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Vendí éxtasis en Madrid, mi novia los vendía en Edimburgo: la ciudad es siempre la misma, la llevas contigo. Allá donde yo fuera acababa enredada en historias de negocios clandestinos, y atraída por mujeres que demostraban un desprecio arrogante hacia leyes en las que no creían. Lo digo porque la venta de estas pastillitas le arregló el presupuesto a Mónica aquel verano, y constituiría después una de las principales fuentes de ingresos de la chica con la que vivía: Caitlin.

Caitlin y yo siempre teníamos problemas de dinero. Yo vivía, supuestamente, de mi beca, pero lo cierto es que la beca apenas hubiese dado para pagar el alquiler, en el caso de que hubiera debido pagarlo. Como no lo pagaba, parecía evidente que debía encargarme de comprar la comida y abonar las facturas. Aunque nunca lo acordamos de palabra, funcionamos así desde el primer momento. Así que, para redondear el presupuesto, yo daba clases de español a estudiantes de la Universidad, previsibles y aburridos, la cara repleta de granos y el cerebro de aire, y de vez en cuando trabajaba de camarera en un bar que estaba al lado de nuestra casa. No me pagaban muy bien, no tanto como a Cat, porque el mío no era un bar de moda y además no cocinaba, pero el sitio me gustaba. La música sonaba siempre a un nivel más que discreto y el jefe era un tío tranquilo que nunca hablaba demasiado ni se metía en lo que no le concernía. A la hora de comer el local se llenaba de dependientas de Boots que rumiaban sandwiches de pepino con los ojos bajos, mientras leían novelas escritas por la tía abuela de Lady Di. Por las tardes les sucedía algún que otro grupito de estudiantes tranquilos o de treintañeros que jugaban a los dardos. Caitlin, como ya he dicho, trabajaba de chef en un local coqueto que se reseñaba en The List como uno de los lugares más interesantes de la ciudad. Cat estaba bien pagada, para lo que era habitual, porque el encargado, una loca desorejada que llevaba el pelo teñido de rosa, sabía bien que la cocinera era uno de los mayores reclamos del local entre la clientela femenina. Pero aunque la paga fuese generosa, eso no quitaba que siguiese siendo exigua, como en toda la hostelería. De manera que Cat redondeaba sus ingresos trapicheando éxtasis que vendía entre sus muchas admiradoras y su miríada de amigos.

En Glasgow, el negocio de los éxtasis había llegado a ser tan provechoso que las mafias que los distribuían se enfrentaban a balazos por las calles. En Edimburgo la cosa todavía no había alcanzado aquellas dimensiones, pero parecía que faltaba poco para llegar a una situación parecida. En las fiestas siempre había un tío o tía delgadísimo apostado cerca de la cocina o en el cuarto de baño, distribuyendo entre los invitados la pastillita indispensable. En Cream y en Taste, los dos clubes que se habían convertido en las catedrales norteñas del techno, la masa bailaba en comunión al ritmo de un solo latido, una sola música, una sola droga, un único espíritu que hermanaba a los fieles.

Traficar era muy arriesgado. No se consideraba un delito menor, como en Madrid. Día tras día había redadas en Cream, en Taste, en Negotians, en The Honeycomb, en La Belle Angele. Se cerraban unos clubes y se abrían otros, y la clientela seguía en hordas a sus DJs de un local a otro como un pueblo elegido seguiría a su profeta en el exilio.

Entre los que trapicheaban los más listos se hacían de oro y los menos avispados acababan con sus huesos en la cárcel. Cat estaba entre los unos y los otros. Yo fingía no querer enterarme de sus actividades, le repetía una y otra vez que estaba harta de drogas, que ya me había metido en un buen lío en Madrid y no quería meterme en otro en Edimburgo. Pero la verdad es que cada vez nos costaba más llegar a final de mes, así que no me quedaba más remedio que transigir y dejar que la cosa siguiera adelante, por necesidad y porque no quería controlar demasiado la vida de Cat. Sabía que a ella la sacaba de quicio cuando le decía lo que debía o no debía hacer.

Los jueves libraba Cat y solíamos salir. Primero íbamos a Negotians a tomar una copa y charlar con Barry, luego íbamos a bailar a cualquiera de los clubes en los que pinchara Aylsa. Yo me metía un éxtasis y me lanzaba a la pista a diluirme en techno y en MDMA. Baila, olvídate de todo, deja de ser persona, fúndete en esa masa que baila contigo. Deja de existir como individuo, deja de pensar por tu cuenta y dejarás de sufrir, mientras el tiempo sigue desangrándose minuto a minuto. En aquellos momentos entendía por qué los hombres y las mujeres de todo el orbe, pese a todo, se empeñan en creer en poderes superiores a las manifestaciones humanas; y es que en medio de aquella extrema exaltación sentía que me perdía por algunos momentos en una vida superior, divina, que me absorbía y me integraba en ella. Como un lucero al despuntar el día, mi identidad se borraba ante una luz mayor.

Así que los jueves me metía mi pastilla de rigor y el resto de la semana me dedicaba a martirizar al ángel que me la había regalado acribillándole con mis remordimientos fariseos.

Hipócrita de mí. No hacía más que recriminarle a Cat que pasara pastillas, pero luego no me sentía capaz de sobrevivir sin ellas. Me hacían feliz, me hacían olvidarme de mí misma, me hacían querer a Cat, me hacían pensar que la vida merecía la pena. No era la misma sin aquellas ayuditas blancas y redondas. A pesar de todo, nunca me metía más de dos a la semana (jueves siempre, sábado a veces). Sabía que todo lo que sube baja, y que lo peor de cualquier escalada es el descenso.

Necesitaba las pastillas, ya no sabía vivir sin ellas. A veces pensaba en mí misma y en la vida que había llevado y me daba la impresión de que era una mujer marcada que ya nunca podría llevar una vida normal, y que, por mucho que me esforzara, me iba a resultar imposible querer a la gente o sentir la más mínima empatía hacia la mayoría de las personas. Mi cerebro, creía yo, ya estaba tocado y durante el resto de mi vida me acometerían de forma cíclica accesos incontrolables de llanto y descensos drásticos de autoestima. Me sentía como si llevase en mi interior una especie de interruptor que una vez accionado desencadenara lo peor de mí, y que se podía activar de varias maneras, existían diversos métodos para ponerme fuera de mis cabales: los gritos de cualquier tipo, las recriminaciones violentas o las frases desagradables repentinas o aparentemente inmotivadas, del tipo de las que usaba Caitlin cuando perdía la paciencia. Entonces volvía a sentirme como cuando tenía ocho años, y empezaban las lágrimas. A las lágrimas sucedían los hipidos y los sollozos. Después llegaban los temblores. Al cabo de diez minutos me había convertido en un patético guiñapo lacrimoso que apenas recordaba la razón de su llorera. Las crisis podía provocarlas por la menor estupidez. Cualquier día llegaba a casa cansada y de mala leche, con los huesos baqueteados del traqueteo del autobús, y la cabeza aturdida, resonantes todavía los ecos de las preguntas estúpidas de mis alumnos, esos estudiantes acneicos a los que intentaba, sin mucho éxito, colocarles algo de gramática española en los intersticios de sus cuatro neuronas. Llegaba a casa y me la encontraba, como de costumbre, hecha un desastre, y a Caitlin hecha un ovillo en el sofá desvencijado y lleno de lamparones, mirando embobada cualquier concurso de la televisión, con el mando a distancia en una mano y una lata de cerveza en la otra. Le reprochaba su abulia con mi tono más áspero. «¿Es que no eres capaz de hacer algo para ti misma?, ¿es que pretendes seguir malviviendo toda tu vida? Tienes cabeza, joder, y tienes tiempo. Ahora no trabajas ni cuatro noches por semana. Podrías dedicar el tiempo que te sobra a estudiar, a intentar hacer algo para salir de esta vida que llevas.» Ella volvía la cabeza y me clavaba en los ojos su mirada, dos brasas verdosas llameando de ira, y me recordaba que ella también trabajaba y también estaba cansada, y que si lo que yo buscaba era otro tipo de persona ya podía salir a la calle a ver qué encontraba y no empeñarme en hacer de ella otra mujer que no era, que más me valía intentar cambiar de persona que cambiar a una persona. Me acusaba de dominante y de histérica. «No me extraña que nadie te aguante, que mis amigos no te puedan ni ver», decía. «No me extraña que nunca recibas una sola carta desde España. Con ese carácter no me extraña que todo el mundo te haya dado de lado. Lo que me asombra es que yo te haya aguantado tanto.» Y seguía en esa línea, soltando sapos y culebras por la boca, frustrada, amargada, cansada, harta. A mí se me saltaban las lágrimas y de repente era como el destello repentino de un flash en el interior de mi cerebro: zas, lo veía todo claro. Nadie me aguantaba y nadie me aguantaría nunca porque era una persona insufrible, incapaz de controlar mis arrebatos y mi mala leche, porque estaba tocada. Y no podía estar de otra manera con semejante padre y semejante madre. Tanto por herencia como por educación, estaba condenada a que la cabeza no me rigiese. La autocompasión me inundaba el cerebro y bloqueaba sus conductos, la comunicación entre sus neuronas.

Pero había otros momentos en que me sentía muy feliz. Había días luminosos en los que Cat y yo poníamos discos en casa y yo bailaba al son de Saint Ettiene e improvisaba absurdos bailes de Isadora Duncan zumbona, atravesando la cocina de puntillas y elevando las manos hacia arriba, más arriba, más arriba, a punto de tocar el techo con las puntas de mis dedos, y Caitlin, siempre con su vaso de güisqui en la mano, se reía de mi torpeza sentada en una esquina, cruzando y descruzando las piernas con elegancia felina.