Aquel portal impresionaba. Una escalinata de mármol que ascendía hasta perderse en un larguísimo pasillo que se adivinaba desde el portón de hierro. En el remate del pasamanos, un gato de piedra se sentaba erguido con dignidad y elegancia. Subí hasta el descansillo. El ascensor era imponente: uno de esos ascensores antiguos, de cabina, en cuyo interior las paredes, de madera noble, estaban revestidas de espejos. Un pequeño asiento forrado de terciopelo rojo sugería, allí dentro, una curiosa idea de anticuada comodidad. Pulsé el botón del tercero. El ascensor baqueteaba y chirriaba mientras ascendía lentamente, y se me ocurrió -tarde- que quizá habría sido mejor subir por las escaleras. Por fin, aquel trasto se detuvo y yo, aliviada, me encontré en el rellano del tercer piso con el chico que me había abierto el portal desde el portero automático y que había salido a recibirme. Se trataba de un muchacho joven, bronceado y engominado, vestido con una camisa a rayas planchadísima, unos vaqueros con aspecto de recién comprados y unos zapatos italianos. Le dije que venía de parte de Coco, y él asintió con la cabeza y me indicó que pasara. Entré y me condujo a un amplísimo salón decorado en tonos claros. Un cuadro enorme colgado encima de la chimenea llamó poderosamente mi atención: era un Zóbel, y parecía auténtico. Me preguntó si quería beber algo; un vaso de güisqui, quizá. Asentí con la cabeza, sin decir palabra. Se dirigió al mueble bar y volvió con una botella y dos vasos.
– ¿Esta casa es tuya? -pregunté, por decir algo.
– Sí. Es decir, es de mis viejos. Están de vacaciones -me aclaró.
– Como todos -dije yo.
Sirvió el güisqui en los vasos con mano temblorosa y me alargó uno.
– ¿Has traído el paquete? -me preguntó.
Saqué de la mochila un paquete muy pesado que me había dado Coco. Él me rogó que le esperase un momento. Asentí y, una vez hubo abandonado el salón, apuré el vaso de un trago. El chico regresó al minuto, transformado por una expresión de radiante satisfacción que le iluminaba las facciones; relevada, por lo visto, la tensión que suponía la incertidumbre con respecto al contenido del paquete. Se sentó en el sillón y me dedicó una mirada entre sorprendida y escrutadora, como si reparase por vez primera en mi presencia. Aquel día yo iba disfrazada de Mónica, apenas vestida con una minifalda mínima y una raída camiseta dos tallas menor de la que nos correspondía. Además, me había cardado el pelo. Me di cuenta de que el chico no apartaba la vista de mis piernas, y pensé que quizá debiera haber acudido al encuentro vestida de otra manera.
– ¿A ti te gusta la música? -preguntó sin venir a cuento.
– Sí, claro -contesté.
– Mi viejo es director de orquesta, aunque dudo que sepas quién es.
Citó el nombre de un director bastante famoso. Le dije que sí, que le conocía -aunque no personalmente, claro-, que incluso le había visto dirigir alguna vez. Le expliqué que mi madre era miembro de la Asociación Filarmónica de Madrid, que de pequeña solía ir con ella a los Conciertos del Real. A él parecían sorprenderle mucho mis conocimientos de música. Los tíos deben de creer que cuando te pones una minifalda tu cociente intelectual disminuye automáticamente diez puntos.
– Deberías ver la colección de discos de mi viejo -sugirió-. Ven…
Se levantó y me indicó que le siguiera con un gesto de la mano. Cruzamos un pasillo largo, estrecho y oscuro, de paredes enteladas, que iba a morir a una habitación enorme, de aspecto sobrio y ordenado. Reparé en la presencia de un crucifijo sobre la cama, un detalle que me recordó a la habitación de mi madre. Además de la estrecha cama, había dos sillones de cuero con aspecto de ser muy cómodos, separados por una pequeña mesita. Una pared entera estaba forrada de estanterías en las que se apilaba una impresionante colección de CDs.
– ¿Ésta es la habitación de tu padre? -pregunté.
– Sí, duermen separados.
– Los míos también.
Me explicó que en verano, cuando sus padres estaban de vacaciones, él se trasladaba a la habitación de su padre, que era la más fresca y la más tranquila de la casa. La suya daba al patio, me dijo, y entre el ruido de los vecinos y el calor le resultaba imposible dormir. Los dos últimos veranos no había salido de Madrid porque estaba preparando la oposición al Cuerpo Diplomático, cuya convocatoria tenía lugar en septiembre. Lo cierto es que tampoco albergaba muchas esperanzas de llegar a aprobar aquel año, y eso que era la tercera vez que se presentaba.
– Supongo que acabaré dándome por vencido, y entonces no tengo ni puta idea de lo que haré. Espero que el viejo me encuentre un curro en alguna parte.
Me senté en uno de los sillones y empecé a curiosear los lomos de los discos. Cogí el que más me llamó la atención: las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn Gould.
– ¿Puedes ponerlo? -le pregunté.
– Por mí… como si te lo llevas. Nadie se va a enterar. Al viejo se los mandan de las compañías, porque escribe en el ABC y en varias revistas -me informó-. Fíjate: hay algunos que conservan el envoltorio de celofán. Ni siquiera los ha abierto. Qué raro que a una tía como tú, con esa pinta, le guste esta música… Por cierto, no me has dicho cómo te llamas.
– Bea.
– Yo me llamo Paco. ¿Quieres otro güisqui?
– Vale.
Cuando regresó con la botella y dos vasos, me encontró arrodillada sobre la moqueta, inspeccionando los discos. Yo calculé, de un vistazo, que allí había una pequeña fortuna en CDs. El chico se sentó a mi lado, sirvió un trago para cada uno, y luego inició una conversación sobre compositores que rápidamente se tornó en monólogo: me largó en cuestión de minutos una retahíla de nombres, fechas, obras y movimientos artísticos que me impresionó. Pero lo cierto es que él no mostraba ningún entusiasmo por lo que refería; más bien parecía que se limitaba a la mecánica repetición de una lección aprendida. Seguimos hablando de música y bebiendo. En algún momento él pasó su mano por encima de mi hombro. El güisqui empezaba a hacer su efecto y me resultaba difícil distinguir los nombres impresos en los cantos de los compactos. Me atrajo hacia sí y yo solté una risita nerviosa. Acercó su boca a la mía e intentó besarme. Aparté la cara, suave pero firmemente. Entonces él me apretó contra sí con más fuerza. Yo intenté desasirme y aquello empeoró aún más las cosas, porque la camiseta me venía, como ya he dicho, estrecha, y era corta, apenas alcanzaba a cubrirme el ombligo, de forma que, al moverme, resultó claramente visible el sujetador de satén negro que llevaba puesto (propiedad de Mónica, por supuesto). Me sujetó con fuerza los brazos, intentando besarme mientras yo me revolvía como podía, tratando de quitarme de encima a aquel fardo que babeaba sobre mí. Vamos, no seas cría, me susurraba al oído. Forcejeamos, me arrojó al suelo y se colocó sobre mí, inmovilizándome. Me puso los brazos sobre la cabeza y los sujetó con una mano mientras con la otra intentaba avanzar entre mis muslos. Me juré a mí misma que si salía bien de aquélla no volvería a abandonar los pantalones en la vida (y no lo he hecho). Finalmente hice acopio de fuerzas, las concentré en mis piernas, y le propiné un rodillazo en el estómago que le dejó sin aliento. Aprovechando su confusión, conseguí enderezarme; agarré la botella y le golpeé con ella en la cabeza. Sabía por experiencia que si le golpeaba ya no debía parar hasta dejarle inconsciente, pues si no sería mucho peor. Sabía que los hombres pierden el control cuando se ciegan por la ira, que los golpes les excitan, como a los toros, y que más vale no jugar a azuzarles. Sabía todo eso porque era lo que mi madre repetía al referirse a mi padre. Después del golpe, vaciló unos segundos, e intentó levantarse, así que le golpeé una segunda vez con más fuerza. Esta vez brotó un hilillo de sangre que le resbaló despacio por la frente. Y se desplomó.
Permanecí inmóvil un rato largo, con la botella en la mano, presa de una especie de hipnotizado terror. Durante unos minutos, el tiempo pareció detenerse. Creo que no moví un solo músculo de mi cuerpo, ni siquiera parpadeé, incapaz de recuperar la consciencia, de explicarme a mí misma lo que acababa de hacer. Cuando volví a hacerme con el control de mi persona, lo primero que hice fue llevarme la botella al coleto y apurar un trago, y después me acerqué cuidadosamente al tal Paco para comprobar que respiraba, que sólo estaba inconsciente. Le empujé levemente hasta conseguir darle la vuelta, y entonces reparé en que la cartera le abultaba en el bolsillo derecho de su pantalón. La extraje de allí e indagué en su interior: me encontré con diez mil pelas que me guardé en el sujetador. Buscando algo más que llevarme, abrí el cajón de la mesilla de noche, donde había papeles, un paquete de condones y el mismo atadijo que yo había entregado esa misma tarde a aquel chaval que yacía inconsciente sobre la moqueta: un paquete compacto y pesado que aún conservaba el envoltorio de papel de periódico, pero no las cuerdas con las que Coco lo había reforzado. Lo desenvolví con cuidado y con curiosidad, y me encontré con una pistola, la segunda que tenía en la mano en mi vida.
Mi padre tuvo alguna vez una pistola, que conservaba oculta en un cajón de su escritorio. Ya desde pequeña, muy pequeña, desde la primera vez en que mi padre pegó a mi madre, o puede que a mí, soñaba con abrir aquel cajón, agarrar la pistola, presentarme de noche en su cuarto y aprovechar el sueño de mi padre para descerrajarla sobre él. Incluso de mayor, más de una vez fantaseé con la idea de dispararla contra él, o contra mi madre, o contra mí misma. Pero nunca supe si la hubiese utilizado de verdad de haberse presentado la ocasión, porque un buen día desapareció de aquel cajón. Probablemente mi padre acabó por adivinar que yo la había descubierto y que a veces jugaba con ella. O quizá se deshizo de ella porque tenía miedo de sí mismo, de dejarse llevar en un arrebato de ira y dispararnos, vete tú a saber. Lógicamente no me atreví a preguntarle directamente por su paradero.