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– Adiós -dijo él, en el tono más antipático posible.

– Adiós -respondí, tan seca como él. Había resultado fácil.

En cuanto regresé a casa de Mónica, me fui derecha a tirarme sobre el sofá, a sudar bochorno, polvo y aburrimiento. Coco me preguntó por el sobre, se lo entregué con gesto de desgana, y él lo tomó en las manos con expresión de satisfacción: los ojos brillantes y una sonrisa que le atravesaba la cara como una cuchillada. Miró a Mónica y los ojos de su novia (por llamarla de alguna manera) le devolvieron amplificada su expresión de felicidad.

– Regresamos a la abundancia -dijo ella.

Era yo la que había dejado claro que no quería saber lo que había transportado, pero lo cierto era que me reconcomía la curiosidad.

– ¿Por qué pesaba tanto el dichoso paquete? -pregunté -En serio, bonita, cuanto menos sepas, mejor -dijo Coco.

En cualquier otra ocasión le hubiera mandado a la mierda, por prepotente, pero adoptó una expresión tan seria que juzgué que lo mejor era callarme. No es que me atemorizara, al contrario; casi diría que me daba pena.

– No me cabe en la cabeza que el tío ése se meta nada -dije, no dirigiéndome a Coco en particular, sino, en realidad, pensando en voz alta-. No le pegaba nada. Por favor… si parecía un estudiante modelo de los maristas.

El cuarto de baño de La Iguana no era un cuarto de baño de diseño. El inodoro era un Roca normal y corriente, de tapa de plástico barato. A través de los desconchados de las paredes se adivinaban diferentes capas de pintura de distintos colores que, al igual que los anillos de los árboles, permitían conjeturar más o menos acertadamente la edad del local. Cabíamos a duras penas, pero cabíamos, Mónica, Coco y yo. Mónica, reclinada sobre la cisterna, estaba cortando unas rayas de coca sobre una tarjeta de crédito.

– No hagas tres. Yo no voy a querer -dije.

– ¿Por qué no vas a querer? -me preguntó Mónica -Porque no quiero. Me acelero muchísimo y luego me duele la cabeza y se me atontan las encías, y tampoco noto que me ponga mejor o peor.

– Tú te vas a meter por la sencilla razón de que los demás nos vamos a meter, y yo paso de que las cosas me suban a mí sola -replicó Mónica, tajante.

– Déjala, mujer -intervino Coco-; si no se mete, que no se meta. Mejor para nosotros, así nos tocará más.

– Tú te callas.

Con una mano de pulso de hierro me colocó la tarjeta delante de la nariz, y con la otra me alargó un tubo confeccionado con un billete de mil enrollado. Esnifé la raya. Creo que hubiese bebido veneno si ella me lo hubiera presentado en una copa. Los polvos me subieron por la nariz haciendo cosquillas y bajaron hasta la garganta dejando un regusto amargo.

– Esto sabe asqueroso -dije entre muecas. Ellos dos se rieron a la vez.

– Joder, cómo mola tu navaja -dijo Coco.

Coco se había fijado en la navaja que su novia (es un decir) había utilizado para cortar la coca: un bardeo automático de mango esmaltado rojo brillante, el color de un corazón enamorado en los dibujos animados.

– Me la regaló un camello rasta que me enrollé en Amsterdam -dijo Mónica-. Es bonita, ¿verdad? Pero no creas, no tiene valor sentimental ni nada de eso. El tío me daba igual, así que, si tanto te gusta, puedes quedártela.

El se quedó mirando a la navaja tan boquiabierto como un seminarista frente a la página central del Playboy.

– Joder, tía, muchísimas gracias. Me encanta. -Y para demostrarlo cogió a su (por decir algo) novia de la cintura y la obsequió con un beso de tornillo.

Sentí una puñalada en medio del pecho asestada por un puñal de doble filo: los celos y la envidia. ¿Acaso ambos conceptos no significan lo mismo?

Ella se zafó de Coco, salió de la cabina y, apoyándose contra el lavabo, examinó detenidamente su imagen en el espejo. Comprobó que el rouge se había corrido, así que extrajo un lápiz de su bolso, se perfiló los labios con un cuidado exquisito y salió de allí con la confianza pintada otra vez en la boca.

Mi madre, sentada frente a su tocador, se prepararía para salir, como hacía todas las tardes a esas horas. Su pelo aclarado estaría impecablemente peinado, las mechas recién retocadas, las ondas marcadas con rulos calientes y sujetas con laca. Llevaría pendientes y collar de perlas, y broche de oro sobre un traje de chaqueta impecablemente negro. Esos preparativos diarios, dignos de una arrebolada jovencita que se dispusiera a ver a su primer amante, se teñían de una significación entre amarga y patética si una era sabedora de que las destinatarias de tanto acicalamiento eran sus compañeras del club de bridge, una serie de loros de La Moraleja, tan frustradas y tan repeinadas como ella, con las que mi madre pasaba las tardes desde hacía años. Mi madre había llegado a ser una experta jugadora, una especialista en impasses y slams grandes y pequeños. Yo le decía a veces, con una cruda sinceridad que intentaba malamente disfrazar de ironía, que, si hubiese dedicado todos los esfuerzos que había consagrado al bridge a sacarse una carrera universitaria, habría obtenido probablemente un doctorado cum laude y estaría disfrutando de su propio apartamento y de coche de empresa, en lugar de tener que compartir sus tardes con una serie de brujas chismosas que sólo sabían hablar de liftings y de upliftings y comentar adulterios de maridos ajenos fingiendo con un descaro casi conmovedor que ignoraban los de los propios. Puedo imaginar perfectamente cómo descolgó el auricular de su teléfono color crema, el teléfono supletorio que había instalado en su habitación para procurarse una intimidad que ella hubiese deseado necesitar (y que no necesitaba, puesto que no tenía amantes ni amigas íntimas) y para garantizarse que, en aquellos días de jaqueca en los que decidía enclaustrarse en su habitación, no habría excusa que le hiciera salir de su refugio de cortinas echadas. Puedo imaginar cómo marcó el número que se sabía de memoria y cómo se mordió los labios en un gesto sólo perceptible para los que la conocíamos de toda la vida y habíamos aprendido a descifrar las expresiones que adoptaba cuando se disponía a hacer algo que en el fondo no deseaba hacer. Y el tono digno que emplearía para arrogarse de una superioridad que sabía que había perdido hacía tiempo -«Mónica -diría-, soy Herminia Martínez de Haya, la madre de Bea… Tus padres no están, ¿verdad guapa?… Llamaba para preguntar por mi hija… ¿Dices que ha salido? ¿Y cuándo volverá?… Ya suponía que estaría contigo. Esa niña venera el suelo que tú pisas, Dios sabrá por qué… Caramba con la bendita cría. Nos va a matar a disgustos a su padre y a mí. Siempre ha hecho lo que le ha dado la santísima gana. No atiende a razones, ha salido a su padre… Dile al menos que se digne llamar… En fin, no hagáis muchas tonterías…»

Cuando Mónica colgó, se mordió los labios. Era sorprendente lo mucho que mi madre y mi mejor amiga se parecían en determinados momentos.

– Que sepas que no vuelvo a mentir por ti. Además, es tu madre -me dijo-. Deberías llamarla.

– Antes muerta -repliqué, y salí disparada a encerrarme en el cuarto de baño.

Coco dirigió una mirada interrogante a Mónica, quien se limitó a encogerse de hombros con expresión sarcástica.

Mi madre me quiso mucho, cuando yo era muy pequeña.

Pero de repente, de la noche a la mañana, crecí, y aquello fue el fin de todo. Mi madre me entendía como una parte de su ser y no estaba dispuesta a aceptar el hecho de que no constituíamos una unidad, de que cada una de nosotras existía por sí misma. Mientras yo fui su niña, fui parte de ella. En cuanto crecí se dio cuenta de que había comenzado la cuenta atrás, de que a partir de ese momento era como si yo estuviese en un escaparate, con un cartel de oferta colgado del cuello, y era sólo cuestión de tiempo el que alguien decidiera comprarme, sacarme de aquella vitrina en donde descansaba y pasearme por el mundo exterior.

Yo entonces no sabía nada de eso.

Recuerdo perfectamente que a mi madre le sacó de quicio desde el principio que los hombres me admirasen por la calle. La religión era su coartada perfecta. En cuanto alguno me silbaba empezaba a recriminarme una supuesta actitud provocativa que estimulaba la lascivia de los hombres, su pecado. No era culpa de ellos, era yo la que les provocaba. En seguida comprendí que no importaba la ropa que me pusiera o la actitud que tomara. Ya podía llevar camisetas de talla enorme o ir por la calle mirando al suelo: me silbaban igual. A no ser que me pusiera un hábito talar, llamaría la atención. O incluso, quién sabe, podría llamarla también con hábito y todo… Esta situación me reafirmaba en la idea que había ido haciéndome en el colegio de monjas: hiciera lo que hiciera, estaba destinada al pecado, por mucho que yo me esforzara en evitarlo. En el fondo, aunque mi educación fuera formalmente católica, crecí con ideas calvinistas.

Empecé a odiar a mi madre con todo mi corazón, con la misma intensidad con la que antes la había amado. Estaba harta de que pusiera pegas a todo: a mis vaqueros, a mi pelo suelto, a mi forma de andar e incluso de mirar.

Y entonces comenzaron los verdaderos problemas.

Mis recuerdos de infancia, hasta los once o doce años, vienen con una banda sonora propia: las discusiones encarnizadas entre mi padre y mi madre. Pero cuando alcancé la pubertad, ella desvió su agresividad y encontró un nuevo objetivo hacia el que canalizarla: Yo. Por supuesto, este cambio de actitud coincidió con una nueva toma de postura con respecto a mi padre, que pasó de ser el enemigo declarado a convertirse en un aliado de conveniencia. Es cierto que no dormían juntos, que él no le era fiel, que probablemente no se amaban, pero compartían una opinión común: no estaban dispuestos a permitir que yo hiciera lo que quisiera con mi vida. A partir de entonces, iban a ser ellos los que tomaran decisiones sobre mi existencia: qué ropa debía ponerme, a qué hora debía irme a dormir, con qué gente debía relacionarme, qué música debía escuchar, qué sitios debía frecuentar.