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Me llamó la atención el hecho de que siempre llevaba puesto algo naranja. Tenía varios canguros, chándales de esos que llevan una capucha, todos ellos con diferentes motivos impresos en la espalda o en el tórax. El canguro era naranja, o la camiseta era naranja, o los calcetines eran naranjas, el caso es que siempre había un punto de luz en su indumentaria. El pelo cortado al uno, rematado con un copete a lo Tintín, y los canguros de colores brillantes me recordaban a los chicos que pululaban por el local donde trabajaba Cat, y desde el principio supuse que aquel chico era gay. Al cabo de un mes empecé a pensar que me apetecía conocerle, porque me asaltaba la corazonada de que podríamos tener mucho en común.

Ya llevaba casi un año en Edimburgo, y no tenía un solo amigo aparte de Cat.

No sabía cómo establecer contacto, porque era evidente que él no era del tipo de los que se sientan a tu lado en el comedor, y yo no me sentía capaz de dirigirme directamente a él y presentarme; pero de algún modo debió de captar mis miradas insistentes y cayó en la cuenta de que despertaba mi interés. Una mañana gélida de enero en la que la escarcha formaba carámbanos en las ventanas del comedor, coincidimos el uno junto al otro en la barra del buffet, quiero pensar que no fue casualidad, con nuestras bandejas respectivas. Nos sonreímos tímidamente e intercambiamos frases banales sobre la nula calidad de la comida. Yo dije que ya estaba harta de patatas y que echaba de menos las ensaladas de mi casa, y eso le dio pie a preguntarme, tal y como yo esperaba, de dónde venía. Mencioné Madrid. Nunca he estado allí, dijo él. ¿Está bien? Asentí sin mucho entusiasmo con un escueto movimiento de cabeza porque no quería hacerle un menosprecio a su ciudad, y no quise hacerle saber, puesto que no le conocía, lo maravillosa que era la mía, lo mucho que la echaba de menos.

Hubo más encuentros después del primero. Medidos, controlados. Cada día nos demorábamos unos segundos más en nuestra conversación de circunstancias. Con el tiempo nos fuimos acercando el uno al otro, muy lentamente, tanteando el terreno. No es que yo esperase impaciente su llegada al comedor, pero el corazón se me alegraba cuando entreveía de lejos un borrón naranja, que al cabo de un rato se desdifuminaba y se convertía en su figura. A veces se acercaba a hablar conmigo; otras se dirigía directamente a su rincón. Luego yo empecé a adquirir confianza y me dirigía a él, socarrona, haciendo bromas sobre sus camisetas y su pelo, que él encajaba con deportividad e inteligencia. Le expliqué que en España el naranja era el color de las bombonas de gas. Él me explicó que lo llevaba porque era el color de Detroit, de la música industrial, del techno, y porque, qué narices, a él le gustaba. A mí también. Me parecía que nos venía bien una nota de despreocupada estridencia en aquel paisaje monocromo -agua, bruma, nubes, sombras, hiedra y musgo- del Edimburgo invernal.

Se llamaba Ralph. Estudiaba historia del arte. Nos hicimos amigos. Al cabo de un tiempo sabíamos, sin necesidad de citas ni de acuerdos, a qué hora podíamos encontrarnos, y descubrimos que teníamos un sentido del humor muy similar. Nos encantaba hacer bromas sobre los diferentes subgrupos que pululaban por el comedor: los estudiantes de filosofía, perillas y vaqueros raídos; los de medicina, cardigans de lana y gafas de concha; los de cine, microjerseys y adidas setentonas; los de arte, aquellos esnobs que comían el arroz con dos pinceles a modo de palillos. Y las de mi grupo de estudio, pelo corto, botas militares y diez kilos de más. Ralph podía crucificar a cualquiera con una sola frase, y su lengua afilada no conocía excepciones: se reía de todo y de todos. También la tomaba conmigo a veces, y entonces le daba por hacer bromas sobre mi acento, o sobre mis problemas con las eses. Darling, decía, ad yu gonna take the baz?, imitando amaneradamente mi deje madrileño.

Mi humor mejoró. Había encontrado un amigo. O eso creía. No confiaba mucho en él, pero al menos experimentaba una sintonía, una misma manera de percibir las cosas y entender las situaciones, que no había conocido desde Mónica, y que, desde luego, Caitlin no me proporcionaba. Siempre que pasaba por la cafetería de la facultad el corazón me latía un poco más deprisa, acelerado ante la perspectiva de ver aparecer su pelo amarillo y sus camisetas naranjas.

Me hablaba tanto de la música que le gustaba que consiguió despertar mi curiosidad. Desde Mónica, yo no había conocido a nadie que mostrara semejante avidez por la música, tamaña curiosidad por estar a la última, por no perderse una sola nota de lo que salía al mercado. Me hablaba del jungle que escuchaba al levantarse, para animarse, del trance que acompañaba sus lecturas, del lounge que bailaba a veces solo en casa. No entendía nada, pero me gustaba.

No sé qué hacía Ralph cuando no estaba conmigo. Desconozco en qué empleaba sus noches, porque apenas me hablaba de su vida privada, y jamás se refería a lo que hacía o dejaba de hacer cuando yo no estaba a su lado. ¿Cómo serían sus viernes y sus sábados por la noche? Jamás me lo encontré en ninguno de los clubes que frecuentábamos, ni en los gays ni en los mixtos, y eso que iba con los ojos bien abiertos desde que lo conocí, prestando especial atención a cada punto naranja que intuía en la penumbra de aquellos clubes sombríos y apagados… Una de las cosas que más echaba de menos en Edimburgo eran los bares de diseño. Los clubes que conocí, en comparación, me parecían tristes como un funeral lluvioso, por mucho que contásemos con los mejores DJs del mundo. Quizá existiera en la ciudad alguno un poco más refinado, pero si ése es el caso, yo no lo he pisado. La última vez que noté la mano de un decorador fue en Madrid, hace cuatro años.

Hace cuatro años nos gustaban los bares, y nuestras prioridades eran muy básicas. Ya podía perseguirnos un comando neofascista, ya podía caer la bomba atómica, que nosotros no íbamos a dejar de salir de marcha. Estaba claro que nos tocaba cambiar de aires porque lo lógico era que los de la CEDADE nos buscasen por el recorrido habitual de Coco. Así que nada de Iggy, ni de Vía, ni de Metralleta aquella noche. Nos fuimos a un bar de copas de la Castellana.

Era un bar caro, para gente cara, y eso se apreciaba nada más poner un pie en el locaclass="underline" luminosidad y decoración elegante, barra brillante, superficies curvilíneas, taburetes de patas espiraloides diseño Philip Starck que tenían aspecto de ir a derrumbarse en cualquier momento si alguien se sentaba sobre ellos. La luz azulada del neón confería un aire espectral a caras familiares de gente cuya existencia diurna se resumía en una etiqueta: diseñador, artista, cantante, modelo, conde.

– Este sitio es un muermo -se quejó Mónica.

– A mí me mola -dijo Coco.

– A ti te mola cualquier cosa que parezca cara. Eres un hortera, y canta muchísimo que eres de Carabanchel -replicó ella.

– Te advierto que mi viejo está forrado.

– Qué coño tu viejo, si tu vieja es viuda.

– Te equivocas. Eso dice ella. Soy hijo ilegítimo. Se quedó preñada del señorito de la casa en la que servía y para quitársela de en medio la familia le soltó un mazo de guita. Con eso es con lo que montó la panadería.

– Hala, no os peleéis, que el sitio mola, a su manera -corté yo-. Y además, no está mal variar de vez en cuando.

Y para demostrarlo me dirigí a la pista.

Unos bultos irreconocibles se agitaban allí, y sobre ellos unos altavoces esparcían un fondo de música salsera que a pesar de ser bastante predecible, o quizá precisamente por ello, incitaba al baile. Cerré los ojos y me dejé llevar por el sinuoso ritmo de las maracas en mi cabeza, contoneando elípticamente las caderas y los hombros, precisa y oscilante como un metrónomo. Al rato alguien me tocó el hombro y me di la vuelta. Mónica.

– Sígueme -me susurró al oído-. Tengo algo para ti.

Avanzó por delante de mí agitando sus caderas con movimientos eléctricos y la multitud se abrió a su paso, como las aguas se separaron a la orden de Moisés.

Alcanzamos a Coco en la puerta del cuarto de baño de tíos. Los tres ocupamos una cabina y cerramos la puerta. Mónica se sentó en la tapa del váter, sacó del bolso heroína, una cucharilla, un mechero y una jeringuilla. Al principio no entendí a qué venía toda esa parafernalia.

– No me digas que te vas a pinchar -exclamé, atónita, cuando caí en la cuenta de qué iba la cosa. Me explicó que por lo general evitaba pincharse porque sabía que las marcas de los brazos la delatarían, pero que en realidad, prefería inyectarse heroína a fumarla, ya que «ponía» mucho más. Depositó un poco de heroína en la cuchara, calentó la base de ésta con un mechero, y cuando la heroína se fundió la absorbió con la jeringuilla.

– ¿Quieres probarlo? -me dijo.

– Ya sabes que no.

– Tú te lo pierdes.

Se la pasó a Coco. Coco se inyectó primero y ella después. No tardaron ni tres minutos. Yo desvié la cabeza intentando evitar el espectáculo, que me parecía bastante grimoso. Lo que no entendía era por qué Mónica se empeñaba en convertirme en la espectadora de todas sus transgresiones (el atraco, la excursión a la Celsa, sus picos…). Quizá me necesitaba como obligado contrapunto, quizá quería convencerme de que la siguiera en aquel descenso vertiginoso. En mitad de estas reflexiones alguien se puso a aporrear la puerta como loco. Mónica salió abrochándose el sujetador, intentando fingir que lo que hacía en el cuarto de baño no tenía nada que ver con las drogas sino con el sexo. Fuera nos esperaba un tipo trajeado, enorme, con musculatura de cibercop y expresión de asesino a sueldo, que agarró a Mónica del brazo, la sacó del baño y la arrastró por toda la discoteca. Coco y yo le seguíamos estupefactos, y a punto de alcanzar la puerta, comprendimos lo que sucedía.