Por entonces no existía peor castigo ni destierro para una niña de trece años que separarla a la fuerza de las amigas con las que había compartido travesuras y confidencias durante ocho y obligarla a integrarse con el grupo de mocosas del curso inferior de las que se había reído durante tanto tiempo. En teoría podría verse con sus amigas de siempre, las de toda la vida, a la hora del recreo, pero Mónica bien sabía que las cosas nunca eran así, que existía una regla escrita según la cual desde el momento en que no existía un enemigo común, en que no se podía malmeter contra la misma profesora de sociales, ni hacer desaparecer todas las tizas minutos antes de que entrara en clase, ni jugar a pasarse notitas clandestinas durante los exámenes, ni ponerse a bailar ballet en el pasillo que quedaba entre los pupitres durante las clases cada vez que la gorda de sor Amparo se daba la vuelta contra la pizarra para explicar el desarrollo de una ecuación, se borraba de un plumazo aquella camaradería construida durante años; y el escaso contacto que pudiera establecerse en los recreos no serviría para mantener algo que se había forjado a base de ocho horas diarias de tortura común.
Bien sabían las monjas, como bien sabía la propia Mónica, que desde el momento en que la hija de Charo no asistiera a las excursiones de las de BUP, ni a sus retiros espirituales, ni participase en sus obras de teatro ni en la organización de fiestas a beneficio de Caritas, se convertiría en una paria para el grupo que ella misma lideraba no hacía tanto. Lo sabía tan bien como las monjas que habían decidido, muy conscientemente, convertirla en tal.
Así que gracias a las monjas y a la madre que decidieron que la niña repetiría octavo de EGB, yo conocí a mi alma gemela, en el momento en que más sola se encontraba y más me necesitaba.
Normalmente cada alumna elegía un pupitre el primer día de clase y allí se quedaba durante todo el año. Mónica se encontró integrada a la fuerza en un grupo de desconocidas, y acabó sentándose a mi lado porque yo no tenía amigas íntimas, es decir, que nadie deseaba de forma particular ocupar el espacio contiguo al mío, de forma que Mónica se encontró con un sitio vacío y allí se colocó. Las monjas aprobaron esta decisión ya que creyeron que, como yo tenía buenas notas y era tan calladita, podría convertirme en una buena influencia que atemperaría un poco la impulsividad de aquella niña respondona. Así que de pronto me vi obligada a compartir mi espacio durante ocho horas diarias con la criatura más radiante que hubiese tenido nunca cerca.
Mónica era morena y mate, de ojos negros, rasgados y húmedos, enmarcados por un bosque de pestañas oscuras y rizadas. Vivaces e inteligentes, aquellos ojos siempre dispuestos a sonreír obligaban a prestarle atención, por más que no se la pudiese calificar de guapa, en el sentido estricto de la palabra. Los pómulos sobresalían, tal vez demasiado, a ambos lados de la nariz afilada. Bajo ella, la boca, algo hinchada, formaba un hoyuelo a la derecha que se dejaba ver cuando sonreía y enseñaba una hilera de dientecillos blancos y puntiagudos, como pequeñas piedrecitas de río. En resumidas cuentas, era atractiva, a pesar o a causa de sus facciones irregulares. Pero su belleza radicaba, sobre todo, en sus ojos, aquellos ojos que estremecerían a una esfinge, y que la convertían en una criatura triunfante. Unos ojos que hablaban por sí mismos, que ni siquiera las gafas lograban esconder.
Hablaba y hablaba sin parar, y encontró en mis silencios el caldo de cultivo ideal para desarrollar su vena parlanchina. Siempre daba por hecho que el resto del mundo prestaría, como prestaba, en efecto, atención a lo que a ella le sucedía, y no en sentido inverso. Me fascinó porque era mi alma gemela y a la vez, paradójicamente, mi opuesto total, mi complementario. Me pasaba horas escuchándola embobada, arrastrada por su corriente de energía, mientras ella despotricaba incesantemente contra Charo, contra las monjas, contra nuestras embobadas condiscípulas. Acabó por convertirse en mi amiga, en mi única amiga, y por compartir mis gustos musicales y mis rarezas. Con el tiempo intercambiaríamos libros y discos y álbumes de cómics y construiríamos poco a poco entre las dos un universo privado que yo imaginé eterno. No lo fue.
Al poco de conocerme, me invitó a merendar a su casa. Ni su padrastro ni su madre llegaban nunca antes de las diez, de forma que su casa era un territorio libre, en el que se podía ver cualquier programa que a una le apeteciera en la televisión, escuchar música a todo volumen, atiborrarse de patatas fritas y Coca-cola, en fin, todo lo que a una le apetece hacer a los doce años, todo lo que en mi casa no me permitían hacer. A mi madre no le hacía ninguna gracia ver cómo yo me iba alejando de ella gradualmente, y fue precisamente en aquella temporada cuando comenzaron nuestras discusiones a gritos. Y aquello se convirtió en un círculo vicioso, porque cuantas más tardes pasaba alejada de casa, más insoportable se volvía mi madre, y cuanto más me chillaba mi madre, menos ganas tenía yo de volver a casa. Así que acabó por convertirse en una costumbre que yo me fuera del colegio a casa de Mónica, con la excusa de hacer los deberes, y que muchas noches me quedara a dormir allí. Entonces le tocaba a Charo lidiar con mi madre para convencerla de que no había nada malo en que yo me quedase a dormir en su casa, y que tanto Mónica como yo estábamos en esa edad en la que las adolescentes necesitan intercambiar confidencias y tan importantes se hacen las amistades. Estoy segura de que a mi madre no le hacía ninguna gracia que yo intercambiara confidencias con nadie, y mucho menos con Mónica, pero le impresionaban tanto la elegancia y la mundanidad de Charo que no se atrevía a discutir, y acabó aceptando, aunque a regañadientes, su derrota, y permitiendo que mi intimidad con Mónica se afianzara. Eso sí, lo pagué caro, porque desde entonces todo fueron discusiones y reproches y lágrimas por cualquier cosa, nada de lo que yo hacía o decía le gustaba y se declaró entre las dos una guerra tenaz y callada que se mantendría durante años.
Desde los doce hasta los dieciocho años fue Mónica la persona más importante de mi vida, por encima de mi propia madre, y aunque yo no tuviera entonces una conciencia muy clara de lo que el deseo significaba, puesto que entonces no había, como ahora, artículos sobre el sexo y sus modos y maneras en cada una de las revistas femeninas, sí sabía que, de una forma oscura y poco definida, mi noción de deseo estaba relacionada con Mónica, íntimamente ligada a su imagen, y podría decir que opté por enamorarme de ella, quién sabe, porque las monjas y el mundo se habían encargado de repetirme una y otra vez que yo no era una chica con todas las letras, sino una chica falsa, una farsante que se hacía pasar por tal. Y si yo no era una chica, si era algo así como una especie de alienígena infiltrado que no era él ni era ella, ¿por qué tenía entonces que enamorarme de un hombre y casarme y tener hijos si a mí no me apetecía? ¿Por qué no iba a enamorarme de quien a mí me diera la gana?
La amaba a los dieciocho de la misma manera que la amaba a los doce. No pensaba en acostarme con ella: me bastaba con sentirla cerca. Estábamos cenando en la cocina -tallarines con queso, para variar: fáciles de preparar y baratos- y la mera presencia de Mónica convertía en acogedor aquel espacio, aquella misma cocina cuyas sucesivas transformaciones yo había presenciado durante seis años, cada vez que a Charo le daba por modernizarla; la misma cocina en la que había cenado o merendado unas tres veces por semana desde los doce años. Ellos devoraban lo que parecían a mis ojos gusanos ensangrentados y yo, como de costumbre, jugueteaba con la comida. No engañaba a Mónica; ella ya sabía que yo no comía, pero hacía tiempo que había desistido de convencerme. Mientras yo me entretenía enrollando y desenrollando la pasta con el tenedor, ellos discutían sobre lo que íbamos a hacer aquella noche. Salir de marcha, por supuesto. Para eso existían las noches: para apurarlas a tragos. El plan estaba decidido. Sólo restaba acordar el itinerario y el medio de transporte.