A esta conversación se sucederían muchas otras a lo largo de los años en las que mi madre me explicaría el inicio de su enfermedad, sus síntomas y sus consecuencias; y con el tiempo llegué a tener datos suficientes como para poder elaborar un historial clínico detallado de mi madre, si hubiera querido. Yo fui mucho tiempo su confidente y solía hablarme con una claridad y una sinceridad que los padres no suelen utilizar con sus hijos. Desde luego, mi padre nunca me habló así.
Cuando volví a casa de Mónica, después de la entrevista con mi padre, me encontré a la parejita recién levantada, desayunando en la mesa de la cocina. Mónica me preguntó dónde había estado y le dije que había salido a dar un paseo. Insistió en que fuera prudente con los vecinos y no preguntó más. Luego Coco, sonriente, pasó a comunicarme la última gran idea que habían estado madurando. Después del éxito de la última venta de pastillas, habían decidido ampliar el negocio: hasta las tres de la mañana, Coco seguiría pasando, como siempre, en el bar de Malasaña en el que todo el mundo sabía dónde encontrarle. Después, se dedicaría a pasar éxtasis en La Metralleta. A partir de las cuatro cerraban la mayoría de los garitos, y a esas horas La Metralleta se ponía hasta los topes de jovencitos con ganas de bailar y de drogarse. Lo mejor de todo es que esta nueva operación no iba a requerir coste alguno de inversión, puesto que podrían fabricar algo parecido al éxtasis a partir del arsenal de pastillas de Charo.
– Eso se llama estafar -opiné.
– Te equivocas -respondió Coco-. Se llama aumento de rentabilidad. ¿No eras tú la que quería estudiar empresariales? Pues vete enterando: las anfetas las vendes a cinco libras, y los éxtasis a tres talegos. Además, todo el mundo sabe que en la calle no se encuentra éxtasis del bueno.
Yo ya había oído hablar de esos falsos éxtasis. De los niños que la palmaban de un síncope en medio de la pista de baile, de los que se enganchaban a un jaco que ni siquiera sabían que habían estado consumiendo. No me parecía de ley aquello de vender pastillas de palo.
– Qué tonterías dices… -me reprochó Mónica-. La cantidad de caballo es mínima.
– Bueno, haced lo que queráis -respondí-. Pero que conste que esta vez YO no pienso ser la que los pase.
Llamaron por teléfono: dos timbrazos, pausa, dos timbrazos. El código que indicaba que la llamada estaba dirigida a Coco. Él se levantó despacio y cogió el teléfono. Hubo un breve intercambio de miradas entre Mónica y yo. Yo estaba celosa porque ella le hubiese permitido a él en tan poco tiempo hacerse con su espacio de semejante manera. Y ella no quería que yo me metiera en lo que no me importaba.
– Pensé que nunca llamarías… -dijo él-. Sí, claro que lo tengo… Sí, en tu casa, como acordamos. Pero no te lo voy a llevar yo. Te lo llevará una amiga mía… Muy guapa.
La primera vez que mi madre sufrió un ataque, me lo contó ella misma, apenas contaba cinco años. Estaba jugando tan feliz cuando de repente una especie de fogonazo negro le nubló la vista. Lo siguiente que alcanzaba a recordar era la visión de un enjambre de caras curiosas, agolpándose unas sobre otras, comentando horrorizadas lo sucedido. Ese dato era común a todos sus ataques: el no recordar nada de lo sucedido una vez volvía en sí. Lo malo es que aquello ocurrió en pleno Campo de San Francisco, cuando jugaba al corro con otras niñas, y en seguida se corrió la voz de que la niña estaba endemoniada. Su padre la llevó a Madrid a que la vieran los mejores médicos de la capital. Entonces las cosas no eran tan fáciles. No existían la medicación ni los conocimientos de ahora, decía mi madre. Nadie parecía tener claro lo que le pasaba.
Cuando la niña creció, su madre, su padre y sus tías se pusieron de acuerdo por una vez. La niña no debía quedarse en Oviedo, porque allí todo el mundo sabía lo de su enfermedad, y resultaría imposible casarla. Al padre, que era abogado y había estudiado en Madrid, no le apetecía condenar a la niña a la maledicencia de los ignorantes, y a la madre y a las tías les parecía una pena que una delicia de chica como aquélla, tan fina y tan mona, se tuviera que quedar a vestir santos. (Cuando oía la historia me estremecía un escalofrío al pensar que si mi madre no hubiera sido tan guapa a las mujeres de su familia les hubiera parecido lógico condenarla a zurcir calcetines y a oír misas para el resto de su vida.) Así que la enviaron a Madrid, a estudiar a un internado de monjas francesas donde las señoritas de familia bien aprendían francés, costura, bordado y economía doméstica, preparándose para convertirse en buenas esposas y madres el día de mañana. Las hermanas, enteradas de su problema, procuraron siempre ahorrarle emociones y disgustos a la niña, y habían sido bien informadas de los pasos a seguir si le sobrevenía una crisis.
En Madrid vivía un tío de mi madre que rondaba la cuarentena y tenía fama de vividor, y al que la familia no veía con muy buenos ojos. Ahora imagino que cuando la familia lo discriminaba por soltero y juerguista querían dar a entender su condición de homosexual. En cualquier caso, se trataba del único contacto con el que mi madre contaba en Madrid, así que, corno niña educada que era, le hizo llegar una nota formal haciéndole saber su residencia. Su tío no tardó en responderla y rápidamente se convirtió, para alegría de mi madre y escándalo de la familia, en su chevalier servant, en el galante acompañante que los fines de semana la llevaba a pasear al Retiro, al cine, al teatro, a mirar escaparates por la Gran Vía, a los conciertos del Real, y a tomar cócteles en Chicote y que, eso sí, la dejaba en la puerta del internado a las nueve y media, como mandaban los cánones. Mi madre lo adoraba y ella estaba convencida de que él la correspondía de una manera platónica.
Habían llegado a tal grado de confianza que ella se atrevió a contarle su secreto, a pesar de que había sido bien aleccionada por su madre y por sus tías para no revelarlo a no ser que resultara estrictamente necesario. Su tío, que era un hombre culto, le enseñó a admitir su propia enfermedad, y le explicó que Julio César había sido epiléptico, y probablemente también la propia Teresa de Jesús, que se trataba de una enfermedad como cualquier otra, o quizá incluso distinta, porque era patrimonio de genios, y que ella, por tanto, no debía avergonzarse de serlo. Y esto me lo contaba mi madre con un punto de orgullo en la voz.
Tomando cócteles en Chicote, mi madre conoció a mi padre. Mi padre era entonces un abogado joven y guapo (el hombre más guapo de todo Madrid, según mi madre) que de inmediato puso los ojos sobre esa niña recién llegada de provincias y no paró hasta conseguir que se la presentaran. Le debí hacer gracia precisamente, decía mi madre, porque no quería saber nada de él, porque era una chiquilla tímida que no se atrevía a mirarle a los ojos y se negaba rotundamente a salir con él a solas. Le costó meses conseguir sacarme a pasear al Retiro. La verdad es que a mí me volvía loca, pero me hubiera muerto antes de permitir que se me notase.
Al cabo de un año, el día que ella cumplía los dieciocho, él, que ya rondaba la treintena y se confesaba cansado de aventurillas mundanas y deseoso de sentar cabeza con una mujer católica como Dios manda, se le declaró. En cuanto en Oviedo se enteraron de la noticia hubo consejo familiar en el que se decidió que la niña debería quedarse en Madrid, porque si se volvía a Oviedo era seguro que la distancia acabaría con la relación, y no era cosa de arriesgarse a perder a un partido como aquél. Además, si el joven novio iba a visitar a su amada a Oviedo, alguien acabaría por contarle lo del problema de la niña, y, de momento, lo mejor era mantener aquello en secreto. Así que se llegó a un acuerdo con las monjas según el cual, aunque mi madre ya había finalizado su instrucción, se le permitiría continuar residiendo allí siempre y cuando respetase estrictamente las reglas y los horarios de la casa. Mi madre «trabajaba» (es un decir) en la Sección Femenina enseñando cocina y organizando visitas caritativas a los barrios pobres. Y salía todas las tardes, con su tío o con su novio formalísimo, o con ambos, al hipódromo, al Gijón, al Chicote, al Café Comercial, a Lhardy. Tenía el novio más guapo de Madrid y llevaba una vida digna de figurar en los ecos de sociedad. Era feliz, en suma. Nadie le había enseñado a aspirar a más.
Cuando por fin se fijó la fecha de la boda, Herminita hubo de enfrentarse a un serio problema moral. Su novio no tenía la menor idea de lo de su enfermedad. Las monjas habían guardado celosamente el secreto, tal y como habían sido prevenidas, y, afortunadamente, él, mi futuro padre, nunca había tenido que ser testigo de una de sus crisis. La enfermedad era hereditaria, ella lo sabía, y comprendía muy bien que ningún hombre quisiera hacerse cargo de una esposa con semejante problema, y, menos aún, arriesgarse a transmitírselo a su progenie. Habría sido fácil mantener el silencio, tal y como la madre y las tías aconsejaban, y más tarde, cuando sobreviniera alguna crisis, asegurar que aquélla había sido la primera, que nadie sabía nada del asunto, pues no eran raros los casos descritos en los que el primer ataque no aparecía hasta muy entrada la edad adulta. Pero mi madre sabía que la mentira era un pecado, un pecado cuya gravedad se acentuaba más si cabe si se tenía en cuenta que ella iba a mentir a la persona con la que iba a compartir el resto de su vida, unidos por un vínculo basado en el respeto, la lealtad y la sinceridad mutua. Así que lo consultó con su confesor y finalmente resolvió contárselo todo a su novio.
Y cuál no sería su sorpresa cuando él pareció entender perfectamente el problema, y es más, resultó que estaba informado de la naturaleza de la enfermedad y sabía bien que se trataba de un problema neurológico y no de una maldición. Y no le importaba lo más mínimo que Herminita fuese epiléptica y no le parecía que aquello representase obstáculo suficiente como para interponerse entre su amor. Entonces, decía mi madre con un brillo nostálgico en los ojos, entonces me quería de verdad, y yo me casé segura de él, de que él me cuidaría toda la vida. Porque siempre la habían cuidado, las madres, las tías, las monjas, su tío, y ella no había podido imaginarse siquiera una vida en la que alguien no estuviera permanentemente pendiente de su persona. Pero él no era así. Él, que había imaginado niños correteando por la casa, uno o dos varoncitos que perpetuaran su nombre y una niña que heredara la belleza de la madre, se decepcionó al ver que aquellos niños no llegaban y se cansó pronto de ella, como un niño que, aburrido de jugar, relega para siempre a un rincón el cochecito por el que había suspirado tantos meses. Durante aquellos interminables años baldíos él se fue distanciando, hastiado de las quejas y suspiros de su esposa, de las consultas de los ginecólogos, de la amargura que envenenaba el aire de la casa. Ella jamás pensó que no tendría niños. Al principio se aburría, luego se desesperó, finalmente se convirtió en una histérica insoportable. Cuando por fin me concibió hacía tiempo que daba por perdido el amor de su marido, pero pensó que ya no importaba, que allí estaba yo para mimarla, para adorarla y para ocuparme de ella. Nunca pudo perdonarme que no lo hiciera.