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No dije palabra. El coche arrancó dejando atrás la carroña recalentada por el sol, las vísceras del color de una paleta sucia. A través de la ventanilla del coche los edificios se sucedían a velocidad de vértigo.

Cuando llegamos al garaje Mónica inspeccionó con cuidado los guardabarros del coche. Estaban abollados. Había que llevar el coche al taller y asegurarse de que lo repararan antes de que volviesen sus padres. Un problema serio, dijo, porque ahora necesitaban dinero extra. En ningún momento mencionó a aquel perro abandonado, a sus entrañas, a sus boqueadas de agonía. Mientras la contemplaba, agachada frente a los faros delanteros (uno se había roto) comprendí que no la conocía, que sólo ahora empezaba a conocerla. Y de pronto ella alzó la mirada y me sorprendió. No sonrió, no hizo ningún gesto. Quizás adivinó lo que yo estaba pensando. Yo me sentía más cerca del perro que de ella, como si en cualquier momento me pudieran dejar tirada en la carretera, en cuanto me convirtiera en un obstáculo en su camino. Intuí que al clavarme la mirada como lo hacía me estaba asestando también una puñalada de certeza, honda y sostenida.

– Este loro es potentísimo, tía.

No hacía falta que Coco lo dijera. Había puesto la música a un volumen tan atronador que las paredes vibraban. Él seguía el ritmo con los pies mientras esperaba a que su novia (por decir algo) preparase los rectángulos de papel de aluminio necesarios para fumarse un chino.

– ¿Tú vas a querer? -me preguntó Mónica.

– No.

– ¿Ni por una vez? Pruébalo y decide. Puede que te guste.

En aquel momento sonó el timbre. Mónica ocultó precipitadamente la bolsita de la heroína y el papel de aluminio y, por señas, nos indicó que desapareciéramos del salón; así que nos internamos en el pasillo, y cerramos la puerta. Coco pegó la oreja a la puerta y yo le imité. Reconocí la voz: se trataba de la vecina, la del caniche. Llevaba años oyéndola, desde que empecé a visitar la casa de Mónica, ya que solía pasarse a menudo para hablar con Charo de naderías. Se notaba que la pobre no tenía mucha gente con la que relacionarse. Esta vez había venido a quejarse del volumen de la música, y Mónica se deshizo en excusas, haciendo gala de sus mejores modales, para asegurarle que el incidente no volvería a repetirse. En cuanto Mónica cerró la puerta, Coco y yo volvimos al salón.

– Ya habéis oído, ¿no? -dijo ella-. Así que cuidadito con lo que digamos, que estas paredes son de papel.

– Estoy pensando que quizá pruebe un chino. Pero sólo uno, y sólo por esta vez. No lo he probado nunca, y siento curiosidad -musité yo tímidamente.

– No me seas agonías… No tienes por qué excusarte, ni por qué tenerles tanto miedo -me tranquilizó Mónica-. Hace falta meterse muchos para engancharse. Pareces tu madre.

Así que Mónica preparó tres chinos, quemando la heroína en tres trozos de papel de plata, que nos pasó acto seguido, junto con el canuto de un bolígrafo Bic, para que la esnifásemos. Mónica aspiró hondo y se dejó caer en el sillón. Luego me tocó a mí. Esnifé mi chino, dejé el albal y el canuto en la mesa, me recosté al lado de Mónica y le cogí la mano.

– Lo que no entiendo -le dije- es que una tía como tú no sepa cómo divertirse si no se mete de todo. Precisamente tú… En el colegio todo el mundo pensaba que eras un genio.

Ella miraba al techo con los ojos entornados y un brillo infantil en la mirada.

– Debo de haber sido la única niña del mundo a la que le encantaba ir al colegio. -No sé si me respondía o si pensaba en voz alta.

Mónica me apretó la mano con fuerza. De repente me di cuenta de que Coco estaba observando la escena y solté la mano de mi amiga.

En el mundo en el que yo crecí parecía estar muy claro lo que era un hombre y lo que era una mujer. Se hablaba de ocupaciones etiquetadas como más o menos adecuadas para la virilidad de un hombre o más o menos incorrectas para la feminidad de una mujer. A las mujeres les correspondía una cierta forma de docilidad, de refinamiento, de sensibilidad de gustos, de comportamientos. Ellos eran más fuertes y rudos, menos sensibles, más encaminados al trabajo duro. Existían, además, hombres señalados como femeninos y mujeres etiquetadas como masculinas, aquéllos y aquéllas demasiado débiles o demasiado rudas de acuerdo con el patrón.

Pero, por supuesto, y como pasaba siempre con las enseñanzas de las monjas y de los padres católicos, en realidad las cosas no eran tan claras como pretendían hacernos creer. Los sexos no estaban diseñados en prístino blanco y negro: existía una variedad infinita de matices de gris. Los hombres, puestos en fila, presentarían diferentes grados de masculinidad tanto en su aspecto como en su comportamiento, y las mujeres mostrarían una variedad comparable, incluso mayor, de forma que alguna mujer supuestamente no femenina podría resultarlo colocada al lado de un hombre hipermasculino. Y si se pusiera a un hombre dulce y delicado, supuestamente femenino, al lado de la más dulce versión femenina de su propia persona, parecería mucho más masculino que ella. Todo el asunto acababa reducido, por tanto, a una cuestión de grado.

El problema es que, en el reducido microcosmos en el que yo me eduqué, prácticamente no existían modelos masculinos, excepto mi padre, que no estaba nunca. Hay que recordar que yo asistía a un colegio exclusivo para chicas, y regido por mujeres. Las amistades con miembros del sexo opuesto nos quedaban restringidas (por no decir prohibidas), muy particularmente en la prepubertad y la primera adolescencia. Yo no tenía amigos, con o, ni posibilidad de tenerlos. No conocía manera de establecer contactos sociales fuera del colegio.

En principio, mi primera identificación fue fáciclass="underline" yo era una niña. No había más que ver la forma en que me vestía, mi uniforme de colegio, todos los aditamentos (las faldas, las coletas sujetas con un lazo en el extremo, los zapatos de punta redonda ajustados de lado a lado con una cinta sujeta por una hebilla…) que quedaban decididos para mi persona desde el día en que nací, en el momento mismo en que la comadrona comprobó que no me colgaba un badajito bajo la cintura y me perforaron a los dos días las orejas para poderme poner unos pendientes. Pero más adelante, al ir creciendo, empecé a compararme a mí misma, respecto a mis impulsos e intereses, con lo que me rodeaba, con la idea que las monjas y mi madre tenían sobre la niña que debía ser y la mujer en la que tendría que convertirme, y me di cuenta de que yo no era, nunca sería, así. Yo fui educada para exhibir unos comportamientos determinados, para desempeñar un papel coherente aprendido, y durante el tiempo que seguí la farsa viví una vida artificial, envidiando de corazón a aquellas criaturas que me rodeaban, que no necesitaban fingir que eran unas niñas buenecitas, porque realmente lo eran. Pero la nitidez misma del personaje me permitía interpretarlo sin problemas, tal y como si me hubieran pasado un guión. Todo se reducía a ajustarse a lo que me habían enseñado: no hacer y no decir ciertas cosas (no soltar palabrotas, no jugar al fútbol, no subirse a los árboles, no discutir, no gritar, no, no, no, no…). Así que, aunque yo no me sentía a gusto, nadie lo imaginaba.

Es decir, desde aproximadamente los once años me empecé a sentir distinta a mis compañeras de clase, muy distinta, pero intentaba que no se notara mucho. A los doce años era una especie de escoba andante, un plumero de greñas rubias plantado encima de un palo. Me importaba un comino la ropa, me daba igual si mis zapatos eran castellanos y mi polo Lotusse o si no lo eran, no me apetecía forrar mis libros de texto con papel de flores en tonos pastel, ni, mucho menos, con fotos de bebés, ni le veía la gracia a llevar el pelo largo si eso significaba tener que pasarme media hora cada mañana batallando contra los enredones. No sentía el menor interés, como se esperaba, ni por las rimas de Bécquer ni por las matinales del Gran Musical, ni por los cotilleos del Súper Pop. Miguel Bosé me daba grima, Pedro Marín me parecía una nena e Iván una locaza de cuidado cuando desconocía incluso el significado del término.

A los doce años aprendí a localizar Radio 3 en el dial del aparato de radio y me entusiasmé con un tipo de música que mis compañeras de clase desconocían por completo y no tenían, dicho sea de paso, el menor interés por conocer. A ellas no les sacabas de sus (ya citados) ídolos del Súper Pop, quienes, por cierto, más parecían chicas que chicos. Mientras mis compañeras se llenaban el pelo de horquillas rosas hasta que su cabeza adquiría el aspecto de un puesto de mercadillo de domingo, e invertían la paga de tres domingos en la adquisición de la imprescindible sudadera de algodón en tonos pastel, yo me encerraba en mi habitación los domingos por la tarde, escuchaba la radio y leía los libros de la biblioteca de mi padre (los leí todos en aquellos años, uno por uno, desde Balzac a Thomas Mann, enterándome más bien poco de lo que leía) y suspiraba por adentrarme en un mundo que me estaba vedado, un mundo habitado por seres que se parecerían a Siouxsie Sioux y a Robert Smith, llevarían el pelo corto y encrespado y teñido de colores imposibles, se maquillarían los ojos y se pondrían brillantes pantalones de vinilo (inaceptables, según las monjas y según mi madre, tanto para los hombres como las mujeres). Cuando en la tele salían Alaska y los Pegamoides y mi madre ponía el grito en el cielo diciendo aquello de parecen mamarrachos y Dios mío, adonde vamos a llegar, yo sentía secretamente que me habían colocado fuera de sitio, que el mundo al que yo pertenecía por derecho estaba fuera, fuera de mi casa, fuera de mi colegio, escondido en alguno de los rincones secretos de Madrid, en alguna esquina recóndita que no alcanzaba a verse desde mi autobús. Pero ¿dónde?

Entretanto, seguía siendo la niña callada y rarita que vestía idéntico uniforme azul al del resto de las alumnas del Sagrado Corazón, y que se empeñaba en seguir llevando trenzas a pesar de que todas las demás niñas de su clase ya exhibían con orgullo sus melenas libres de gomas y ataduras. Tenía buenas notas y no molestaba a nadie. Luego llegó octavo de EGB y conocí a Mónica.

En mi colegio, los grupos de clase se mantenían inmutables durante años. Es decir, se entendía que durante todos los años en los que una niña asistiese a clase compartiría aula con el mismo grupo de chicas, y esta regla variaba sólo por una circunstancia excepcionaclass="underline" que se repitiera curso, y por tanto, una niña se viera obligada a descender al grupo inmediatamente inferior al suyo, como fue el caso de Mónica. Cuando la conocí era un año mayor que yo. Un año de diferencia, que en la juventud no significa nada y no crea una distancia exagerada, por ejemplo, entre mis veintidós años y los veinticinco de Cat, cobra una importancia significativa en la pubertad, y marcaba, de los doce a los trece, una distancia inmensa, la distancia que distingue a una niña plana y con trenzas de una mujer que usa sujetador y ya sabe para qué sirven los tampones. A Mónica la precedía una fama de alborotadora contra la que las monjas nos prevenían y que le había costado el curso. De hecho, había repetido no tanto por su expediente académico, que era tan malo como el de otras muchas niñas que sí habían superado octavo de EGB, como por la necesidad de separar a la líder del grupo oficial de rebeldes de octavo (rebeldes: ése era el término con el que las monjas definían a las descastadas) de aquella cuadrilla de acolitas que la seguían a ciegas, la banda que se internaba en las clausuras a la hora de misa para ver las tocas de las monjas y organizaba excursiones a los comedores para robar donuts de chocolate y quedaba con chicos de los Jesuítas a la salida del colegio. Así que las monjas decidieron, por simple tozudez, no aprobarle las dos asignaturas que dejó colgadas para septiembre y obligarle de esa manera a repetir curso, y bastante hicieron no expulsándola, según ellas, que méritos para la expulsión los había acumulado todos, pero había que tener en cuenta quién era la madre, y el hecho de que en los ocho años que la niña llevaba en el colegio el pago de sus facturas no se había retrasado una sola vez, ni una sola, y ése era un detalle muy a tener en cuenta, especialmente en un momento crítico como aquél, en el que se habían puesto de moda los colegios laicos y cada vez había más padres que decidían sacar a las niñas del colegio para llevárselas al vecino Santa Cristina, donde imperaba la educación mixta, y donde asistían los hijos de Ramón Tamames. Y la verdad es que la propia Charo pensó alguna vez en seguir la corriente general e inscribir a Mónica en el colegio Estudio, o en el Base, o en el Liceo Francés, pero en parte estaba de acuerdo con las monjas sobre la naturaleza revoltosa e intratable de la niña y consideraba que mejor le vendría una educación disciplinada para meterla en vereda.