– Joder, qué asco. Esto está hecho unos zorros -decía ella veinte veces al día-. Huele y todo.
– Pues abre las ventanas y ventílalo. Tú misma -le respondía el Coco desde el sillón-. Pero claro, con ese empeño que tienes de vivir como si esto fuera una mazmorra, no podemos ni abrir las ventanas.
Mientras Coco hablaba iba asesinando gusanitos siderales a ritmo de veinte o treinta por minuto. A Coco le bastaba con apretar un botón en el mando a distancia del CDI para que las naves alienígenas se desintegraran envueltas en una nube violeta, mientras una voz metálica repetía una y otra vez, sin excesivo entusiasmo, Fire, Fire, Fire, para hacerle saber la cantidad de gusanitos que se iba apuntando.
– Y tú -solía decir ella- a ver cuándo dejas de jugar con la puta maquinita, que pareces un crío de cinco años, todo el día rayao con los marcianitos.
– Mira tía, este cacharro es una pasada. Tus hermanos no saben la suerte que tienen, con tus viejos gastándose la pasta en juguetitos de éstos. -Coco hablaba sin dejar de mirar a la pantalla del televisor-. A mí, mi vieja, cuando era nano, no me compró ni un puto juego de agua. Además, que los marcianitos estos me relajan. Y como no he conseguido dormirme… no sé, tía, debe de ser por el pasón de coca que nos dimos ayer.
Y entonces a ella le daba uno de esos arranques de hiperactividad doméstica que le entraban de cuando en cuando, y que probablemente tenían que ver con las rayas de coca que se metía para poder ir despejada a la academia después de una noche de marcha, y se ponía a recoger frenética los envoltorios de Foskitos, los cartones de Telepizza, las latas vacías y los papeles de los chinos, y a meterlos en una bolsa del Sevenileven.
Una mañana exacta a tantas otras mañanas en la que ella estaría recogiendo la casa, como tantas otras mañanas, y él exterminando gusanitos cósmicos, para variar, el timbre de la puerta empezó a sonar insistentemente.
– ¿Pero quién coño llama de esa manera? -imagino que vociferó ella. Era lo que decía, invariablemente, cuando yo llamaba. Casi siete años de amistad no habían servido para acostumbrarle a mi manera de aporrear los timbres.
En un salto se plantaría sobre la moqueta, se pondría encima una de las camisetas y saldría disparada a abrir. Vivía en un estado permanente de alerta, y cualquier llamada inesperada la ponía fuera de sí.
Noté cómo descorría la mirilla y agité la mano a modo de saludo.
– No te preocupes, es Bea -escuché que le gritaba a Coco.
– ¿Qué hace aquí a estas horas y organizando semejante escándalo? -le contestó él desde el sillón.
Ella abrió la puerta y entré yo, temblorosa y hecha un trapo. Me abracé a Mónica entre sollozos que acabaron desembocando en una serie entrecortada de hipidos convulsivos. Mónica me besó las sienes y se dedicó a acariciarme el pelo, con la indolencia cansina que revelaba que ya estaba acostumbrada a ese tipo de escenitas, hasta que los hipidos se fueron espaciando y al cabo de unos minutos yo apenas sí emitía un gemidito débil y casi inaudible. Entonces me rodeó el hombro con un brazo, y me llevó hacia el sillón; y, ya sentada, fue cuando yo fingí reparar por primera vez en la presencia de Coco en la casa.
– ¿Y éste qué hace aquí? -pregunté con un hilillo de voz.
– «Éste» se llama Coco, te recuerdo -dijo él.
– Ya ves -intervino la otra-, una transacción como otra cualquiera. Yo le doy cobijo y él me da drogas.
– Mónica, hija, cada vez que vengo a esta casa me encuentro un tío apoltronado en el sillón, y cada vez se trata de un tío diferente -dije con toda mi mala leche.
A Coco no le quedó muy claro si aquello era o no una bromita privada. Mónica le hizo un gesto con la cabeza, señalando hacia el pasillo, para hacerle saber que prefería que nos dejara solas, y acto seguido Coco se levantó del sillón con desgana y abandonó el salón.
No hacía falta que le explicara nada. Mónica llevaba años presenciando mis ataques, desde aquella primera vez en que me encontró en el cuarto de baño del colegio, intentando cortarme las venas con una cuchilla de afeitar, sin emitir ningún sonido ni mover un solo músculo de la cara, pero con las lágrimas resbalando cuesta abajo por mis pómulos. Las gotas de sangre que caían habían formado una mancha roja que destacaba sobre los azulejos blancos. Yo no sabía entonces (y lo escribo como advertencia para aquellos que se estén planteando la idea del suicidio) que la única manera efectiva de cortarse las venas consiste en practicar un corte vertical y profundo en la muñeca; así que yo, como una idiota, me había hecho un haz de rasguños horizontales que me dejarían una cicatriz prácticamente invisible. Un espectáculo aparatoso, eso sí, pero inútil. Todas las demás niñas estaban en el patio dando clases de gimnasia, y lo normal hubiera sido salir corriendo a avisar a la profesora, llevarme al botiquín para evitar que la herida se infectase, preguntarme que a santo de qué se me había ocurrido una barbaridad semejante. Pero, en lugar de eso, se quedó allí plantada, de pie, en medio de aquel cuarto de baño enorme que olía a desinfectante, quizá hechizada por lo impresionante del espectáculo, o tal vez intimidada por lo que ella consideraba valentía. Debimos de permanecer así, inmóviles las dos, durante varios minutos, hasta que Mónica sugirió tímidamente que lo mejor que podíamos hacer era limpiar la sangre y marcharnos de allí.
– Es que no puedo soportarla más, te lo juro -estaba diciendo yo, sentada en el sofá Roche Bobois y con la cabeza reclinada sobre el hombro de Mónica. Ya había dejado de hipar y me sentía un poco más calmada-. Esa mujer va a acabar con mi salud mental. Desde que se acabaron las clases le molesta el mero hecho de tenerme por casa. Lleva tres días gritando a todas horas, quejándose por todo. Porque no me levanto pronto, porque no ayudo en casa, porque me voy a la piscina… Y esta mañana se ha puesto a berrear porque no le gustaba cómo había hecho la cama, que si había dejado arruguitas, que si nosequé, y de pronto se me ha subido la sangre a la cabeza y la he montado. He empezado a estampar cosas contra la pared, todo lo que he pillado en el salón. Ya sabes cómo soy: aguanto tres días o así, pero al tercero me ciego y entonces la monto, pero la monto de verdad. Me quiero morir, en serio. Ni aguanto esta vida, ni la aguanto a ella, ni me aguanto a mí misma.
Por supuesto que ella sabía cómo era yo. Todo el mundo en el colegio me consideraba un poco rarita. Muy mona, eso sí, opinaban las madres, pero no el tipo de chica que una preferiría para amiga íntima de su hija, no sé si me entiendes. Por lo visto anda de psicólogos y todo. Pero a Mónica le hacía gracia, precisamente, mi determinación heroica de luchar contra viento y marea a fuerza de cólera y arrebatos, esa sorprendente capacidad que tenía la dulce y tímida Bea de convertirse en la gorgona más temible cuando nadie lo esperaba, el caudal contenido de rabia que llevaba dentro de mí, capaz de provocar todo tipo de inundaciones cuando se desbordaba. Durante años la familia de Mónica, y la propia Mónica, habían actuado de árbitros para dirimir los inacabables conflictos en mi casa. Y es que la madre de Bea, todo hay que reconocerlo, decía la madre de Mónica, es para darle de comer aparte. No es de extrañar que con semejante madre la niña haya salido como ha salido. Bastante bien está. Cuando mi madre llamaba a Charo todos en casa de Mónica se ponían a temblar. Mi madre era capaz de tirarse horas, literalmente, horas, colgada del auricular, rebosante de autocompasión y aburrimiento. Lo que esa señora necesita de verdad, decía Charo, es algo que hacer. Si en vez de pasarse el día en casa mano sobre mano se ocupase en algo productivo, estoy segura de que sería el fin de todos sus problemas.
– No te preocupes -me dijo Mónica secándome las lágrimas-. Lo que tu madre necesita, de verdad, es un buen polvo. Me juego cualquier cosa a que no ha echado uno desde que te concibió.
– Desde luego, si es por mi padre, no creo. Y no veo a mi madre capaz de ir a hacérselo con otro.
– Así está de grillada. Anda, no le des más vueltas. Lo mejor que puedes hacer, de momento, es quedarte aquí. Mañana ya llamaremos a tu madre y veremos qué hacemos. Y ahora, por favor, anima esa cara de una puta vez. Yo voy a recoger un poco esta pocilga.
Se me ocurrió que debía levantarme del sillón y ayudar a Mónica a recoger la casa, pero me quedé allí, clavada sobre el sillón de Roche Bobois, sintiéndome cada segundo un poco más pequeña.
La Iguana debió de abrirse a principios de los ochenta y daba toda la impresión de que nadie había movido un cenicero de su sitio desde entonces. Pósters descoloridos, de cuando Iggy Pop, Bowie y los Stones todavía tenían un pasar, colgaban de las paredes. Los cojines de los taburetes estaban desgarrados en su mayoría, y se podía ver la espuma del relleno, negra de puro sucia. No podía decirse que La Iguana fuese el bar más cool del barrio, pero contaba con su grupo de parroquianos asiduos. Era el típico bar en el que la peña quedaba para reunirse a principio de la noche, y tomarse unas cuantas birritas con tranquilidad, sin el agobio de gente y la saturación de decibelios que habría, de cajón, en los bares que estaban más de moda; y para, de paso, pillar el par de gramitos necesario para enfrentarse a la marcha que vendría después. Normalmente sobre las dos apenas quedaban cuatro gatos en La Iguana, justo a la hora en que los otros bares se llenaban de gente y la entrada empezaba a ponerse difícil.
Aquella noche, a las dos y media, quedaban exactamente cuatro gatos: Mónica, Coco, Pepe (el camarero) y yo. Entre los cuatro no sumábamos cien años.
– Joder, esto está más muerto que una iglesia. Si queréis os invito a la última y luego chapo -propuso Pepe con toda la naturalidad con la que un camarero se dirige a sus habituales.