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– Bea, Mónica y yo necesitamos que nos hagas un favor.

– ¿Qué tipo de favor? -pregunté, suspicaz.

– Nada del otro mundo. Queremos que lleves un paquete a un sitio; eso es todo -dijo Mónica.

– ¿Y por qué no lo lleváis vosotros?

– Porque hay que llevarlo a La Moraleja. ¿Tú te imaginas a Coco en la Moraleja? -me respondió Mónica.

– No, pero a ti te imagino perfectamente -dije. Aquí intervino Coco con aire enfadado.

– ¿Se puede saber por qué no me ves en La Moraleja?

– Mira, si no quieres ir, dices que no y punto -prosiguió Mónica, totalmente ajena a la interrupción de Coco, con lo cual daba a entender que era tan evidente que Coco desentonaba en La Moraleja que ni siquiera merecía la pena discutirlo-, pero quede claro que nos hace falta que vayas. Estamos sin un puto duro. Situación de emergencia.

– No sé… Paso de meterme en trapicheos raros -argüí, vacilante.

En el fondo no me parecía nada arriesgado llevar un paquete a ninguna parte. Barruntaba que iba a llevarle drogas a cualquier pijo de La Moraleja lo suficientemente forrado como para poderse permitir entregas a domicilio. Estaba segura de que no se trataba de un asunto muy serio. Que Coco trapicheaba, era evidente, como también era evidente que no era más que un camello de medio pelo. Además, iba a La Moraleja. En La Moraleja no hay policías; sólo guardias de seguridad entrenados para proteger propiedades, no para inmiscuirse en la vida privada de sus habitantes.

– Bea, corazón, me conoces desde hace diez años. ¿Tú crees que yo te diría que hicieses algo si fuese mínimamente peligroso? Te prometo que no corres el menor riesgo. Venga, Betty, por favor. -Mónica puso voz melosa-. Hazlo por mí.

– Está bien. -Qué coño, tampoco me estaba pidiendo que me tirase por un precipicio-. Pero que quede claro que lo hago esta vez y sólo esta vez. Y otra cosa: no sé qué voy a entregar y no quiero saberlo. ¿Me oyes? Prefiero no saberlo.

Llegar hasta La Moraleja resultaba toda una excursión. Había que ir primero a Plaza de Castilla en metro y desde allí coger un autobús que se tiraba su buena media hora para salir de la ciudad. Conté cinco paradas desde la plaza de Castilla antes de bajar. Al abandonar aquel vehículo con aire acondicionado, el calor me golpeó en la cara como un insulto. Las calles calientes reverberaban al sol y el polvo seco sofocaba la garganta. Afortunadamente, Coco me había dado unas instrucciones detalladísimas sobre cómo llegar a Los Tilos -el nombre del chalet que debía visitar-, y conseguí encontrarlo justo cuando me parecía que estaba a punto de desmayarme. El nombre Los Tilos estaba escrito con azulejos de cerámica sobre una valla de más de dos metros de altura que impedía ver el interior de la propiedad. Llamé al timbre y el piloto de una cámara se encendió. Quienquiera que me observara decidió que podía entrar, porque a los pocos segundos se oyó un clic que indicaba que la cerradura de la puerta metálica había sido desactivada.

Los muros de ladrillo blanco que protegían la casa estaban revestidos en su cara interna con celosías de madera. A la sombra de un gran cedro resaltaba el color de un banco de petunias y alhelíes; mientras que al fondo, y formando líneas rectas, setos de boj crecían entre los grandes árboles. Reparé en que allí había cedros y encinas, pero ni un solo tilo, y me pregunté a santo de qué vendría el nombre; quizá, se me ocurrió, los habitantes de la casa no supieran qué era un tilo. Atravesé un sendero de azulejos que cruzaba el jardín, y al llegar a la puerta pulsé el timbre, provocando un estrépito de campanillas que destrozó en pedazos el silencio de la tarde. Al minuto salió a abrirme una criada de las que ya no quedan, con uniforme negro, cofia y delantal.

– Vengo a ver a Jaime -anuncié con un hilillo de voz.

La anacrónica criada me hizo pasar y me rogó que esperara en un salón enorme, presidido por una chimenea de piedra caliza que hubiese sido la envidia de Charo, y a cuyo lado una pequeña hornacina albergaba la cesta de la leña. El suelo era magnífico, nada de parquet cutrelux: auténtica madera de roble americano. Me senté en un sillón de cuero antiguo, desde el que se apreciaba perfectamente la escalera del fondo, realizada mitad en piedra caliza, mitad en madera, y por la que descendió un chico que llevaba el pelo corto y engominado y vestía una camisa almidonadísima de rayas rosas y blancas, unos vaqueros y unos mocasines de piel. Le calculé unos veinte años, aunque su aspecto repulido le hiciera parecer algo más mayor. Me tendió la mano. El sillón de cuero estaba tan mullido que me resultó difícil levantarme.

– ¿Subes? -dijo él-. Mejor hablamos en mi habitación.

Le seguí. La habitación del chico parecía el apartamento de un corredor de bolsa. Allí había un televisor y un equipo de alta fidelidad, negros, empotrados en una estantería metálica que contenía un montón de libros y compactos, ordenados escrupulosamente según tamaños; dos sofás de cuero negro, un futón a rayas blancas y negras. Al lado de la ventana había una mesa, negra, sobre la que reposaban unas cuantas maquetas de aviones militares de la segunda guerra mundial. Las paredes blancas estaban desnudas. Los objetos de adorno, aparentemente, habían sido eliminados. Un espacio funcional, moderno, caro. Aterrador.

Saqué de la mochila un paquete envuelto en papel de estraza y atado con cuerdas y se lo entregué.

– ¡Esto pesa mucho…! -dije sonriendo, con la intención de iniciar una conversación.

El salió de la habitación, sin responder.

Mientras esperaba a que volviera, me entretuve leyendo los dorsos de los libros que había en la estantería. Reconocí algunos: Verlorene Siege, del mariscal Erich von Manstein; Panzer Battles, de Von Mellenthin; Signal (encuadernados); Historia de la Segunda Guerra Mundial (fascículos encuadernados); Panzer Leader, del general Guderian; Rommel's War in Africa, de Wolf Heckmannn, European Volunteers, de Peter Strassner; The Other Side of the Hill, de sir Basil Liddellhart… Eran libros sobre la segunda guerra mundial, que yo conocía porque a mi padre le interesaba mucho el tema, como a cualquier otro señor de derechas, y había coleccionado durante años libros y libros dedicados al particular. Lo que no acabé de entender era la razón por la cual un chaval de mi edad atesoraba semejantes rarezas.

Al cabo de unos pocos minutos, el chico regresó a la habitación.

– Todo está bien -dijo.

Sacó un sobre de uno de los cajones de la mesa negra y me lo entregó. Yo ya sabía que era para Coco.

– Te acompaño a la salida -me hizo saber con acento engolado.

Se detuvo un segundo mientras bajábamos por la escalera y se me quedó mirando como si me fuese a anunciar un acontecimiento fatídico.

– ¿Sabes qué día es hoy? -me preguntó.

– No -respondí ligeramente intimidada-. ¿Acaso debería saberlo?

– Hoy es 18 de julio -declaró solemne.

– Pues vale.

Me aplastó con una mirada reprobatoria que me dejó helada y no volvimos a cruzar palabra hasta la puerta de la verja. A la caída de la tarde, la luz espejeaba en las copas de los árboles mecidos por el viento, brillantes y calladas promesas de tranquilidad, y yo pensé, suspendida en la calma del día agonizante, que no me importaría pasar el resto de mi vida en aquel jardín.

– Adiós -dijo él, en el tono más antipático posible.

– Adiós -respondí, tan seca como él. Había resultado fácil.