– Tío, pero ¿qué coño estás haciendo? -dijo Coco.
Por toda respuesta, el gorila cogió a Coco por el cuello, que se zafó con violencia. Entonces el gorila le empujó contra la puerta y la cara de Coco se golpeó en el marco. Como respuesta Coco le dio un codazo en la barriga. El tipo le empujó y Coco cayó de espaldas sobre la acera.
– No quiero veros más por aquí -dijo el grandullón, y cerró la puerta acristalada del local en nuestras narices.
Nos sentamos en un banco y discutimos a dónde ir. Yo opinaba que deberíamos ir al hotel. Coco argumentaba que era demasiado pronto, que la noche era joven, y Mónica no decía nada, se limitaba a fijar los ojos turbios en un punto indeterminado. Al final yo propuse un sitio: el Miami, una discoteca bakalao que abría precisamente a las tres (eran las tres menos diez), y a la que había ido alguna vez con Mónica. La frecuentaban hordas de pijos jovencitos y nos resultaría fácil vender las pastillas. A Coco le pareció una buena idea. Conocía el sitio y se llevaba bastante bien con una de las camareras, con lo que teníamos garantizadas copas gratis.
– Me alegra ver que empiezas a tomar decisiones por tu cuenta. Estás creciendo, nena -dijo Coco.
– Me parece que tú ya la encuentras bastante desarrolladita. No creo que le haga falta crecer más -añadió Mónica con una voz tenebrosa que nos sobresaltó, y que parecía surgir de lo más profundo de su garganta.
Cuando llegamos al Miami, Coco se dirigió directamente a la barra a charlar con su amiga la camarera. No sé cómo pudo contarle nada, porque el fragor del bakalao impedía cualquier conversación medianamente coherente, pero de alguna manera se las arregló para informarle de que teníamos éxtasis, para que hiciera correr la voz.
Acto seguido sugirió que fuéramos al baño para hacernos unas rayas. El numerito que acabábamos de protagonizar no parecía haberle escarmentado. Aquello empezaba a parecerse a un ritual. Métete en una cabina, haz unas rayas; las de Bea y Mónica, de cocaína, la de Coco, cortada con heroína. Aspirar, aspirar. Un leve estremecimiento en la nariz, una corriente eléctrica disparada al cerebro. Reconocí la navaja automática con la que Coco cortó las rayas. La misma que Mónica le regaló.
– Hay que reconocer que es bonita, la navaja.
– Quédatela -dijo Coco-. Te la mereces.
– Tío, ese bardeo te lo regalé yo, y un regalo no se regala -protestó Mónica.
– Anda, amor, no des la brasa. A Bea le vendrá bien. Sabes cómo usarla en caso de necesidad, ¿verdad, bonita? Aprietas este botón, así, y la hoja sale disparada. Entonces atacas, sin miedo, con el filo hacia arriba, y sobre todo con seguridad, sin dudar, hundiendo la navaja hasta el fondo.
Se me escapó una de mis características risitas nerviosas. Un estremecimiento me recorría la columna al pensar en clavarle a alguien una navaja, algo que ni remotamente imaginaba hacer, y también al sospechar que Coco hablaba de algo que probablemente había hecho.
– Ahora, me debes un regalo -me dijo Coco poniéndome la navaja en la mano-; siempre que te regalan un cuchillo tú tienes que dar algo a cambio. Si no, trae mala suerte.
Mónica, escéptica como siempre, nos conminó a que dejásemos de decir chorradas. Yo me guardé la navaja en el bolsillo trasero del pantalón.
Salimos del baño y nos dirigimos a la barra. Coco pidió dos güisquis a su amiga la camarera, que parecía bastante simpática.
– Voy muy ciego -dijo Coco-; de repente me está entrando un muermo sideral. Necesito despejarme un poco.
– Prueba una de las capsulitas de marras -sugirió Mónica-; al fin y al cabo, la mayor parte es anfetamina.
– Paso. Ya me he metido demasiado como para atreverme con mezclas raras…
– No me seas aprensivo, que pareces Bea -le dijo ella-. Además, mala hierba nunca muere.
– Vale. Bea, ¿me das uno de esos termalgines rellenados? Le pasé una de las capsulitas y se la metió acompañada de un trago de güisqui. Luego me pidió otra.
Los omnipresentes termalgines… Cápsulas de paracetamol. En Edimburgo siempre había que tenerlos a mano, para combatir los síntomas de los inevitables resfriados del invierno. Pero en marzo ya no hacían falta. El frío desaparecía y con él los ojos lacrimosos, las narices moqueantes, las gargantas irritadas y los dolores de cabeza. Llegaba marzo a Edimburgo y los días se iban haciendo más claros. Los rayos de sol, aún tímidos, arrancaban destellos turquesas a las hojas, y la ciudad ofrecía un aspecto de dama elegante y digna, imponente y desdeñosa, con sus edificios juzgándonos mudos desde lo alto de sus torres de piedra.
Una tarde de marzo Ralph me dijo que tenía que pasarme por su casa para ver sus discos. No vivía muy lejos de la universidad. Podíamos ir dando un paseo ahora que había mejorado el tiempo. ¿Con quién vives?, le pregunté. Me sorprendí cuando me dijo que vivía solo, ya que no conocía a ningún otro estudiante que pudiera permitírselo: todos vivían en habitaciones en pisos compartidos o en residencias de estudiantes. Ralph me había dicho que tenía treinta y un años. Lo cierto es que tampoco conocía a muchos estudiantes de su edad. Supuse que su familia tendría dinero, si es que él podía permitirse vivir del cuento a sus años, y no quise hacer demasiadas preguntas, porque consideré que no era asunto mío.
Vivía en Baker Street, no demasiado lejos de mi casa, en realidad. Un lugar tan bueno o tan malo como cualquier otro. Ascendimos a través de unas escaleras mugrientas. Él abrió la puerta. Y nada más entrar, contemplé el cielo.
Lo primero que me sorprendió fue el orden y la limpieza de la casa. En Edimburgo no conocen la manía española por la limpieza diaria, y desde el principio me sorprendió el aire decrépito y lúgubre de todas las casas que había conocido. Manchas de humedad en los techos, montones de trastos inútiles desperdigados por doquier, moquetas que no habían conocido un aspirador. Los destartalados interiores de las casas de Edimburgo transmitían una sensación de abandono y desidia que se adhería a los huesos como el frío. Pero el apartamento de Ralph era distinto a todos los precarios refugios temporales, aquellos apartamentos de estudiantes rebosantes de provisionalidad que yo había conocido.
La moqueta estaba aspirada y se notaba que alguien se había encargado de quitar el polvo a las estanterías. El apartamento entero estaba ordenado con una pulcritud minimalista. Pero lo que me llamó la atención, lo que consiguió transportarme a dimensiones de dicha casi olvidadas, lo que me devolvió recuerdos arrinconados tanto tiempo en mi cerebro, fueron los discos y los libros. Había muchos, muchos, muchos. Cientos, ¿miles?, reposando unos contra otros en estanterías que ascendían del suelo al techo, alineados como los soldados de un ejército de notas y palabras. Arrastré mi dedo índice de un lado a otro de cada estantería, embarcada en una singladura de letras a través de los cantos de los ejemplares, embelesada, embobada, entusiasmada, atónita, y repetía en voz baja los nombres de cada uno de los autores: Malouf, Maquiavelo, Marais, Mauriac, Melville, Milton, Mishima… Ralph era tan metódico…
Y los discos. Discos en vinilos, de los que ya no se fabrican. Discos de grupos cuya existencia tenía casi olvidada.
Ska, punk, góticos, siniestros. Lounge, ambient acid jazz, trip hop. Grunge, blues, rock and roll, indies. Sones, guarachas, boleros, vallenatos. Rai, sufi, soka, zen. Samba, tango, merengue, calypso. Ragas, reggae, be bop, new age. Toiki, sukú, forró, gamelán. Gnawa, bhangra, qawwali, sefharad… Nombra algo, estaba allí. Allí había de todo, incluidos Sinatra y Tony Bennet. Había orquestas clásicas y boleros, y discos de rai, de Lokua Kanza y de Ruychi Sakamoto y de otra gente cuyo nombre no me decía nada.
Me sentía como Hansel y Gretel al descubrir la casa de chocolate.
Había permanecido tan absorta contemplando el tesoro almacenado en aquella casa que ni siquiera me había parado a pensar en mi anfitrión hasta que sentí su aliento calentándome la nuca. Me estaba abrazando con su cuerpo de oso, acomodando cada mano sobre uno de mis pechos. «¿Pero qué pretendes?», le pregunté. «¿No se nota?», respondió él, e impostaba la voz para hacerla sonar profunda y cavernosa en una especie de imitación de lo que él debería de pensar que era sexy. «¿Pero tú no eres gay?», pregunté yo, y según acababa de formular la pregunta me di cuenta de lo inapropiado de la frase en semejante situación. Por toda respuesta me volteó y me colocó cara a cara contra él. Sonreía. No dijo más palabras, simplemente acercaba un cuerpo interrogante. No ofrecí resistencia cuando acercó sus labios a los míos y sabía muy bien que la primera razón por la que iba a permitirle besarme radicaba en su impresionante colección de libros y discos antes que en ninguna otra de sus cualidades.
Creí que había encontrado a mi segunda Mónica.
Besaba bien, y nuestras lenguas se entrelazaban, húmedas, como dos anguilas en el lecho de un río. Se me aceleró la respiración y sentí un calor desconocido en los pezones y en la ingle. Sus manos me examinaban el cuerpo con la codicia y la impaciencia de un buscador de tesoros, y al llegar a mi espalda, hizo que sus dedos tamborilearan de arriba abajo por la columna, dejando a su paso huellas de escalofríos. Adelantó su pierna y la plegó entre las mías. Sentí un bulto duro contra mi pubis. Escuchaba nuestras respiraciones entrecortadas superponiéndose la una a la otra como una sinfonía de jadeos amplificados a su máximo volumen, estrellándose contra el silencio de la tarde. En inglés puedo describirlo mejor que en español. I fancied him. Él me gustaba, me apetecía. Me apetecía con la misma urgencia imperiosa con la que a mis trece años me sentía atraída, cuando me puse por primera vez a régimen, por las palmeras de chocolate que exhibían los escaparates de las pastelerías. Quería devorarle a bocados y saborearle entero. Me apetecía tanto, así, de pronto, que fui incapaz de pararme a pensar en las razones ocultas tras semejante capricho absurdo, porque yo no debía desearle, porque yo ya estaba comprometida.