– Vale, nos pones tres cervezas -dijo Coco-. ¿A vosotras os parece bien?
– Nos parece bien -respondió Mónica con la boca llena de Conguitos de chocolate, e inmediatamente volvió a la conversación que mantenía conmigo-. Es muy importante -me estaba explicando- que los vecinos no se den cuenta de que estás en casa, porque a mi vieja, si se entera de que voy por ahí asilando a la peña, le da un soponcio. Ya sabes lo pija que es, y ya sabes lo cotillas que son los vecinos. O sea, que mientras estés en casa, las cortinas echadas a todas horas. Y no entras ni sales hasta después de las nueve, que es cuando se marcha el portero. Además, a esas horas, los vecinos están en casa cenando y viendo el telediario y no controlan quién entra y quién sale.
– ¿Y tú llevas bien esa vida de murciélago? -le pregunté a Coco con mi voz más dulce. Me sentía mucho más relajada que por la mañana. Alguien que no me conociera habría sido incapaz de imaginar que esa jovencita de aspecto candido había estampado contra la pared la porcelana de su madre apenas quince horas antes.
– Hombre, salgo cuando es imprescindible -respondió Coco-. Pero la verdad es que no me entero mucho, porque salimos casi todas las noches. Así que me paso la mayor parte del día durmiendo y para cuando he saltado de la cama, he comido algo y me he puesto las pilas, ya son las nueve…
Su novia (por llamarla de alguna manera) le interrumpió: -Últimamente, por unas cosas y otras, estamos llegando a casa a las seis o siete de la mañana. Mira, yo llego, me pego una ducha y salgo disparada para la academia. Luego paso por el súper y compro algo de comer. Y según llego a casa, como y me pongo a dormir inmediatamente hasta la noche. Ya me he cambiado el horario, así que lo llevo muy bien. Lo único es que no me da el sol. Nos estamos quedando transparentes de puro blancos. Qué más da… De todas formas, estar moreno es una horterada.
– A mí, lo que me parece genial es que te dejen la casa. Mi madre se muere antes que dejarme sola en la mía. No se fía nada de mí. Si se va ella, me voy yo. Y si me quedo yo, ella se queda…
Q.E.D. -Suspiré al acabar la frase y un rizo rebelde salió disparado hasta la punta de la nariz.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Coco.
– Q.E.D. Quod Erat Demonstrandum, Una broma privada nuestra -le explicó Mónica -Vosotras tenéis demasiadas bromitas privadas.
– Y en cuanto a ti, guapa -prosiguió Mónica, ignorándole-, que sepas que no me dejan quedarme en casa: me castigan a quedarme en casa, que es diferente. Ellos se creen que sufro mucho porque no puedo ir a Mallorca a ligar con pijos y pasear en yate… Hija, tú no sabes lo di-fí-cil que resulta a veces suspender cuando se es tan inteligente como yo. -Supongo que esto era una ironía, pero el caso es que ella no varió un ápice el tono de su voz cuando lo dijo-. Yo creo que se dan cuenta. El otro día me llama el de filosofía a su despacho, se sienta y me dice -Mónica adoptaba aquí un tono nasal-: «Señorita: este examen es una catástrofe, sinceramente creo que usted es capaz de dar mucho más de sí misma». Por supuesto que soy capaz de dar más de mí misma, no te jode. Pero si lo doy ya sé lo que me espera: mucho barquito, mucho club náutico, a las dos en casa, y mucho Álvaro y mucho Borja dándome la vara. Un espanto, vamos.
Un rezagado entraba en ese mismo momento por la puerta del bar. Estaba en los huesos y llevaba puestas unas gafas de sol, cuya función primordial no era, estaba claro, protegerle de la cegadora claridad de las dos de la mañana. Sólo le faltaba llevar colgado un cartel que dijera «yonqui». Se lanzó derechito a por Coco y le cuchicheó algo al oído. Coco y el esqueleto andante desaparecieron en los lavabos.
– ¿Y Coco se va a quedar en casa?
– Qué remedio.
– Bueno, Coco no está mal. Un poco macarra. En tu línea. -Y yo fruncía una boquita de piñón intentando aparentar indiferencia. Lo único que aparentaba eran cinco años menos.
– Que no oiga él eso, que se tiene por lo más elegante del mundo -rió Mónica-. Mira, ya sé que no te mola, pero así tengo asegurado el material gratis y la entrada a según qué sitios que ni siquiera conocería de no ser por él.
– ¿Pero a ti te gusta?
– Sí… no… como todos. No sé, a veces creo que a mí me molan este tipo de tíos sólo porque sé positivamente que a la Charo le daría un infarto si me ve con uno.
– No te quejes de tu madre, que por lo menos tiene la cabeza en su sitio.
– A veces pienso que preferiría una madre como la tuya. -Mónica examinaba sus piernas con aire crítico, intentando decidir si les convenía o no una nueva depilación-. Entiéndeme, no te la envidio, y comprendo perfectamente que no veas la hora de librarte de ella. Pero por lo menos todo el mundo entiende que no la aguantes. Ni tu propio padre la traga.
– Menudo consuelo.
– No sé si es un consuelo o no, pero es muy duro cargar con una madre a la que todo el mundo encuentra maravillosa, excepto su propia hija. Me revuelve el estómago lo pija que es. Más cursi que un repollo con lazos. -Suspiró y levantó los ojos al cielo, como para expresar la resignación con la que llevaba todo el asunto-. Que si «Mónica, arréglate-e que vass hecha una fa-cha-a», que si «Gonzalo, no pensaráss en ssalir a la calle con esa camissa, ¿verda-ad?».
– Pero eso lo hacen todas las madres. Viene hasta en el diccionario: madre, del latín mater, femenino. Persona a la que nunca le gusta lo que te pones para salir.
– Exacto. -Pegó un trago a su cerveza.
La barra, opaca y pringosa, encuadrada por un ejército de botellas alineadas, ofrecía una doble figura, debido al espejo que tenía detrás. Y frente a mí, en la barra gemela, bebía una Mónica gemela, una morena imponente menos nítida que la que tenía a mi lado, difuminados sus contornos por el humo y por las luces indirectas, corno una imagen vista debajo del agua.
– Por ahí llega tu flamante nueva adquisición, acompañado por Kate Moss versión tío -dije, señalando a Coco y el yonqui que salían del cuarto de baño. Desde lejos tenían un aire parecido, porque Coco estaba delgadísimo. No era muy alto, poco más que Mónica, y entre su escasa apostura física y su constante nerviosismo recordaba a un reptil escurridizo, a una anguila.
El yonqui saludó a Pepe con un movimiento de cabeza y enfiló disparado hacia la puerta. Seguro que iba a ponerse al portal más cercano. Ninguno se atrevía a ponerse dentro de La Iguana porque sabían que, de hacerlo, Pepe no les volvía a dejar entrar, y no se jugaban el derecho de admisión en uno de sus puntos de venta más céntricos.
– Bueno, nenas -dijo Coco, rodeando con su brazo los hombros de su chica-, ¿nos abrimos? Tú, Pepe, ¿qué, te esperamos?
– No, tío, yo me voy a casa a sobarla, que no puedo con mi alma.
– Nosotros deberíamos hacer lo propio -dijo Coco-. Con la llegada de esta señorita hoy casi no hemos dormido. ¿Cogemos un tequi?
– Fijo -dijo Mónica, y acto seguido apuró su cerveza de un trago, para dar a entender que ya estaba cansada de La Iguana y que quería largarse cuanto antes.
A los dieciocho años, yo era virgen. Mónica, sin embargo, ya se había acostado con un montón de chicos. No éramos, sin embargo, tan distintas. La carencia o el exceso venían a significar lo mismo: la huida del compromiso, o la renuncia.
Desde que tenía catorce años, Mónica había encadenado una relación tras otra. Todo el mundo la veía como parte de una pareja, y la propia Mónica era incapaz de percibirse a sí misma de otra manera. Le conocí unos diez o quince novios, que nunca le duraban más de dos meses y a los que jamás sentí como rivales. No eran más que panolis que venían a buscarla al colegio, para pagarle las copas y magrearse con ella en el asiento trasero de sus coches. Mónica contaba con la ventaja de que siempre se sentía emocionalmente segura, puesto que siempre tenía a alguien dispuesto a quererla o a desearla; y con la desventaja de que su dependencia, tanto de los hombres como -supongo- del sexo, aumentaba día a día. No sabía vivir sola, exactamente igual que Cat; pero al contrario que Cat, tampoco quería vivir acompañada.
Ella era mi amiga y me lo contaba todo, a mí, que seguía siendo virgen, que ni siquiera había besado a ningún chico todavía. Al contrario de lo que pudiera esperarse, yo no juzgaba, y jamás le recriminé su actitud. Pero era la única que la aceptaba como era. Ella lo sabía, y ésa era una de las razones por la que se sentía tan cercana a mí, a pesar de que fuéramos aparentemente tan distintas. Mónica sabía bien que en el colegio nadie le perdonaba su promiscuidad. Tuvo que enfrentarse con millones de malas caras e indirectas. Pero no le importaba. Mi cuerpo es mío, decía, y había algo en la ensayada intensidad de esa cursiva hablada con que cargaba el posesivo que la imponía por encima de sus atacantes. ¡Cuánto la admiraba yo entonces…!
Pero en realidad Mónica, tan independiente en apariencia, vivía a través de otros. (Y otros vivían a través de ella, yo incluida.) Porque Mónica no entendía la vida si no era en pareja: nunca estaba sola. Pero vivía la pareja según sus propias ideas: se trataba de relaciones basadas en la competitividad antes que en la cooperación, en el parasitismo antes que en la intimidad. Yo era su amiga, sus novios eran sus novios. Nada que ver. Arreglaba todas sus diferencias con ellos a base de sexo. Negociaba todas sus relaciones haciendo el amor. Su cuerpo era su moneda de cambio. Yo era virgen, entonces, y esperaba grandes cosas del sexo. Creía que algún día, si llegaba a conocerlo, sería algo así como una especie de acontecimiento milagroso que me abriría las puertas de la percepción. Mónica, al contrario, no esperaba ya nada, nada especial ni desconocido podían depararle su cuerpo ni los de los hombres con los que se acostaba. Había despojado aquella ilusión del misterio prometido y la incluyó en la categoría de lo simplemente esperado, convirtiéndola en algo trivial y vulgar, como un partido de fútbol.
Pero no creo que en realidad disfrutara tanto del sexo, a pesar de que lo probó en todos sus modos y maneras. Mientras yo aún era virgen, ella ya lo había hecho en coches y portales, en aceras oscuras, en el teleférico. Y había probado el sexo oral, la postura del perrito, las luces rojas, la lencería cara. Vivía una vida empeñada en añadir sal y pimienta a la banal experiencia del coito. Pero seguía aburrida. Desde la cólera de su deseo, aquella necesidad de controlar y poseer, nunca le escuché referirse con cariño a ninguno de sus amantes. No podía existir cariño en la sordidez de aquellos trepidantes polvos de diez minutos, de aquellos encontronazos saldados a trompicones que se recordaban más tarde desde los cardenales y los arañazos. Ahora que soy mayor y revivo desde la distancia aquellas historias que ella me narraba, creo que ella entendía por sexo, violencia; por amor, sexo; y por dominio, amor.