No hay nadie en la estación. Nadie coge hoy el primer tren para Londres. Ni el quiosco de prensa ni la tienda de baguettes han abierto todavía. En el andén recién despertado otras tres sombras esperan a mi tren, difuminadas por el vaho que desprende mi respiración entrecortada. Pasan unos minutos que se me hacen eternos. Un desconocido enciende un cigarro y su mechero provoca un resplandor repentino que ilumina un segundo la perspectiva del andén; otro se sube el cuello de la chaqueta intentando combatir el frío de la mañana; una chica recorre la plataforma con pasitos de impaciencia contenida, cinco hacia delante, cinco atrás, una danza inútil que no la lleva a ninguna parte. Aunque compartimos una tensión común a la espera de un mismo tren que no llega, no intercambiamos ninguna mirada, ningún gesto de solidaridad o simpatía. Llega por fin el tren, justo cuando pensaba que mis manos iban a congelarse. Coloco la maleta en el compartimiento destinado a los equipajes y me arrellano en el asiento. Tensa e incómoda, preparo el cuerpo y la cabeza para las horas de trayecto que me esperan.
El tren arranca con un silbido que corta el aire húmedo de Edimburgo, y el perfil de la estación se desdibuja poco a poco a medida que la máquina toma velocidad. A través de la ventanilla se suceden diferentes variaciones del mismo paisaje aterido. Grandes extensiones de campo en movimiento salpicado de puntos de color: casas pequeñas, invernaderos, cercas que separan los jardines. Verde musgo, verde esmeralda, verde hierba… verde, verde, verde, todas las tonalidades del verde oscuro desfilan ante mis ojos bajo un cielo hecho de gotas de agua y de guiñapos de algodón sucio. Verde como los parques de Edimburgo, verde como los ojos de Cat. Una asocia las cosas que le gustan a las que le gustaron y las afinidades espontáneas están construidas a base de recuerdos: la memoria me asegura que siempre sentiré pasión por el verde.
El constante traqueteo tiende las redes al sueño y las formas se van difuminando hasta convertirse en una pantalla verde uniforme sobre la que dibujo mentalmente la imagen de Cat: ojos rasgados coronados por unas cejas rubias prácticamente imperceptibles que convergen en una nariz pequeña y un tanto respingona apuntando con descaro a cualquier interlocutor; a los lados, unos pómulos altísimos, casi demasiado perfectos, y bajo la nariz una boca de trazo recto y carnoso. Como si fueran briznas de paja unas mechas cobrizas enmarcan el óvalo perfecto de la cara; un óvalo de piel blanca, hecha de frío y leche, que nunca ha conocido un bronceado de agosto. Cat, la chica gato, podría ser una de tantas chicas que salen en las revistas anunciando cremas hidratantes: Tu piel se merece protección. Y tú te mereces amor, ¿crees que no lo sé?
Antes de conocerla jamás me fijaba en las rubias. Supongo que tenía la imagen de Mónica tan metida en la cabeza que me resultaba imposible interesarme por una persona que no se pareciera a ella. Sin embargo, me fijé en Cat desde la primera vez que la vi.
La conocí hace tres años y medio, cuando yo llevaba seis meses en la ciudad, en un club de paredes oscuras y música inarmónica cuya entrada quedaba estrictamente restringida a mujeres, y cuya ubicación me fue revelada a través de un anuncio en The List. Me presenté allí, sola, una noche en la que mi existencia conventual empezaba a hacerse insoportable y mi espíritu rebelde exigía a gritos cerveza y humo. Una mujer, me decía mi madre, no debe ir sola a un bar. Todo el mundo sabe de sobra qué es lo que buscan en los bares las mujeres sin compañía. Por una vez, y sin que sirva de precedente, mi madre tenía razón. Me rechinaba en la memoria el cataclismo que se organizó en Madrid la última noche que salí, cuando me presenté, yo sola, en La Metralleta, buscando a Mónica, y descubrí que en realidad los hombres no habían cambiado mucho desde los tiempos de mi madre. Por eso decidí, la primera noche en que me atreví a salir en Edimburgo, irme a beber a un bar donde no hubiera hombres, lejos de sus inevitables acosos, de los problemas que mi mera presencia desencadenaría. No iba buscando una chica, no fui allí porque me sintiera lesbiana. Sólo buscaba una cerveza y un poco de música.
Al entrar pensé que quizá me había equivocado. Montones de chicas revoloteaban por la pista estrellándose las unas contra las otras, igual que los cuerpos celestes -los asteroides, las estrellas, los planetas- colisionan a veces en el espacio. Sus sombras se confundían bajo las llamaradas de luces que descubrían perfiles y figuras. La mayoría llevaba el pelo corto y vestía pantalones, aunque también había alguna que otra disfrazada de femme, con falda de tubo y melena de leona. Si una se fijaba, acababa por comprender que existía una sutil demarcación de territorios. Las radicales resistentes ocupaban el flanco izquierdo, uniformadas en sus supuestos disfraces de hombres, fumando cigarrillos con gesto de estibador y ceño de mal genio, las piernas cruzadas una sobre la otra, tobillos sobre rodilla, en un gesto pretendidamente masculino. En la pista bailaban jovencitas más despreocupadas, que podían haber estado en una discoteca hetero sin llamar en absoluto la atención. Una rubia bastante llamativa se había permitido incluso ponerse un traje largo y coqueteaba con una pelirroja que se la comía con los ojos, mientras correspondía a la conversación de su amiga con una sucesión de carcajadas nerviosas y forzadas.
La timidez me mantenía pegada a la barra, sofocada por la asfixiante pesadez de tanto exceso de estrógeno. Llevaría allí cosa de una hora cuando me fijé en una rubia alta y delgada que llegó precedida por un grupo de chicas. Llevaba, me acuerdo aún, una cazadora de cuero negro. Llamaba la atención. Por lo alta, por lo guapa, por la parsimonia de sus pasos de gata conscientes de su propia elegancia. Lo primero que pensé es que me recordaba a Nastassja Kinski. Estoy segura de que ya se lo habían dicho muchas veces.
El grupo que la acompañaba tomó posiciones alrededor de la pista, mientras la rubia, haciendo de valiente avanzadilla, se dirigió hacia mi rincón, en busca de una copa. Se situó a unos dos metros de mí, y, acodadas ambas en la barra medio vacía, nos encontramos frente a frente, apenas separadas por el aire espesado gracias al humo de cientos de cigarros que se extendía por la sala. Pidió un güisqui a la camarera y me miró. Sonrió. Yo le devolví la sonrisa. Cuando la camarera le sirvió su copa, se volvió a mirarme otra vez, como una pitón miraría a un ratón. Creo que me hipnotizó. Yo sabía que estaba intentando averiguar si le otorgaba vía libre para acercarse a mí. Sonreí otra vez. Entendió que le cedía el paso y se plantó a mi lado en cuatro zancadas arrogantes, como si se sintiera dueña de cada baldosa del suelo que pisaba. Casi no me creí aquel golpe de suerte.
– Tú no eres de aquí, ¿verdad? -me preguntó.
– No.
– Me estaba preguntando, mientras te miraba, de dónde podrías venir…
– Adivina.
– No sé… ¿El cielo?
Una semana después, ella partía a Londres a pasar las Navidades con unos amigos. Yo iba a pasarlas en Francia. Prometimos que nos enviaríamos postales. Mi padre debía viajar a París por cuestiones de negocios y había decidido aprovechar la ocasión para llevar a mi madre y organizar allí una reunión a tres. Navidades en familia, supongo. Nadie sugirió en ningún momento que nos viéramos en Madrid. Razones obvias y sobreentendidas: no íbamos a discutir en territorio neutral. Llevaba meses sin ver a los autores de mis días y los encontré viejos y cansados, aplastados por el peso de los años y los recuerdos. En apenas un año, mi padre había dejado de ser un maduro seductor de sienes plateadas para convertirse en un venerable viejecito de cabeza nevada, mientras que mi madre había rebasado la categoría de señora elegante y estaba a un paso de asumir la de (dama digna. El antiguo repicar nervioso de sus tacones había dejado paso a una grave sucesión de pisadas arrastradas.