera; una rubia despampanante que cantaba en playback; un alienígena vestido en skyjama que tripulaba los mandos de una nave espacial; un combate de boxeo; otro informativo; otro culebrón; otro reality show; otra telecomedia; otro anuncio de coches; la misma actriz que aparecía varias veces hablando inglés, francés o alemán; el mismo concurso que conocía versiones diferentes en diferentes países.

Al final, Mónica se decidió por la MTV. En la pantalla, niños británicos deprimidos que reclamaban a gritos un buen peluquero berreaban canciones de desamor y nostalgia mientras masturbaban con desgana sus guitarras. Mónica dejó descansar el mando sobre la mesa de Ricardo Chiara y me sonrió.

– El mundo es enorme -dijo-; mira todas las cosas que caben en él. Y sin embargo la Tierra, dentro del Universo, no significa nada. Un puntito microscópico absorbido por una inmensidad de miles de años luz. Comparada con la edad del Universo, la Tierra no tiene siquiera un nanosegundo de existencia, y no parece que vaya a durar otro nanosegundo más…

Coco entraba en ese momento en el salón, con expresión plácida. Se sentó en el sillón al lado de nosotras dos.

– Hostia tú, Primal Scream -dijo, señalando a la macropantalla, e interrumpiendo el discurso de Mónica.

– ¿Pero todavía existen?

– Joder, cómo mola esta tele -exclamó él, ignorando la pregunta de Mónica-. Parece que estemos en el cine. Tía, si esta casa fuera mía, en la puta vida salía a la calle.

– Pues no es tuya, ni mía tampoco, por cierto, que es de la Charo. Y cuando vuelva la Charo te vas a tener que largar por donde has venido, así que no te acostumbres -dijo Mónica.

Durante un rato nadie dijo nada más. La música se extendía por el salón e iba borrando nuestros pensamientos. Poco a poco yo había ido adquiriendo una postura tensa, sentada en el borde mismo del sillón, la espalda en un ángulo perfectamente recto con respecto a mis piernas y las manos reposando sobre las rodillas. Coco dirigió una mirada a Mónica como buscando su aprobación. Acto seguido sacó una caja de cigarrillos del bolsillo de sus vaqueros, encendió uno y se dispuso a romper el silencio.