Seis horas de tren hasta llegar a la Estación Victoria. Allí enlazo con el Gatwick Express que me deja en el aeropuerto. Llevo sólo una maleta, porque todo lo que he ido acumulando durante estos cuatro años (ropa, libros, discos…) se ha quedado en casa de Cat. Es posible que regrese en septiembre, aunque sólo sea para encargarme de embalar mis cosas y enviarlas a Madrid. Pero no quiero pensar en eso ahora: en los ojos exageradamente abiertos con los que Cat me miraba cuando intenté explicarle lo muchísimo que añoraba mi casa, en la muda protesta que se leía en ellos, en mi propio sentimiento de culpa por no incluirla en mis planes, por no sugerir siquiera que las dos -no yo sola- podríamos mudarnos a Madrid. Dame tiempo, le dije. Déjame volver a casa unos meses y después decidiré.
Espera de una hora en Gatwick que entretengo mirando las ofertas de la Body Shop que hay en la zona libre de impuestos. Me detengo frente a un bote de Activist, la colonia que usaba Caitlin, una fragancia de hombre que imita al Antaneus de Chanel. Me rocío con una nube de perfume en el dorso de la mano y de improviso evoco la imagen del cuerpo elástico de Caitlin abrazado a mi espalda, la carne lisa y plástica en contacto con la mía. En un arranque de sentimentalismo compro un frasco (siete libras) y me asalta la idea de que no llevo en la maleta ni en la cartera una sola foto de Caitlin, y que durante los próximos dos meses, o quién sabe durante cuánto tiempo, sólo podré recordarla a través de un olor.
En el avión me toca sentarme al lado de una pareja insufrible. Ella, mechas y pantalones de Fiorucci. Él, gafas Rayban y camisa de rayas. Cogidos de la mano. Han pasado un fin de semana idílico comprando ropa de marca y sacando fotos al Big Ben. Siempre me lo he preguntado. ¿Para qué quiere este tipo de gente sacar fotos a los monumentos cuando existen las postales? ¿Por qué desean inmortalizar edificios que probablemente les sobrevivirán?
Alguien debería sugerir a las compañías aéreas un sistema de compatibilidad de asientos. Uno rellenaría un formulario al hacer la reserva de billete, que se entregaría con la tarjeta de embarque. Edad, grupos preferidos, periódico que lee. Tres cosas que se llevaría a una isla desierta. ¿Viaja usted solo? ¿Cree usted en el arte colectivo? ¿Es vegetariano? ¿Tiene hijos? ¿Le gustaría tenerlos? ¿Ha practicado el sexo en grupo? ¿Qué opinión le merecen: Carlos de Inglaterra, Cindy Crawford, K.D. Lang; diseñador favorito, perfume, artista conceptual? ¿Lo abandonaría todo por amor? Las respuestas se cotejarían en un programa de ordenador con las del resto de los pasajeros y de esta manera se establecería la colocación de los viajeros.
Si este formulario se impusiese, la compañía habría sentado a esta parejita al lado de una profesora de inglés solterona y a mí me habrían colocado junto a una pareja de maricas o un chico guapo que viaja a Madrid para olvidar a su novia y enseñar inglés en una academia. La cháchara de la parejita se me hace insoportable, se me cuela en la cabeza por más que intente concentrarme en la lectura. Él disfruta suministrándole datos de Londres, que sin duda ha recogido en una guía de viajes Anaya. Los comentarios con los que ella le responde me hacen sospechar que no ha leído un libro en su vida, ni siquiera una guía de viajes Anaya. Inclino la cabeza sobre mi libro y no la vuelvo a levantar excepto durante los quince minutos en los que me dedico a picotear sin demasiado entusiasmo la comida de plástico que la azafata me sirve en una bandeja del mismo material.
Llegada al aeropuerto. En cuanto cruzo las puertas de cristal que separan la zona pública de la reservada a viajeros, vislumbro la silueta de mi madre, vestida de negro de la cabeza a los pies. Su melena corta rubia y su traje sastre de corte impecable le confieren, de lejos, un aire a lo Marlene Dietrich. Esta impresión se desmiente en cuanto me acerco a ella. Sus arrugas delatan que ya no tiene edad para hacer de mujer fatal, aunque a punto de cumplir sesenta años todavía mantenga un tipo espléndido. Cuando me ve, me abraza con una efusión que me deja rígida porque no sé muy bien cómo corresponder. Ni siquiera sé por qué me siento tan extraña. La culpa es como un iceberg: la mayor parte de ella permanece sumergida.
Cogemos un taxi. Ella le indica la dirección al taxista, comprueba su imagen en el espejo retrovisor y se atusa la melena con coquetería. Acto seguido vuelve la cabeza hacia mí. Su aroma, la misma fragancia que lleva usando durante años -porque mi inconstante madre, que renueva su guardarropa cada año y la tapicería de sus sillones cada tres, sólo le es fiel a su marido, a su religión y a su perfume- me envuelve en una atmósfera familiar y experimento a mi pesar una oleada de cariño retrospectivo que me inunda por dentro. Ella me explica, aunque yo no he preguntado, que mi padre no ha venido porque no se encontraba del todo bien; y me informa en un susurro destinado, supongo, a escamotearle al taxista una información privada -hacia la que él, por otra parte, dudo que albergue el más mínimo interés- que últimamente mi padre ya no es el que era. No te lo quise decir por teléfono, ni por carta, me advierte, pero es muy probable que haya que operarle en breve. Los médicos creen que habrá que hacerle un bypass. Yo no digo nada. En realidad no tengo la menor idea de lo que es un bypass.
Acto seguido pasamos a su disertación habitual, la que constituye su monotema desde hace años: mi aspecto. De hecho, me sorprende que haya tardado tanto en sacarlo a relucir. Estoy demasiado delgada, opina, y no me sienta bien el pelo tan corto. ¿Por qué me empeño en raparme de esa manera? Y, ¿es necesario que lleve siempre esas botas de pocero tan poco femeninas? En mi interior repito las palabras mágicas: Tú no eres responsable de mi vida. Yo no soy responsable de la tuya, e intento convencerme de la eficacia de su hechizo para no dejarme arrastrar otra vez por esa dolorosa mezcla de resentimiento y desesperada compasión que me ha tenido ahogada durante años. Creo en la magia, en el poder de las palabras, de los mantras salvadores. Si no, no leería. Así que procuro escuchar su cantinela como quien oye llover y contemplo el paisaje que me espera a través de la ventanilla. Unos horribles bloques de hormigón y cemento se suceden los unos a los otros, clavados como postes de empalar sobre un suelo amarillo y reseco. El cielo no es azul, sino blanco. Es cierto que el sol brillante todo lo ilumina, el paisaje y el ánimo, pero este horizonte, en contraste con el recuerdo de Edimburgo -los elegantes edificios de piedra, el cielo húmedo y la vegetación que se hacía con los muros y los parques-, me resulta pobre y árido, poco prometedor, un mal presagio.
A medida que nos internamos en la ciudad la sensación se intensifica. De pronto, descubro que Madrid es una ciudad sucia, gris, mal planificada, sin personalidad. No percibo en ningún edificio la mano de un arquitecto, ninguna calle parece tener una historia que contar. ¿Qué me está pasando? ¿Acaso no es ésta la misma ciudad que tan dolorosamente he añorado durante los últimos cuatro años?
El taxi se detiene frente al portal de mi casa. Hasta el día de hoy nunca me había fijado en lo feo que es este edificio sucio, solemne, mal iluminado. El ascensor desvencijado, vestigio de tiempos mejores en los que esta cabina accionada por poleas debía de ser el último grito de la técnica, se ha convertido en una especie de ruleta rusa, y los chirridos que emite al moverse sugieren todo tipo de catástrofes inminentes.
Mi casa sigue igual que la dejé, pero con más polvo acumulado. El salón parece haberse instalado en otro siglo. Paredes enteladas, sillones de nogal tapizados en terciopelo, lámparas de bronce con tulipas de vidrio, un enorme armario de luna modernista. Cuando vivía aquí nunca caí en la cuenta de que estos muebles son auténticas piezas de anticuario. La luz que se filtra a través de los pesados cortinajes de terciopelo hace juegos de sombras en las aristas del mobiliario, y le confiere a la estancia un aspecto más espectral si cabe. Avanzo por el dormitorio arrastrando mi maleta como si se tratara de un cadáver y voy recogiendo, sin darme cuenta, migajas de infancia, desperdigadas por los rincones de mi antigua casa.