De modo que acabé en Edimburgo por casualidad. En la vida se me había pasado por la cabeza la idea de acabar estudiando en Escocia. Y así me van las cosas… A veces pienso que siempre he tomado las decisiones más importantes sin enterarme.
Llegué a Edimburgo pensando que, con mi mayoría de edad, la vida se aceleraría, que sería cada vez más rica e intensa. No sospechaba que estaba a un paso de llegar a punto muerto.
A la semana de aterrizar allí se me derrumbó sobre la cabeza la inmensidad de lo que había perdido, y creo que lloré tanto como las nubes de la ciudad que me acogió. Una ciudad armoniosa, de trazado medieval, de piedras mudas y tejados góticos, vigas de madera, puntales en los tejados y farolas en las calles de moderada agitación. Una ciudad que se ha extendido alrededor de su núcleo, mientras la parte antigua ha ido incorporando la nueva, asimilándola a la ya existente con una calma profunda.
Mis primeros meses se me aparecen en el recuerdo como una especie de borrón, un embrollo de horas húmedas y grises que transcurrían en monótona sucesión; un rosario de fechas empapadas de nostalgia, una detrás de otra, sólo diferenciadas por el nombre que el calendario asignaba a los días. Después del viernes tres venía el sábado cuatro, después el domingo cinco, inevitables. La angustia, un buque fantasma, se iba hundiendo lentamente en el tiempo cenagoso; aquella angustia ante lo borrado, lo perdido, que se iba posando dentro, como una lluvia interior. En un intento de acallarla me impuse un programa de estudios espartano, y mi rutina diaria transcurría entre una universidad de paredes de piedra cubiertas de musgo y una habitación helada y lóbrega, con la cabeza enterrada entre libros y cuadernos, porque quería llenarme la mente, atiborrarla de datos, bloquear sus salidas con recién aprendidas palabras y sepultar los recuerdos bajo gerundios y participios y citas de Shakespeare, para no pensar en lo que dejaba atrás. Detestaba aquella residencia, detestaba su cuarto de baño común y sus paredes desconchadas; y detestaba en particular mi habitación, amueblada apenas por una cama que recordaba a los camastros que suelen encontrarse en los albergues de invierno y una mesa que aún conservaba las iniciales escritas a navaja por mi predecesor y su predecesor y quién sabe cuántos pre-pre-predecesores más Me sentía triste, y pobre. Pobre en espacio, escasa en luz, indigente en calma, desposeída de una atmósfera de intimidad, necesitada de todo aquello que hace del hogar del hombre su castillo.
Pero me empeñaba en mantener aquel voto de clausura: sabía que la única forma de quedarme en Edimburgo era superar con notas excelentes el curso de inglés para extranjeros que estaba estudiando. Así me concederían una beca, como sucedió finalmente, y, con la excusa de estudiar una carrera, podría permanecer tres años más en aquella ciudad brumosa, bajo la protección del imponente castillo perennemente velado por lechosos jirones de niebla, y ya no tendría que regresar a la luminosa Madrid que tanto echaba de menos. La añoraba, pero no quería volver; o más bien no podía volver. Me obligué a mí misma a adaptarme, y sometí a la nostalgia demostrando la misma tozudez con la que a los catorce años dejaba en el plato la mitad de la comida, incluso cuando el estómago me dolía de hambre.
Cuando salgo de casa son las siete de la mañana. Cat todavía está dormida. Ayer bebió y lloró mucho. Me he levantado sin hacer ruido para no despertarla. Avanzo de puntillas. El rumor de mis movimientos penetra en la inmovilidad del cuerpo dormido que se estremece, pero no se despierta. Echo una última mirada a su naricita gatuna apoyada sobre la almohada. Sé que se enfadará cuando descubra esta última traición: que me he ido sin despertarla. Pero yo no quiero prolongar la despedida, como quien prolonga con máquinas la agonía de un moribundo en el hospital. A un lado de la cama reposa, apoyado sobre su vientre verdoso, el cadáver de la botella que Cat vació entre súplicas y reproches, y su cuello me apunta acusador como en el juego de la verdad al que mis primas y yo solíamos jugar de pequeñas. Se ha quedado señalando la eterna pregunta de Cat, que formuló mil veces en distintas variaciones: Dime la verdad… ¿tú me quieres? Sólo la verdad. Pero la verdad no es un estado definible e inmutable. La verdad está en la cabeza de cada uno. No depende de datos ni de cifras ni de fechas. Apuro el pasillo a pasos cortos y callados y cierro con cuidado la puerta tras de mí. La estación está cerca, sólo tengo que cruzar Lothian Road.
Todas las tiendas están cerradas a esta hora de la mañana. El cielo cubierto diluye en humedad los oscuros perfiles de las casas. Desde las ventanas de los escaparates todavía dormidos -Boots, C amp;A, Marks and Spencer, Dolcis, The Body Shop- los cristales me devuelven la imagen de una chica alta y delgada que podría gustarme si no supiera que se trata de mí, y no puedo evitar recordar que, cuando Cat y yo nos conocimos, una de nuestras distracciones preferidas consistía en pasear por esta misma calle, detenernos de vez en cuando en alguna de estas tiendas y comprarnos chucherías la una a la otra. Paseábamos cogidas de la mano y todos los peatones nos dirigían miradas de soslayo. En parte, porque les resultaba chocante la imagen de dos chicas paseando enlazadas. En parte, porque las dos éramos jóvenes y guapas y daba gusto mirarnos. Yo lo sabía y me sentía orgullosa, feliz como una niña que pasea por primera vez al cachorro de aguas que ha sido su regalo de cumpleaños. Atravieso Lothian Road, dejando atrás las casas viejas de ladrillo rojo ennegrecido por el humo y los tejados de pizarra gris. La calle parece alargarse con la niebla y los ojos buscan un horizonte que se ha desvanecido. Arrastrando mi maleta con ruedas, zaguera de mis pies como un perrito fiel, un millón de gotas diminutas me empapan la nariz y los cabellos y no consigo borrar de mi cabeza la imagen de Cat dormida. Pero mi maleta pesa más que el arrepentimiento.
No hay nadie en la estación. Nadie coge hoy el primer tren para Londres. Ni el quiosco de prensa ni la tienda de baguettes han abierto todavía. En el andén recién despertado otras tres sombras esperan a mi tren, difuminadas por el vaho que desprende mi respiración entrecortada. Pasan unos minutos que se me hacen eternos. Un desconocido enciende un cigarro y su mechero provoca un resplandor repentino que ilumina un segundo la perspectiva del andén; otro se sube el cuello de la chaqueta intentando combatir el frío de la mañana; una chica recorre la plataforma con pasitos de impaciencia contenida, cinco hacia delante, cinco atrás, una danza inútil que no la lleva a ninguna parte. Aunque compartimos una tensión común a la espera de un mismo tren que no llega, no intercambiamos ninguna mirada, ningún gesto de solidaridad o simpatía. Llega por fin el tren, justo cuando pensaba que mis manos iban a congelarse. Coloco la maleta en el compartimiento destinado a los equipajes y me arrellano en el asiento. Tensa e incómoda, preparo el cuerpo y la cabeza para las horas de trayecto que me esperan.
El tren arranca con un silbido que corta el aire húmedo de Edimburgo, y el perfil de la estación se desdibuja poco a poco a medida que la máquina toma velocidad. A través de la ventanilla se suceden diferentes variaciones del mismo paisaje aterido. Grandes extensiones de campo en movimiento salpicado de puntos de color: casas pequeñas, invernaderos, cercas que separan los jardines. Verde musgo, verde esmeralda, verde hierba… verde, verde, verde, todas las tonalidades del verde oscuro desfilan ante mis ojos bajo un cielo hecho de gotas de agua y de guiñapos de algodón sucio. Verde como los parques de Edimburgo, verde como los ojos de Cat. Una asocia las cosas que le gustan a las que le gustaron y las afinidades espontáneas están construidas a base de recuerdos: la memoria me asegura que siempre sentiré pasión por el verde.
El constante traqueteo tiende las redes al sueño y las formas se van difuminando hasta convertirse en una pantalla verde uniforme sobre la que dibujo mentalmente la imagen de Cat: ojos rasgados coronados por unas cejas rubias prácticamente imperceptibles que convergen en una nariz pequeña y un tanto respingona apuntando con descaro a cualquier interlocutor; a los lados, unos pómulos altísimos, casi demasiado perfectos, y bajo la nariz una boca de trazo recto y carnoso. Como si fueran briznas de paja unas mechas cobrizas enmarcan el óvalo perfecto de la cara; un óvalo de piel blanca, hecha de frío y leche, que nunca ha conocido un bronceado de agosto. Cat, la chica gato, podría ser una de tantas chicas que salen en las revistas anunciando cremas hidratantes: Tu piel se merece protección. Y tú te mereces amor, ¿crees que no lo sé?
Antes de conocerla jamás me fijaba en las rubias. Supongo que tenía la imagen de Mónica tan metida en la cabeza que me resultaba imposible interesarme por una persona que no se pareciera a ella. Sin embargo, me fijé en Cat desde la primera vez que la vi.
La conocí hace tres años y medio, cuando yo llevaba seis meses en la ciudad, en un club de paredes oscuras y música inarmónica cuya entrada quedaba estrictamente restringida a mujeres, y cuya ubicación me fue revelada a través de un anuncio en The List. Me presenté allí, sola, una noche en la que mi existencia conventual empezaba a hacerse insoportable y mi espíritu rebelde exigía a gritos cerveza y humo. Una mujer, me decía mi madre, no debe ir sola a un bar. Todo el mundo sabe de sobra qué es lo que buscan en los bares las mujeres sin compañía. Por una vez, y sin que sirva de precedente, mi madre tenía razón. Me rechinaba en la memoria el cataclismo que se organizó en Madrid la última noche que salí, cuando me presenté, yo sola, en La Metralleta, buscando a Mónica, y descubrí que en realidad los hombres no habían cambiado mucho desde los tiempos de mi madre. Por eso decidí, la primera noche en que me atreví a salir en Edimburgo, irme a beber a un bar donde no hubiera hombres, lejos de sus inevitables acosos, de los problemas que mi mera presencia desencadenaría. No iba buscando una chica, no fui allí porque me sintiera lesbiana. Sólo buscaba una cerveza y un poco de música.
Al entrar pensé que quizá me había equivocado. Montones de chicas revoloteaban por la pista estrellándose las unas contra las otras, igual que los cuerpos celestes -los asteroides, las estrellas, los planetas- colisionan a veces en el espacio. Sus sombras se confundían bajo las llamaradas de luces que descubrían perfiles y figuras. La mayoría llevaba el pelo corto y vestía pantalones, aunque también había alguna que otra disfrazada de femme, con falda de tubo y melena de leona. Si una se fijaba, acababa por comprender que existía una sutil demarcación de territorios. Las radicales resistentes ocupaban el flanco izquierdo, uniformadas en sus supuestos disfraces de hombres, fumando cigarrillos con gesto de estibador y ceño de mal genio, las piernas cruzadas una sobre la otra, tobillos sobre rodilla, en un gesto pretendidamente masculino. En la pista bailaban jovencitas más despreocupadas, que podían haber estado en una discoteca hetero sin llamar en absoluto la atención. Una rubia bastante llamativa se había permitido incluso ponerse un traje largo y coqueteaba con una pelirroja que se la comía con los ojos, mientras correspondía a la conversación de su amiga con una sucesión de carcajadas nerviosas y forzadas.