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La manía de enviarme a los psiquiatras vino de mi madre, que, constantemente medicada como estaba por lo de su epilepsia, había dado por sentado que todas las enfermedades podían curarse, o al menos controlarse, con pastillas y especialistas. Aunque a mí nunca me pareció que lo de mi madre fuera para tanto. Tiendo a creer que en realidad utilizaba su enfermedad como arma, para hacernos sentir culpables por la poca atención que, según ella, le prestábamos. A mi madre sólo le conocí otros dos ataques tan fuertes como el primero: los dos en Nochebuena. En esa fecha, la oficina de mi padre cerraba muy pronto, antes del mediodía, y era costumbre que los empleados se fuesen luego todos juntos a celebrar la Navidad. Aquel día del año se olvidaban las jerarquías, y, en un alarde de igualitarismo, los abogados flirteaban con la recepcionista y el jefe de contabilidad le hacía confidencias al botones. Con esa excusa mi padre solía presentarse en casa ligeramente achispado y mucho más tarde de lo que mi madre creía conveniente. Ella se quejaba entonces de que apestaba a alcohol. Él le respondía que el hecho de que ella no supiera divertirse no era razón para impedir a los demás que lo hicieran. Después, ella se ponía a llorar. Y así todos los años.

En dos ocasiones mi padre llegó más tarde de lo esperado, cuando el pavo ya se había enfriado en el horno y las hojas de la escarola comenzaban a ennegrecerse por efecto del vinagre, y se encontró a mi madre hecha un mar de lágrimas, borboteando insultos y reproches, y a mí parapetada tras ella, debatiéndome entre la indignación y el hastío. Ella (a gritos) le dijo: «Te parecerá bonito llegar a estas horas, te da totalmente igual que tu hija y yo nos hayamos pasado el santo día preparando la cena para que el señor llegue a las once de la noche, después de haber celebrado una festividad que se supone santa vete a saber dónde y vete a saber con quién». Él (también a gritos) le respondió: «Herminia, ¡por favor!, tengamos la fiesta en paz. Por lo menos en Nochebuena, para variar. Además ya sabes que no me gusta nada que me montes estas escenitas delante de la niña». Ella (gritando más aún) le respondió a su vez: «Sí, la niña… ¡mucho te preocupa a ti la niña ahora! Como si la niña te importase a ti mucho. ¡Si apenas la ves…! Además, a la niña le vendrá bien saber cómo va a ser el tipo de hombre al que no se tiene que acercar en el futuro». Si no eran estas frases, serían otras parecidas. Reproches que se sucedían al menos una vez por semana. Letanías que habían perdido su sentido de puro repetidas. Pero yo sabía que no me iba a acercar nunca a un hombre como ése o como ningún otro. Yo, por entonces, quería meterme a monja. El único modelo de mujer sola que conocía.

Aquella primera Nochebuena de drama yo tenía doce años, y cuando empecé a ver las convulsiones de mi madre y me di cuenta de lo que estaba pasando, cuando tuve que volver a buscar el número del médico, con el pulso disparado y las manos temblorosas, odié a mi padre por hacerle todo aquello, por ponerla en semejante estado.

La mismísima escena se repitió tres años después. Pero aquella vez mi padre llegaba absolutamente borracho; no simplemente achispado, no: curda perdido. Yo me daba perfecta cuenta, por su lengua de trapo y sus andares en zigzag, de lo que le pasaba. El caso es que cuando mi madre se cayó al suelo tras la bronca consabida y los insultos saturados de decibelios, él no pareció preocuparse, no sé bien si porque el alcohol no le permitía darse cuenta de la gravedad de la situación o porque había llegado a un punto en el que las crisis de mi madre ya no le inspiraban temor, sino cansancio. Fui yo esta vez la que sujetó a mi madre y le puso una servilleta en la boca, pero, para mi sorpresa, él no corrió al teléfono como yo hubiese esperado, sino que se dirigió a su cuarto con paso inseguro y tambaleante. «¿Pero qué haces?», le dije, «¿vas a dejar a mamá así, o qué?» «Encárgate tú», me respondió. «Al fin y al cabo, ¿no estáis las dos tan hartas de mí? Pues arregláoslas sólitas.» Mi madre seguía entre mis brazos, ya inconsciente. El ataque había sido corto. Le grité a todo pulmón a mi padre que era un hijo de puta y que le odiaba con toda mi alma. Entonces se dio la vuelta en medio del pasillo y se dirigió hacia mí precedido por el estruendo de sus pasos. «A tu padre no le hablas tú así», vociferaba, «¿entiendes? Tú no le hablas así a tu padre.» Y antes de que pudiera darme cuenta ya lo tenía delante. Me arreó un bofetón que cortó el aire. Las lágrimas se me agolparon a los ojos a la vez que mi madre se resbalaba de mis brazos y caía al suelo. Escuché cómo su cabeza golpeaba contra el linóleo de la cocina y me temí lo peor. Odié a mi padre en ese momento como nunca había odiado a nadie, ni a las monjas, ni a las pijas del colegio. De hecho, creo que nunca he vuelto a odiar de esa manera a ninguna otra persona. Para entonces mi madre y yo ya nos habíamos distanciado, pero por un momento volví a experimentar esa simbiosis, ese sentirme parte de ella, integrada en un ejército en lucha contra un enemigo común.

El método casero de fabricación de pastillas resultaba muy simple. Las anfetas se machacaban en un mortero y se mezclaban con algo de jaco y un poco de aspirina infantil. La mezcla resultante se introducía en unas cápsulas de termalgín previamente vaciadas. Y voila. Resultaba tan simple que yo no creía que de verdad fuera a funcionar.

Coco me había explicado, punto por punto, lo que tenía que hacer. Recibí detalladísimas instrucciones referentes al tipo de preguntas que debía hacer a mis clientes para identificar a posibles policías camuflados. Si te asalta la menor duda, decía Coco, no vendas. Si viene alguien mayor de veinticinco, no vendas. Según Coco, yo iba a ser la camello ideal precisamente porque no tenía ninguna pinta de serlo: mi belleza atraería a clientes indecisos y mi aire inocente no despertaría sospechas. ¿Por qué cuando Coco se refería a mi belleza siempre era para encontrarle aplicaciones prácticas? Yo quería que alguien me viera guapa porque sí, sin esperar nada de ello.

Ya habíamos hecho correr la voz por toda La Metralleta de que yo estaba pasando éxtasis. Así que me dirigí a la esquina de rigor a esperar a mis clientes. Iba tranquila: todo había salido bien la primera vez y no tenía que ir peor la segunda. Ya le había cogido el tranquillo a la cosa y creo que, en el fondo, me gustaba hacerlo. Me consolaba la certeza de que existía al menos una actividad en el mundo que se me daba bien.

Le vi atravesar la pista y me quedé de piedra. No pegaba nada en el sitio. Un yuppie-pijo que se las daba de moderno (vaqueros, camiseta de algodón, sonrisa profidén, estructura ósea de atleta yanqui y bíceps de gimnasio; aspecto general de no haber roto un plato en su vida), y que se acercó a Mónica enarbolando su amplia sonrisa como si fuera una bandera blanca. ¡Javier López de Anglada en persona honrando a La Metralleta con su impecable presencia! Había sido el primer novio formal de Mónica, cuando ella tenía dieciséis años y él veintidós. Estuvieron saliendo juntos casi un año, si bien es cierto que no se veían mucho ni tampoco ella parecía muy interesada en él. Siempre pensé que, en realidad, Mónica le utilizó como una excusa para disponer de mayor libertad y así poder entrar y salir a sus anchas, ya que Charo adoraba a Javier (yo le detestaba, en buena lógica) y desde que él empezó a frecuentar su casa se mostró mucho más permisiva con los horarios y salidas de su hija adolescente. Charo no cesaba de insistir en cuán fino y educado era Javier, y cuán fina y educada su familia. (Me veo obligada a hacer constar que la madre de Javier era una Grande de España y que su nombre solía aparecer en las listas de las más elegantes del año.)

Después de que Mónica le dejara, Javier le escribió cartas y cartas. Estaba obsesionado con su ex novia, y ella se las había arreglado para utilizar esa obsesión y mantener la amistad durante años, porque le convenía. Siempre conviene contar con alguien que te adora y que además nada en dinero. Pero creo que había algo más que ella no reconocía: que en el fondo le conmovía aquella admiración perruna que se mantenía inalterable con los años. En cuanto terminó Empresariales, a los veintidós años, Javier había pasado a ocupar un puesto directivo en una de las empresas de su padre, cobrando un sueldo astronómico, y a los veinticinco ya presentaba ese aspecto serio y contenido, un tanto estúpido, de las personas establecidas prematuramente. Observé cómo él la besaba en la mejilla y cómo ella abrazaba su cintura con naturalidad, sin dejar de preguntarme qué diablos haría Javichu en aquel antro, en el que desentonaba como Alfredo Landa en una carpa dance, y no me cupo duda de que había ido allí buscando a Mónica. Todavía se veían con asiduidad y de vez en cuando se acostaban juntos. Ella me había comentado alguna vez, entre risas, que Javier tenía un aparato enorme, y cuando pensaba en aquello me sentía como ahogada en una especie de vacío mudo, oscuro e inclasificable.

Unos leves toquecitos en el hombro distrajeron mi atención de la escena. Me di la vuelta y me encontré, otra vez, con aquel tipo alto que parecía perseguirme. Me llamó rubita y me dijo si no sabía dónde podía encontrar algo para «animarse un poco». No me puse nerviosa.

– Por la forma en que me estás mirando, creo que yo ya te animo suficiente -le dije-. Por cierto, es Belcor.

– ¿El qué?

– El sujetador. Como lo miras tanto… Sonrió.

– Gracias por la información. Belcor. Compraré acciones.

– Mejor compras Levis. Creo que están subiendo -le sugerí, señalando con un gesto su entrepierna-. Ahora, si me disculpas, creo que voy a ir a bailar un ratito. -Y desaparecí hacia la pista, fundiéndome entre las sombras como un negativo de mí misma.

Me resultaba muy fácil ser descarada por una razón muy sencilla: no estaba interesada en entablar ninguna relación íntima con él, y por tanto, era capaz de dedicarle todo tipo de comentarios equívocos sin el menor rubor, ya que me importaba un comino la impresión que pudiera causarle. Era tímida -soy tímida-, y por eso la gente solía creerme menos lista de lo que en realidad era, pero con dos copas encima podía ser tan ocurrente como Mónica, aunque por lo general no se me presentaban muchas oportunidades de demostrarlo.

Supongo que cuando Mónica me contaba sus noches con Javier yo sentía los mismos celos que tanto reconcomían a Caitlin cuando algunas de sus amantes le narraban sus experiencias con los hombres. Supongo que en el fondo todos sentimos lo mismo, puesto que al fin y al cabo venimos de lo mismo: hidrógeno, helio, oxígeno, metano, neón, argón, carbono, azufre, silicio y hierro, los compuestos básicos del universo, moléculas elementales que existen desde el principio de los tiempos y que, recombinadas entre sí, han dado lugar a otras más complejas. El desarrollo de la vida es un milagro inevitable, una milagrosa combinación de elementos según una trayectoria de mínima resistencia. Dadas las condiciones de la Tierra primitiva, la vida tenía necesariamente que surgir; del mismo modo que el hierro inevitablemente se oxidará en el oxígeno húmedo. Cualquier otro planeta que se pareciese física y químicamente a la Tierra desarrollaría vida. Todos somos inevitables, todos venimos de lo mismo, todos constituimos un milagro en nosotros mismos. Energía y moléculas es vida. Amor y frustración igual a celos. Milagros que provocan en mí reacciones elementales e inevitables. Mujeres que son mundos en sí mismas, mundos habitados por millones de seres vivos -células y microbios y bacterias y parásitos microscópicos que significan a nuestro cuerpo lo mismo que nuestros cuerpos a la Tierra-, mundos similares aunque distantes. Mundos todas nosotras, planetas que orbitamos en torno a una fuente básica de energía: el afecto, o su carencia. Órbita cementerio.