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Otras veces preparábamos curris y otros platos exóticos (la paella era uno de ellos) mientras escuchábamos a Mc Solaar y yo, pacientemente, le repetía a Caitlin los pasos a seguir en las recetas intentando en vano que se los aprendiera. Experimentábamos con especias y condimentos y nos divertíamos añadiendo ingredientes que no estaban en el libro de cocina. Cat cortaba cebollas, fregaba platos y cuchillos, mientras, serpenteando las caderas al ritmo de la música, seguía un ritmo nor-noroeste entre la cocina y el fregadero, y yo removía la olla como una aprendiz de bruja, con los cabellos revueltos y sudorosos impregnados de olores y refritos, y de cuando en cuando interrumpía mis intentos gastronómicos para ofrecerle a Caitlin pequeños besos especiados que sabían a aceite y humo. Cada gotita de agua que resbalaba del grifo, espaciada y musical, se convertía en un luminoso recuento de segundo, chispeando bajo el rayo fluorescente del neón. Miraba a Caitlin y me sentía invadida por una ternura tan viva como un dolor.

Sí, a ratos adoraba a Cat. No por su belleza ni por su sentido del humor, sino, básicamente, porque sabía que ella era una buena persona, quizá la primera persona auténticamente plena de bondad que había conocido en la vida. Sabía que no me utilizaba y que me quería, que me quería de verdad, que estaría a mi lado si la necesitaba, que nunca me haría daño conscientemente, ¿y ni siquiera inconscientemente? Pero otras veces no podía evitar mirarla con lupa desde el prisma deformante del análisis racionalista, y entonces veía amplificados todos sus defectos. No es lista, pensaba yo. No es tan lista como Mónica. No tiene su rapidez de ideas, ni su capacidad de reacción. Y no es fuerte. No se enfrenta a las cosas. No sabe pelear por lo que quiere. Ni siquiera sabe lo que quiere. No es adulta. Me desesperaba, por ejemplo, la vocecita infantil que adoptaba cuando se ponía cariñosa, los arrullos mininos que me dedicaba. No necesito una niña, le decía, no necesito a alguien a quien cuidar. En todo caso, necesito alguien que me cuide. Pero ella no parecía entenderlo y seguía con sus ronroneos. Cuando me veía sollozar tendida en la cama se deslizaba hacia mí, sibilina como un leopardo cariñoso, y se situaba a mi espalda preguntándome, con un susurro de niña de tres años, qué me pasaba, si podía ella hacer algo, y sólo conseguía deprimirme más aún. Sobre todo porque diez minutos antes la había escuchado hablar por teléfono con alguna de tantas entre su millar de amigas, de esa legión de desconocidas que mariposeaba a su alrededor en el restaurante, una mujer mejor que se habría acostado con ella o que acabaría por acostarse con ella, por estrujar su cuerpo huesudo en alguna esquina oscura del café, y entonces su voz era la de una Cat de veinticinco años, sin el timbre agudo, sin el ceceo y sin las vocales arrastradas que utilizaba conmigo. A veces intentaba explicarle que yo me sentía desesperadamente necesitada de alguien que me comprendiera, y que ella bloqueaba toda posibilidad de comunicación, porque ¿cómo iba a apetecerme explicarle mis cosas a alguien que parecía no estar en edad de comprenderlas? Pero ella no me entendía, o no me quería entender, o quizá no conocía otra forma de acercarse a los que de verdad quería. Y lo único que mi gata conseguía era que yo me fuera distanciando cada vez más, a mi pesar, porque nunca me sentí más necesitada de alguien que me escuchara, ahora que no tenía a Mónica a mi lado para asentir en las pausas de mis monólogos depresivos y para hacer bromas sobre mis morritos y mis lágrimas.

Esos cambios de humor me sorprendían a mí misma, y acababan por confirmarme lo precario de mi estabilidad mental. Aquellas subidas y bajadas no hacían sino demostrarme lo que ya sabía, lo que dijeron los psiquiatras a mi madre: que yo era una maníaca depresiva, que se apreciaban brotes esquizoides en mi personalidad. Las definiciones no abarcan nada. No se puede definir ese enredijo de sentimientos liados unos con otros, aquel amasijo de recuerdos inconexos que constituían mi cerebro.

Algunas veces me resultaba evidente que Caitlin empezaba a estar harta de mí. La notaba hastiada y distante. Podía imaginar las voces de Aylsa y Barry, y las de las chicas que intentaban ligar con ella en el bar, marimachos de pelo al rape y botas militares, murmurando y malmetiendo, y llenando de ideas aquella cabecita rubia: esta chica no te conviene, no te quiere, no es más que una egoísta que sólo sabe pensar en sí misma (¿acaso no lo era?), una neurótica que no te puede hacer feliz, que tiene un carácter espantoso, que no es lo que tú mereces (lo que ella merecía era, por lo visto, una lesbiana radical, militante y activista). ¿Cómo quieres que se anime -dirían-, si sólo sabe mirarse el ombligo? En el fondo disfruta encenagándose en sus propios problemas. Desengáñate, no tiene remedio, y si sigues a su lado no sólo no vas a poder ayudarla, sino que acabarás por deprimirte tú también.

Yo lloraba casi a diario. Abría los ojos por las mañanas y me enfrentaba al panorama oscuro de la ciudad de la bruma y los castillos. Casi nunca había luz. El cielo era una enorme planicie gris malvestida de harapos, de cúmulos sucios y hechos jirones, preñados de tormentas y contaminación. Abría los ojos a ese gris acero, encontrarme desde el primer aliento del día con un paisaje dibujado a base de claroscuros, y recordaba cómo en Madrid la luz se imponía a chorros a través de las ventanas por más que intentáramos contenerla con cortinas y persianas, cómo el sol filtraba sus rayos por los resquicios y convertía al polvo en polen dorado. Aquel Madrid luminoso y claro aparecía en el recuerdo, por contraste, horizontal e interminable. Miraba a mi alrededor con ojos legañosos, pensaba en Madrid y veía nuestra casa, de Caitlin y mía, alfombrada de trastos y papeles, las paredes desconchadas y los muebles cubiertos de polvo que Cat había ido recogiendo aquí y allá a través de los años. Los tapizados estaban deslucidos y la madera astillada. En Madrid habría saltado de la cama para ir a comprar la leche y el periódico, me habría acercado brincando al quiosco de la esquina y de camino habría ido esquivando a señoras paseando perritos de lanas, a parejas de adolescentes arrullándose como palomas, a niñas vestidas de uniforme que apurasen a saltitos traviesos la distancia hasta la parada del autobús. En Edimburgo, en cambio, la calle era un territorio helado e inhóspito donde resultaba imposible brincar puesto que el suelo estaba alfombrado de escarcha. La niebla se adhería al pavimento húmedo, el viento y la nieve se aliaban para empujarte contra el sentido de tus pasos y todas las capas de abrigo que te veías obligada a llevar encima para combatir el frío (camiseta, jerseys, abrigo, gorro, bufanda, guantes) te convertían en un oso torpe de movimientos pesados. A veces la niebla cubría de tal modo la ciudad que apenas podías ver tu propio vaho. El frío aislaba, las calles languidecían desiertas y apagadas, las altas torres de los edificios Victorianos proyectaban largas sombras fúnebres sobre el suelo mojado, la gente permanecía encerrada en casas de muros de piedra y calefacción central, y los que tenían que salir a trabajar se replegaban en sus coches acurrucados sobre sí mismos, silenciosos y reconcentrados, ajenos a todo lo que no fuera permanecer lo más compacto posible y lo más cercano al mínimo esfuerzo para mantener el calor.

Mónica me explicó una vez que el cuerpo humano es un sistema entrópico, esto es, que tiende a funcionar con el mínimo de energía. La demostración de esta afirmación la encontraba en mi propia depresión. Me hubiese costado tanto salir de esa situación, enfrentarme a mis demonios y a mis miedos, armarme de valor y hacer algo por y para mí misma, que prefería pasarme mi tiempo libre llorando, acurrucada bajo el edredón, arrastrada hacia el fondo de mí misma por una negra oleada de recuerdos y malos pensamientos, escuchando, mientras sorbía mis propias lágrimas, viejos discos de los ochenta, pesadillas góticas que oscurecían la casa más aún. Bajos minimalistas y estribillos monótonos repetidos hasta la exasperación. I play at night in your house… I've never loved this life… I drown at night in your house… Pretending to swim…

No tenía amigos, aparte de Cat, claro. Ni uno solo. Ni una persona a la que pudiera llamar por teléfono para hablarle de mis problemas. Nadie con quien tomarme una cerveza en el pub. No recibía cartas desde mi país, ni llamadas, a excepción de las postales de mi madre, siempre formales y poco más. Dejaba entrever a veces un poso de recriminación e incluso de afecto, pero era evidente que no se atrevía a abrirse del todo. Firmaba siempre «con cariño, mamá». Mi padre no escribía jamás. Es cierto que nunca había tenido muchos amigos, pero cuando tenía a Mónica ni siquiera me paraba a pensar en ello. Ella llenaba todo el espacio que yo tenía para compartir, no cabía nadie más y no lo echaba de menos. Ahora me moría de ganas por sentir algo por alguien. Caitlin se iba a trabajar por las noches y después se iba a Cream a tomar la última copa, y yo me quedaba sola en casa, leyendo un libro. Habría podido acompañarla, pero allí nadie me aguantaba y yo tampoco me sentía cercana a nadie. Escuchaba el azote de la lluvia en las ventanas y me parecía como si los cristales estuvieran llorando conmigo. I drown at night in your house… Pretending to swim…

Allá donde vayas llevarás la ciudad contigo. Puede que sea calurosa y brillante, puede que sea húmeda y oscura, pero en el fondo es siempre la misma, un minúsculo puntito dentro de otro puntito minúsculo habitado por seres imperceptibles, versiones de un mismo modelo, infinitas recombinaciones de unos cuantos elementos químicos. En Madrid y en Edimburgo la gente baila la misma música y alucina con las mismas drogas, y busca lo mismo: sexo, amor, razones para aguantar una noche más. Dondequiera que vayas les podrás observar sincronizándose cuando suena la música, y quizá el ritmo no se origine en la melodía, sino que ésta libere un compás común a todos nosotros. Nuestros antepasados creían que al beber y al bailar cedían sus cuerpos a una deidad que los ocupaba. ¿Qué diferencia había en el fondo entre las bacanales y las saturnales, entre La Metralleta y Cream? En aquellos locales, adolescentes famélicos, oscuras radiografías de sí mismos, apuraban las noches a tragos, ensordecidos los oídos por la misma música enlatada y despedidas las plantas de los pies del contacto con el suelo, con la vida. Y yo cedía mi cuerpo a Baco, a Dionisos, a no sé quién, para olvidarme por un rato de que me va a tocar aguantarme durante todo el resto de mi existencia.