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– Estoy bien. Estoy en casa de Mónica.

– Eso ya lo sabíamos. Y bien… ¿piensas volver? Supongo que sí, porque dudo que tengas la intención de pasar el resto de tu vida en casa de tu amiguita. Deberías hablar con tu madre y disculparte. Es con ella con la que te has peleado. En fin, ya sabes cómo es… Cuando se pone histérica es mejor no hacerle caso. Pero luego todo se le olvida. No le des más importancia de la que tiene. No ganas nada siguiéndole el juego.

De nada hubiera servido decirle que las cosas no eran tan fáciles, que la última discusión había sido demasiado violenta y que yo había llegado a un punto en que la mera presencia de mi madre me amargaba. Resultaba evidente que él estaba intentando a la desesperada zafarse de cualquier responsabilidad, y, en el fondo, yo no le culpaba. En cierto modo casi le agradecía la actitud absentista que había adoptado en los últimos años. Le prefería con mucho así que a como era en el pasado, cuando le daba por intervenir, por saldar las discusiones a golpes y bofetadas.

En ese momento repiqueteó el teléfono. Mi padre accedió a que le pasaran la llamada y acto seguido se enzarzó en una conversación de negocios, completamente ajeno a la presencia de su hija. Discutía, recuerdo, sobre unos márgenes de distribución. Por lo visto el futuro de la Humanidad dependía de que no subiesen un punto. Mi padre se iba acalorando cada vez más y entretanto yo jugueteaba nerviosa con uno de mis mechones blancos, esperando a que él diese por finalizada la conversación. Cuando por fin colgó, se me quedó mirando sin articular palabra, como sorprendido de mi presencia. Quizá, en el calor de la discusión, se había olvidado de mí. Después me dijo que tendría que perdonarle, que debía atender en breve una reunión importante. Entonces me puse a llorar. Juro que intenté contenerme, pero no pude. Él comenzó a tamborilear con los dedos sobre la mesa, visiblemente nervioso.

– Hija, por favor… que ya no tienes edad. Estamos en mi oficina, coño. Haz el favor de no dar la nota como tienes por costumbre.

Abrió un cajón y sacó una caja de pañuelos de papel. Me acercó uno para que me sonara. Me sequé las lágrimas e intenté reprimir los sollozos.

– ¿Sabes? -dijo él-, quizá deberías hablar de esto con el psiquiatra. Estás en una edad muy delicada… ya sabes. Tu madre ha estado viendo a uno últimamente y parece que está mejor. Está tomando no sé qué pastillas que parece que hacen milagros, un antidepresivo que acaban de sacar los americanos. Mi secretaria también las toma.

– Pues no parece que a ella le funcionen -dije yo, milagrosamente repuesta-. No se la ve muy contenta, que digamos.

– Además -continuó él, como si no me hubiera escuchado-, parecía que tu psiquiatra te gustaba.

– Precisamente porque me gustaba me convenciste de que dejara de ir -respondí.

El médico al que se refería me escuchó durante tres sesiones y luego insistió en que mis padres fueran a verle, porque le parecía esencial confrontar nuestros problemas en una terapia de grupo. Obvia decir que mi padre se negó categóricamente a participar. Dijo que estaba demasiado ocupado como para perder el tiempo en tonterías semejantes, y que él tenía muy claro que no necesitaba ver a ningún psiquiatra. Después me enviaron a otro, bastante mayor que el primero, que se limitaba a escucharme sin molestar a mis padres.

Mi padre le echó una ojeada nerviosa al reloj y me anunció que debía marcharse. Me dijo que no me preocupara por mi madre, que él se encargaría de decirle que me había visto y que yo estaba bien. Por último, me preguntó si necesitaba dinero. Negué con la cabeza y salí del despacho pegando un portazo.

Antes de abandonar la oficina, a punto de entrar en el ascensor, giré sobre mis talones y le espeté a la recepcionista: -Adiós, y que siga usted tan amable y tan simpática.

– Que sepas que cuando yo tenía tu edad tenía el mismo o mejor tipo que tú, y era bastante más educada -me respondió ella muy digna.

Mi padre debía de estar más que harto de convivir con dos enfermas mentales, su mujer y su única hija. Porque mi infancia, hace falta explicarlo, transcurrió con la conciencia de que mi madre estaba enferma, aunque nadie me precisó muy bien en qué consistía su enfermedad. Yo sabía que no convenía ponerla muy nerviosa ni someterla a emociones fuertes, que no podía beber alcohol ni pasarse demasiado rato frente al televisor, que debía tomar a diario unas gotas antes de cada comida, que su mesilla estaba repleta de frascos de pastillas de distintos colores a los que ella llamaba, en conjunto, su medicación. Y que no podía conducir. Cuando mi madre iba a buscarme al colegio era la única que no lo hacía en coche, y las otras niñas no comprendían que viniese a buscarme en autobús y que luego nos fuéramos de vuelta a casa juntas otra vez en autobús. Para eso, opinaban, bien podía irme yo en el autocar del colegio. Yo no acertaba a explicarles por qué a mi madre le tranquilizaba tanto saber que yo iba a volver con ella, por qué mi madre parecía tan deseosa de estar conmigo a todas horas, de no dejarme sola un momento. Tampoco sabía explicarles entonces por qué no podía conducir.

La primera vez que presencié uno de sus ataques yo debía de tener seis o siete años. Lo recuerdo bastante bien, aunque lógicamente las brumas de la memoria me hayan alterado un poco la escena. La memoria es mentirosa y muchas veces nos engaña transformando los hechos del pasado. Es, además, selectiva y subjetiva porque cuando rememoramos un episodio ya sucedido somos incapaces de reconstruirlo segundo a segundo, sólo recordamos los detalles que fueron más relevantes para nosotros. La memoria se deshace poco a poco en el olvido, como azúcar en agua. Así que trato de reconstruir la escena como puedo, aunque mantengo la seguridad de que mi percepción está alterada por montones de lagunas y lapsos que mi propia mente ha incorporado a aquella comida que tanto me impresionó.

Debía de ser un fin de semana, porque estábamos sentados los tres, mi padre, mi madre y yo, en la mesa del comedor. La luz del día se filtraba por la cristalera, así sé que no se trataba de una cena. Los días laborables mi padre no comía nunca en casa, y yo tampoco, casi nunca, porque lo hacía en el colegio. Fin de semana, pues. Mis padres estaban intercambiando agrias recriminaciones, pero me resulta imposible recordar el tema de la discusión. En un momento dado, mi madre elevó el tono de voz hasta un nivel desacostumbrado incluso para una casa como la nuestra en la que los gritos estaban a la orden del día.

Lo siguiente que recuerdo es que mi madre se derrumbó como una marioneta a la que le hubiesen cortado los hilos. La cabeza se le quedó colgando por encima de la silla, la melena rubia haciendo contraste con el tapizado damasco del respaldo. Estaba tan blanca como el mantel. Un hilillo de baba le caía por la comisura de los labios y descendía hacia la mandíbula. Boqueaba como un pez recién sacado del agua, y le acometían unos espasmos que le retorcían todo el cuerpo, como si le estuvieran aplicando descargas eléctricas: parecía un androide cuyos sistemas de coordinación acabaran de sufrir un cortocircuito. Mi padre saltó de la silla como accionado por una palanca, se precipitó sobre aquella muñeca babeante y desmadejada que hasta hacía unos minutos había sido su mujer, y le introdujo como pudo una servilleta en la boca.

«Llama al médico», gritó mi padre dirigiéndose a mí. «Llama al médico. Busca el número en una agenda negra que hay sobre la mesa de mi despacho. En la M. Explícale a quien te coja quién eres y di que tu madre ha sufrido un ataque.» Por el tono comprendí que la cosa era grave y atravesé el pasillo volando. En dos zancadas me planté en el despacho de mi padre y me precipité sobre la mesa. La dirección y el teléfono del médico figuraban los primeros en la lista de la M y en una letra más grande que el resto de los contactos anotados, para resaltar, sin duda, la vital importancia de esa persona y ese número. Las manos me temblaban de tal manera que me costaba marcar los dígitos en el disco. Por fin llamé y me respondió una voz femenina a la que le expliqué entre hipidos lo que sucedía. Ella me contestó con voz tranquilizadora que no debía preocuparme, que en seguida avisaban al doctor. Volví corriendo al comedor. Mi madre yacía sobre la alfombra agitándose como una lubina recién pescada. Mi padre, que le sujetaba los brazos por encima de la cabeza, intentando contener sus movimientos asincopados, me ordenó, en cuanto vio asomar mi cara asustada por el marco de la puerta, que me fuera inmediatamente a la cocina y que esperara la llegada del doctor. Me quedé, pues, en la cocina apoyando la mejilla contra la puerta para poder escuchar el traqueteo del ascensor y anticiparme a la llegada del médico. Abrí la puerta cinco o seis veces, confundiendo las subidas y bajadas de los vecinos con la llegada de aquel señor, hasta que finalmente, después de una espera que para mí duró una eternidad, llegó aquel doctor al que yo conocía de toda la vida, el mismo que me había curado las paperas y la varicela y me había puesto inyecciones en el culo cuando yo era un mico que no alzaba dos palmos del suelo. Le dije que mi madre estaba en el comedor, y no hizo falta que yo le indicara dónde estaba puesto que ya conocía la casa. Entró en el comedor y cerró la puerta tras de sí.

A través de la madera de pino yo le escuchaba dirigirse a mi madre por su nombre de pila y mantener algún tipo de conversación con mi padre que no conseguía descifrar. Al rato salieron. Mi padre llevaba a mi madre en brazos, inerte como una muñeca de trapo, blanca y hermosa con su pelo suelto cayendo en cascada, como las ilustraciones que representaban a la Bella Durmiente en mis libros de cuentos. La llevó a su cuarto, seguido de cerca por el médico, y yo me quedé esperando. Poco después salió mi padre y me explicó en pocas palabras y con voz grave que todo había pasado, que mi madre se encontraba bien, aunque débil, y que no debía preocuparme. Me envió a jugar a mi cuarto, y yo obedecí como la niña buena que era entonces, y allí me tumbé sobre la cama, ocultando la cara en la almohada esforzándome por permanecer quieta, muy quieta, inmóvil, intentando contener los parpadeos y la respiración, y procurando dejar la mente en blanco como solía hacer cuando algo me preocupaba.

A la mañana siguiente mi madre vino a despertarme más cariñosa que de costumbre. Se sentó a mi lado y me dijo que esa mañana desayunaríamos las dos juntas en la cama, porque ella tenía muchas cosas que explicarme acerca de lo que había pasado el día anterior. Salió del cuarto y volvió al cabo de un rato con una bandeja plegable sobre la que había una jarra de zumo de naranja y un plato rebosante de croissants con mermelada, y entre tragos y bocados me explicó qué era la epilepsia.