La Metralleta cerraba a las seis de la mañana, en teoría. Pero en realidad permanecía abierta hasta las siete o siete y media, porque a la banda le llevaba lo suyo decidirse a abandonar el sitio. Primero se encendían las luces, después se apagaba la música, y luego, a esperar a que el local se vaciara. Algunos borrachos remisos se eternizaban en los sillones, y el personal del local tenía que ir dispersando grupitos de esquina en esquina. Entretanto, en la barra, nosotros apurábamos nuestras últimas copas. Yo había vendido bastantes pastillas, aunque no tantas como la última vez, porque había estado todo el rato pendiente del tipo alto que no me quitaba los ojos de encima, y en muchos casos había despachado sin contemplaciones a los chicos que se me acercaban. Se lo estaba explicando a Coco y a Mónica en la barra cuando Javier se presentó a nuestro lado. Me saludó con una ligera inclinación de cabeza (a sus ojos yo no merecía mayor cortesía, supongo) a la que correspondí con un gesto igualmente insípido.
– Esto está cerrando -informó a su ex novia-. ¿Quieres que te lleve a casa?
Mónica le respondió que aceptaba su invitación encantada, siempre que nos llevase también a Coco y a mí.
– Si no hay más remedio… -dijo él.
Salimos de La Metralleta. Comenzaba a clarear el día y despuntaba una luz rosada que generosamente concedía a nuestros rostros demacrados un repentino aire de dulzura a pesar de las ojeras. Javier se adelantó hacia el coche, y Coco aprovechó para cuchichear al oído de Mónica.
– Yo prefiero que cojamos un taxi. Ése es un gilipollas -le dijo en voz baja, pero no tan baja como para que yo no pudiese oírle.
– Es un caballero -replicó ella.
– O sea: un gilipollas. Un memo con escudo familiar y máster en gestión de empresas.
Subimos todos al coche. Coco y yo ocupamos el asiento trasero. Mónica se quedó al lado de Javier. Él no hacía más que dirigirle miraditas de cordero degollado en cada cambio de marchas, Coco y yo fingíamos no enterarnos, y el trayecto transcurría en un agrio silencio. Finalmente, el coche se acercó al edificio en el que vivía Mónica. En el soportal había aparcadas cuatro vespas con cuatro jovencitos sentados sobre ellas, con pinta de esperar a alguien. El vecino jubilado que salía del portal en aquel momento, arrastrando de la correa a su obediente perrito -lo sacaba a pasear cada mañana a las siete, con implacable regularidad-, se quedó contemplando extrañado a aquella congregación motorizada. Al ver las motos, Coco pegó un brinco y profirió una exclamación de sorpresa. Se adelantó hacia Javier y le dio un ligero toquecito en el hombro.
– Hemos cambiado de idea -le dijo, intentado aparentar una tranquilidad desmentida por el ligero temblor que subyacía en su voz-. Llévanos a desayunar.
Mónica articuló una tímida protesta.
– Pero tío, que yo tengo sueño…
– Haz lo que te digo, ¡rápido! -insistió Coco.
Reconocí al tal Paco sentado sobre una de las motos. Había sobrevivido a mi botellazo. En otra estaba el chico del chalet, el destinatario del primer paquete que Coco me hizo llevar. Miró hacia mí, me señaló: me había reconocido. Avisó a los otros, que inmediatamente cabalgaron sus vespas e iniciaron la persecución de nuestro coche.
– La hemos jodido -dijo Mónica, que acababa de reparar en el espectáculo.
– Tranquilos, que esto es un GTI 16 válvulas -dijo Javier, obviamente desesperado por impresionarla, y pisó a fondo el acelerador-. No nos van a alcanzar con esas motitos de mierda.
Efectivamente, el coche corría que se las pelaba y tomaba las curvas a velocidad de vértigo, con tal violencia que Coco y yo nos empujábamos constantemente el uno contra el otro, primero hacia un lado del asiento trasero y luego hacia el opuesto. Nos saltamos un semáforo. A nuestra espalda se oyó un golpe seco, seguido del chirrido de un frenazo. Coco y yo volvimos la cabeza para ver lo que había pasado: una de las vespas que nos seguía había chocado con un coche que iba en dirección contraria. La moto se había quedado tirada sobre la acera, de costado, con los neumáticos girando a toda velocidad, y a unos metros el conductor yacía sobre el asfalto, boca abajo, inmóvil mientras un ejército de curiosos hormigueaba a su alrededor. Mónica empezó a aplaudir de alegría y a felicitar efusivamente a Javier. Él parecía encantado.
– Ya te dije que podías confiar en mí. Estás en el mejor coche de Madrid, y lo conduce el mejor piloto.
Por supuesto, y gracias al bendito accidente, en cinco minutos habíamos dejado a las vespas atrás. A los cinco minutos ya estábamos en Gran Vía, pero Mónica ya no parecía tan feliz. Tenía la expresión demudada y estaba tan blanca que la piel se le transparentaba como papel de fumar.
– Yo conozco a esos tíos -dijo Javier, rompiendo el silencio-. Van mucho por Pacha… Uno de ellos estudió en el Icade conmigo. No sé en qué lío te has metido esta vez, Mónica. De verdad que no entiendo cómo una tía tan lista ha acabado juntándose con tan malas compañías, y siempre metida en líos raros. -Esta última afirmación la subrayó con una expresiva mirada dirigida a los ocupantes del asiento trasero, o sea, a Coco y a mí. Ambos hicimos caso omiso de la indirecta.
Mónica le escuchaba como quien oye llover. En realidad, los esfuerzos de Javier por intentar reconducirla hacia «el buen camino» resultaban patéticos. Al rato ella le pidió que nos dejara cerca del Vips, y quedó muy claro para todos que Mónica no tenía la menor intención de que su ex novio desayunara con nosotros. Javier detuvo el coche en un semáforo. Mónica salió y sostuvo la portezuela para permitirnos salir a los demás. Cuando salimos, se inclinó hacia el interior del coche y despidió a Javier con un beso de tornillo que dejó al pobre chico sin aliento y a Coco con los ojos como platos. Acto seguido salió, cerrando el vehículo de un portazo.
Entramos los tres en el Vips y nos sentamos en una mesa de plástico. Pedimos tres cafés al camarero. Luego Coco me explicó la situación. ¿Cómo no se me había ocurrido que semejante gilipollas sólo podía ser miembro de un comando de la CEDADE?
– Bueno, lo de comando es un decir. Ésos no tienen ni idea de lo que es organización. Son cuatro niños pijos que van de neo-nazis como podían ir de hare krisnas: porque se aburren. No sé a qué se dedican, en realidad. Supongo que a pegarles palizas a travestís y gilipolleces por el estilo.
El caso es que a los del grupito les debía de parecer que un comando que se preciara no podía ir por ahí sin armas, así que en su día se dirigieron a Coco, que por entonces les vendía cocaína a algunos de ellos, para informarse de cómo conseguir unas pistolas, y Coco, consciente del hatajo de pardillos con los que trataba, decidió vendérselas él mismo, al doble del precio que él podía adquirirlas a Chano. Un negocio redondo. De hecho, Coco estaba seguro de que se trataba de pistolas marcadas, aunque a él ese detalle le traía al pairo: nunca pensó que aquellos niñatos las fueran a utilizar. Pero a cuenta de lo del botellazo (y Coco recalcaba aquello de «el numerito de Bea», como si la culpa de todo fuese mía, como si él no hubiese insistido en que fuese yo, precisamente yo, la que entregara las malditas pistolas), nos habíamos metido los tres en un buen lío y nos tocaba buscar sitio donde alojarnos, porque, evidentemente, no podíamos volver a casa de Mónica con unos inconscientes armados esperándonos en la puerta. Coco calculaba que bastaría con retirarnos una semana o así de la circulación, hasta que las aguas volvieran a su cauce. Si era necesario, ya se encargaría él de hablar con los pijos aquellos e intentar aclarar el malentendido.
– Pues nada, a buscar una pensión -dijo Mónica-. Suerte que llevo la Visa encima. Es la de la cuenta del viejo y lo notará, pero si no queda más remedio…
– Quizá no haga falta que toques la Visa -apunté-. Tenemos el dinero que he hecho esta noche. Unos doce talegos, calculo. Y aún nos quedan éxtasis. No los he colocado todos. Siempre podemos venderlos.
Mónica no parecía excesivamente preocupada. Daba la impresión de que se tomaba el asunto como una aventurilla más, un incidente sin importancia que acabaríamos por solventar. En realidad, lo único que le importaba era que sus vecinos no se enterasen de nada. Por eso resultaba primordial lo de no volver a su casa, de momento. Ella y Coco discutieron sobre el lugar adonde convenía ir. Yo no metí baza, porque no había conocido en Madrid más alojamiento que mi propia casa (o para ser más exactos, la de mis padres) y la de Mónica (ergo, la de Charo Bonet). Mónica insistía en ir a cualquier pensión de la Gran Vía, idea absurda, en opinión de Coco. Según él, Mónica no aguantaría ni diez minutos en un antro de aquéllos, con las putas y los camellos entrando y saliendo, y durmiendo entre sábanas arrugadas que aún conservarían restos tangibles de encuentros mercenarios acordados a tres talegos la media hora.
– Tengo una idea mejor. Confía en mí. Pagamos, salimos de allí, cogimos un taxi y Coco le indicó al conductor que nos llevara a la calle Libertad.
Era un hotel extraño, con una entrada diminuta en la que un cartel advertía «Este hotel dispone de alarma conectada directamente con la policía». Al entrar, sin embargo, se accedía a un vestíbulo bastante amplio y suntuoso, recargado en exceso y de un gusto chillón. El suelo imitaba al mármol y el mostrador de la recepción a caoba. A la derecha había un tresillo forrado de terciopelo rojo y tras él se abría una escalinata rematada por un pasamanos de bronce pulido. Aquel escenario no presagiaba nada bueno. Un conserje que vestía una librea rococó bastante ajada dormitaba en el mostrador, entre llaveros y teléfonos silenciosos. Coco se dirigió hacia él con gesto seguro y anunció su intención de reservar una habitación. El tipo nos dirigió a Mónica y a mí una mirada suspicaz.
– ¿No serán menores de edad, verdad? -preguntó el portero a Coco, señalándonos con un gesto de la cabeza.