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Yo me sonrojé y Mónica se limitó a sostenerle la mirada sin el menor asomo de rubor. Coco negó con la cabeza y firmó con aire indiferente el comprobante de estancia que el conserje le acercó.

– Habitación 313 -le informó el tipo con voz monocorde y rictus impasible-. Ésta es la llave. Tercer piso.

No me atreví a decir que a mí una habitación con dos treces me sonaba a malhadada. Entramos en el ascensor y las puertas se cerraron a nuestro paso con un quedo susurro.

La habitación era digna de película de Sara Montiel. La cama estaba cubierta por una colcha de seda adamascada, a juego con la moqueta y con los sillones forrados de terciopelo. Unos pesados cortinajes que filtraban la claridad de la calle, bañando la estancia en luz roja. Lo peor de todo: había un espejo en el techo.

– ¡Nos has traído a un meublé! -exclamó Mónica, entre sorprendida y divertida.

– Me sorprende que no lo conozcas. Yo pensaba que una chica como tú conocería todos los hoteles de citas de Madrid -apostillé.

Le pregunté a Coco que de qué conocía semejante sitio. No me contestó, pero explicó que se le había ocurrido llevarnos allí porque, además de no ser demasiado caro, sabía que nadie en aquel hotel pondría reparos a que subiera a dos chicas a su habitación, y aprovechó para sugerir que, puesto que al fin y al cabo teníamos que compartir la cama, podríamos disfrutar la circunstancia para pasar «una noche inolvidable». Mónica se río como si aprobara la idea.

– Ni pensarlo -dije-. Si quisiera alegrarle la vida a sátiros como tú, estaría posando en el Interviú.

– Venga, Bea… Reconoce que lo que te pasa es que eres virgen -me dijo Mónica, riendo todavía.

– Y tú gilipollas -respondí.

Me metí en el cuarto de baño dando un portazo. Estaba completamente revestido de espejos; el baño, el lavabo y el bidé eran de mármol, los toalleros de bronce pulido y las toallas, cómo no, rojas. Lo que faltaba.

El universo posee una extensión de treinta mil millones de años luz, un tiempo y un espacio sencillamente inimaginables para nosotros. Un año solar es el tiempo que tarda el sol en completar una órbita alrededor de la Vía Láctea. Hace tan sólo cuatro meses solares los dinosaurios dominaban el planeta. Si pienso en ello, en lo poco o nada que Mónica significa en medio de esta enormidad inabarcable de protones y neutrones y materia negra, no debe importarme lo que yo sentía por ella, que tanto significó para mí y que en el fondo, no era nada. Mónica casi no cuenta, prácticamente no existe dentro de la Tierra, los Planetas Superiores, el Sistema Solar, la Próxima de Centauro, la Espuela de Orión, la Vía Láctea, el Grupo Local, el Supercúmulo Local… y finalmente del Universo, este universo majestuoso en que las estrellas estallan al morir. ¿No resulta milagroso que un punto infinitesimal cobrase tamaña importancia?; ¿no resulta increíble que en toda una extensión de treinta mil años luz el resplandor que emitía una presencia tan ridícula como Mónica fuese lo único importante para mí?; ¿no resulta alucinante que en ella se concentrase el universo entero?

Mónica me gastaba aquellas bromas sobre mi virginidad porque no era nada tonta, y sabía ver dentro de mí. Ella ya sabía entonces, estoy segura, que a mí me gustaban las chicas, y me pinchaba con la esperanza de que algún día yo acabara confesándoselo. Pero la cosa no se reducía a un término tan simple como que a mí me gustaran o no las mujeres. Me gustaba ella. Ella, sólo ella, reconocible en medio de este monstruoso criptograma cuántico que es el universo. Y si hubiera sido un hombre, me habría gustado también.

Porque importa la esencia. La irrepetible combinación de hidrógeno, helio, oxígeno, metano, neón, argón, carbono, azufre, silicio y hierro que hace a una persona diferente de todas las otras.

Y lo sé ahora, porque años después, en 1995, me acosté con un hombre.

Conocí a Ralph en la Universidad. Había pasado por los dos primeros cursos casi sin enterarme, y sin entablar prácticamente relación con ninguno de mis condiscípulos. El tercer año escogí especialidad: un seminario dedicado a literatura femenina. Había leído en su día a las escritoras que admiraba, a Virginia, a Jean, a Djuna, a Dorothy, a Jane, a Carson, a Sylvia, a Charlotte, a Doris, y supongo que, al principio, igual que me ocurrió con la fe católica en mi infancia, encontré una Causa, con mayúsculas, un objetivo trascendente al que entregarme, una ambición superior a mi propia existencia que traspasara mi rutina diaria con anhelos de inmortalidad. Había esperado encontrarme con personas constructivas y voluntariosas, dispuestas a levantar un proyecto de futuro armadas de entusiasmo y determinación. En su lugar me esperaba aquel ejército de fanáticas que asistían a mi curso, uniformadas en pantalones negros y botas militares, sosas y apagadas, inquietantes como los perfiles de los edificios de la ciudad en la que vivían: mis compañeras. Había ingresado, sin saberlo, en una secta.

No conseguí integrarme, ni al principio, cuando desparramaba a mi alrededor sonrisas y saludos forzados, en un intento desesperado por hacerme con el favor de mis condiscípulas; ni al final, cuando ya estaba sumida en lo peor de mi depresión y no saludaba ni sonreía a nadie. Ellas (y digo ellas porque, que yo recuerde, no había alumnos varones en nuestro grupo) se apiñaban en pequeñas subsecciones, corrillos de dos o tres chicas que se sentaban siempre juntas, que cuchicheaban nerviosas en las conferencias y se ayudaban las unas a las otras a redactar sus ensayos respectivos. El fluorescente de neón suspendido en el techo nos anegaba en una luz marchita que no favorecía a nuestros rostros ojerosos y cansados. En nuestro grupo de estudios debíamos de ser unas quince, y en el aula yo siempre me sentaba en la última fila. Miraba hacia delante y veía lo que me parecía un regimiento de mesas dispuestas en cuatro filas; pequeñas muchachas de negro, inclinadas, de las que únicamente distinguía sus nucas rapadas o alguna que otra coleta estirada como una soga. La incómoda luz vibrante de los neones fluorescentes y la monótona cantinela letánica de la profesora me sumergían en una especie de trance. Pasaban las clases sin que yo me enterase, no era consciente de los temas a debate ni del paso del tiempo.

Todas eran solemnes y vegetarianas y practicaban el yoga y el control mental, y organizaban con devoción de beatas encuentros semanales en los que discutían sobre problemas mil veces examinados, seminarios que versaban sobre temas como La voz femenina, Más allá del mito de la belleza, Sexo, rol y género o Revolución desde dentro, y a los que no lograban arrastrar a nadie, excepto al exiguo grupito de las ya convencidas. No poseían el más mínimo sentido del humor o de la ironía, y sus discursos, repetitivos hasta la saciedad, solían basarse en tediosas acumulaciones de datos, fechas, estadísticas y consignas. Cada una de ellas, metida a oradora, podía hacer alarde de una memoria prodigiosa que hacía las veces de verdadera inteligencia. Me aburrían terriblemente.

Yo extraje desde el principio una conclusión poco esperanzadora: que la batalla estaba perdida de antemano, que no encontraría allí lo que iba buscando, y decidí dejarme vencer por el sopor que me invadía en cada clase sin esforzarme ni implicarme demasiado. Mis compañeras comenzaron a ignorarme en cuanto vieron que no conseguían atraerme a las reuniones extraacadémicas. Algunas de ellas eran habituales del bar de Cat y yo deseaba imaginar que advertía en sus ojos un punto de envidia recelosa.

Seguía adelante con mis estudios, sin embargo, porque mi beca exigía unas buenas notas y porque sabía que mi única posibilidad de retornar a Madrid algún día con suficientes cartas en la mano como para hacer una buena jugada de mi vida futura se cifraba en un título académico en condiciones. No me resultaba difícil, además, destacar. Me limitaba a sentarme frente al ordenador y ponerme a escribir todas las tonterías que se me pasaban por la cabeza. Si me veía apurada, inventaba fechas y datos con la mayor naturalidad. Mis ensayos estaban esmaltados de frases de una grandilocuencia altanera que entusiasmaban a mis tutores. Redactaba elucubraciones sembradas de citas diversas para demostrar mi condición de estudiante culta, leída y escribida; me esmeraba redondeando las conclusiones, desarrollando ideas que sabía que gustarían a mis profesores y que yo, secretamente, consideraba estupideces supinas. Me sentía una farsante. Sabía que no daba de mí ni la mitad de lo que hubiera podido ofrecer. Pero también me asaltaban dudas sobre mis propias capacidades. Si les gustaba tanto lo que hacía, que a mí no me gustaba en absoluto, ¿les gustaría tanto lo que hubiese hecho si hubiese trabajado en serio en mis ensayos, si hubiera sido eficiente y honesta? Quizá no. Quizá más valía dejar las cosas como estaban, seguir copiando frases de otros y guardando para mí mis propias opiniones. Seguía leyendo libros y más libros y escribiendo aquellas tonterías pretenciosas que embelesaban a mi profesora. Me sentía inflada y vacía como un globo, y me parecía que podría explotar en cualquier momento.

En casa no teníamos ordenador y me veía obligada a usar los de la Universidad, así que, a mi pesar, pasaba en aquel edificio gótico mucho más tiempo del que hubiera deseado. Comía en el comedor de estudiantes replegada en una esquina, procurando no llamar mucho la atención, incómoda en medio del bullicio académico, y se me hizo inevitable, a mi pesar, conocer a alguna gente. Antes o después se sentaban a mi lado y se presentaban. Yo procuraba ser amable y correcta, pero tampoco les daba la menor oportunidad de enzarzarse en una conversación. Normalmente no volvían a sentarse a mi lado, y al día siguiente les veía merodear por el comedor, bandeja en mano, en busca de una compañía más animada. Me gané fama de antipática. Era consciente de ello, pero tampoco me importaba gran cosa. Pensaba que la única manera de seguir adelante era no relacionarme demasiado con la gente, no exponerme a que me conocieran, a que me despreciaran más tarde por ser tan distinta. A que me hirieran, en suma.

Con el tiempo acabé por fijarme en un individuo que, a primera vista, resultaba diferente al resto. También él solía comer aislado, escondiendo la cabeza tras un libro; tampoco él parecía interesado en relacionarse. No era demasiado guapo, es cierto, pero se me hacía interesante. Se trataba de un tipo de edad indefinida, demasiado moderno para haber llegado a la treintena pero con un rostro excesivamente vivido para los veintitantos. Fornido, rotundo, no demasiado alto, tenía cierto aspecto de jugador de rugby, con aquel cuerpo cuadrado y sólido. Llevaba el pelo muy corto, al uno, teñido de un rubio platino insolente que dejaba ver las raíces negras, y los rasgos de su cara eran tan compactos como sus propios miembros: nariz chata, labios carnosos, ojos hundidos, cejas excesivamente próximas entre sí. Cuando leía, fruncía el ceño con expresión de concentración y una única ceja le atravesaba la frente. De vez en cuando alzaba los ojos con expresión ausente, como buscando una idea dentro de su mollera, y al cabo de un minuto volvía a su lectura con interés renovado. Me gustó un detalle familiar que me hizo sentir una inmediata simpatía por su persona: miraba por encima de sus gafas igual que hacía Mónica.