– Desde aquí, no -me dijo Mónica-. Desde la calle. Y recoge tus cosas. Asegúrate de que no te dejas nada.
– ¿Quieres decir que pretendes dejarle aquí solo?
– Tal y como está no se va a enterar de si estamos o no -me respondió ella, tajante. Se estaba poniendo los pantalones.
– No me lo puedo creer. Eres tú la que te lo follabas. No digo que tengas que amarlo locamente, pero se supone que implica cierta responsabilidad.
– Bea, si le pasa algo grave, si la palma de camino al hospital, o si la ha palmado ya, nos vamos a meter en el lío del siglo, no sé si te das cuenta. ¿Qué hacíamos las dos en la cama de un hotel con un tío que debe de llevar una bomba química en el cuerpo? Llamaremos a la ambulancia y ya se encargarán de él.
– No me creo lo que estoy oyendo; no me lo puedo creer… -musité.
– Te recuerdo que hace un rato casi te viola en esta misma cama -me cortó ella.
– Y yo te recuerdo que no ha parecido importarte gran cosa. Flipo contigo: no te preocupas de nadie excepto de ti misma. Seguro que si me diera un pasón a mí me dejarías tirada como a Coco.
– Te equivocas -dijo ella-, tú serías la única persona a la que nunca dejaría tirada.
Se puso la camiseta y las zapatillas, recogió su bolso con tranquilidad y caminó hacia la puerta. Al tornar el picaporte se dio la vuelta.
– Haz lo que quieras. Yo me bajo a llamar por teléfono. Calculo que la ambulancia tardará de cinco a diez minutos. Tú puedes quedarte aquí haciendo de hermanita de la caridad si tanto te apetece. Si me necesitas, sabes dónde encontrarme: me voy a casa de Javier.
Y abandonó la habitación pegando un portazo.
Cuando Mónica se fue regresé al cuarto de baño. Albergaba la esperanza de encontrarme a Coco de pie, o sentado, de que todo hubiese sido un malentendido o una broma pesada, o un mal sueño. Pero Coco seguía allí, exactamente donde lo había dejado. Me senté a su lado y hablé con él, le expliqué que era consciente de que probablemente no podría oírme, pero que, como había visto en la tele que algunos pacientes en coma escuchaban lo que sucedía a su alrededor, no perdía la esperanza de que me entendiera; le dije que la ambulancia estaba en camino y que, con suerte, en el hospital le pondrían una inyección de buprenorfina y que volvería a estar como unas pascuas en tres días, y luego, mientras le explicaba todo esto en voz alta, caí en la cuenta de que no tenía por qué ser tan amable, que Mónica tenía razón, al fin y al cabo aquel hijoputa había intentado forzarme, por no decir que me había apartado de la que había sido mi mejor amiga, mi única amiga, pero el caso es que, a pesar de todo, le tenía cierto cariño a Coco, me había conmovido que me regalase la navaja, y que me alabase, que me tratase como a una adulta, me caía bien a su manera, y en aquel preciso momento reparé en que siempre acababa por justificar a aquellos a los que odiaba.
Volví a recoger mi bolso y entonces me fijé en la chaqueta de Coco, que había dejado colgada en el respaldo de uno de los sillones. Metí la mano en el bolsillo del forro interior y le quité la cartera. Había unos cuantos billetes allí dentro. Tenía la desagradable impresión de que Coco ya no los iba a necesitar. Los guardé en el bolsillo de mi pantalón, me vestí en dos segundos y me marché.
Bajando por la calle Libertad vi llegar a la ambulancia.
Era un día de verano sofocante. El sudor me picaba en las sienes. La luz del sol limpia, caliente, sin viento, asesinaba los colores, y los edificios grises adquirían un aspecto amenazador bajo aquella claridad sesgada. Daba la impresión de que el asfalto humeaba. No había peatones, ni pájaros ni perros; sólo un silencio denso: la vida entera parecía haberse detenido en la inmovilidad de la tarde. Bajé a la calle Pradillo y me metí en la única cafetería que encontré abierta, y que gracias a Dios tenía aire acondicionado. Según mi reloj, eran las tres de la tarde. Pensé en comer y al momento me di cuenta de que sería imposible meterme nada en el estómago, que parecía hinchado por una especie de bola grumosa y pesada, así que pedí una Coca-cola. Después me acerqué al teléfono y marqué el número de Javier: saltó el contestador automático y colgué inmediatamente. No sabía qué hacer, no sabía dónde iba a pasar la noche, pero tenía claro que no pensaba volver a casa de mi madre. Tenía veintipico mil pesetas en el bolsillo y unas cuantas pastillas que podía vender.
El Miami estaba prácticamente vacío, y la camarera simpática, que seguía tras la barra con cara de aburrida, no me reconoció hasta que le dije que era amiga de Coco. Entonces pareció caer en la cuenta. Le expliqué que quería pasar unos equis, y ella opinó que la cosa estaba complicada, porque en verano, entre semana, casi no había clientela.
– Si quieres vender pastis, lo mejor que puedes hacer es irte a La Metralleta -me aconsejó-. Aquello siempre está lleno. Los colgaos que van allí no tienen dinero ni para veranear.
Le di las gracias y me marché.
La Metralleta, efectivamente, rebosaba de gente. Un enjambre de adolescentes bailaba frenético en la pista, labrando sinuosas figuras sin seguir muy bien el ritmo. Alcancé la barra, me hice con un güisqui y, no sin antes recordarle a la clónica de Morticia que si alguien le preguntaba por éxtasis le dirigiese a mí, me encaminé a la columna de siempre.
La columna era esencial para sostener el techo de aquel antro y a mi propio cuerpo, que amenazaban con derrumbarse de un momento a otro. Cuando ya casi me había olvidado de lo que estaba haciendo allí, un chico con una camiseta de Pavement se me acercó buscando éxtasis. Lo reconocí, porque ya le había pasado pastillas antes. Después la noche se fue sucediendo como un sueño cibernético: el ejército de luces azuladas que golpeaban las retinas, el pandemónium ensordecedor de golpes sintetizados, la oscuridad que confundía los cuerpos que transitaban aquel espacio viciado por el humo. De cuando en cuando alguien se acercaba a hablarme. Algunos me preguntaban tonterías, alguno intentaba ligar, alguno buscaba algo que ponerse. A la mayoría de ellos acabé por colocarles una capsulita. Empecé a pensar que había nacido para aquello. De pronto, a través del gentío, divisé a mi pretendiente, el treintañero alto, en el fondo de la barra. Me sonrió y avanzó hacia mí moviéndose felinamente a través de la confusión de cuerpos, al compás de la música de sintetizador. Antes de que pudiera evitarlo, lo tenía al lado.
– Ayer no viniste -me dijo-. Ya estaba empezando a preocuparme.
– ¿Acaso vienes a esperarme todas las noches? -le pregunté.
– Desde luego. ¿Te apetece tomar una copa?
Me lo pensé un segundo. No tenía adonde ir aquella noche. Me había pasado la tarde vagando por el Retiro, dormitando un rato a la sombra de un árbol, y luego paseando Castellana abajo hasta que, sin darme cuenta, reparé en que había caído la noche y decidí pasarme por el Miami. Había pensado que cuando el local cerrara, me marcharía a un banco de la Plaza de España a dormir, o a pensar, o intentaría localizar a Mónica. Quizá aquel tipo tuviera un apartamento con un sofá cómodo en el que yo pudiera pasar la noche… Le miré a los ojos, y descubrí, para mi sorpresa, que me gustaba. Su rostro tenía un aire lánguido, exquisitamente delicado a su manera, un no sé qué femenino que le hacía parecer casi hermoso, aunque no tengo muy claro que lo fuera. Un mechón de pelo liso le caía sobre la nariz de corte rectísimo que dividía en dos su cara. Intuía al mirarle una especie de mutuo reconocimiento, de comprensión sin palabras. Se me ocurrió que podía dejarme llevar por la corriente cálida de su amabilidad y su sonrisa desenvuelta. Por un instante pensé que quizá fuera distinto de los otros. Pero luego imaginé lo predecible, cómo intentaría enredar su cuerpo pegajoso al mío, pasear sobre mí sus manos inevitables y grasientas, como habían hecho todos los demás. En mi reloj las agujas marcaban las seis y cuarto.
– Te lo agradezco -le respondí, intentando parecer amable-, pero tengo que ir a casa a intentar arrancarme el maquillaje. Con suerte sólo me llevará unas dos horas. Es una forma rápida de perder kilos. Él se rió.
– No digas tonterías: no vas maquillada. Se llevó la mano a la chaqueta, sacó su cartera, la abrió y me entregó su tarjeta. Me la guardé en el bolsillo de los vaqueros.
– ¿Me llamarás?
– No sé… -contesté-. Si se me ocurre en el curso de mi vida social increíblemente ocupada, y si tengo a mano un teléfono y no ponen nada bueno en la tele, tal vez, a lo mejor…
Salí a la calle. Enfrentarme de nuevo a la madrugada, cuando el cielo va perdiendo su negrura, y empieza a dejarse ver el día, como una estela de humo que se estrecha y palidece entre los tejados. La tarjeta de aquel tipo me quemaba en el bolsillo. Reparé en que no sabía su nombre, ni él el mío. Saqué aquella tarjeta: Pablo San José, médico. Clínica tal… ¡Médico! No era policía, y nosotros tres éramos unos paranoicos. Con sólo volver sobre mis pasos tenía garantizado un lugar donde dormir. Di unas cuantas vueltas a la tarjeta entre mis dedos y la rompí en un montón de pedacitos blancos. No quería llevar la tentación encima.
Aquel tipo me gustaba. Habría podido acostarme con él y entonces probablemente no habría existido Cat, y quién sabe, quizá hubiera terminado por convertirme en una chica como tantas otras, femenina y heterosexual. Pero creo que resulta fácil de comprender que después de dos intentos de violación en menos de una semana no me apeteciera mucho la perspectiva de tener un hombre encima. Pero, repito, me gustaba. Su insistencia, su sentido del humor, su amabilidad habían conseguido conmoverme. Yo puedo amar a hombres y a mujeres. No distingo entre sexos.
Los niños van de rosa, las niñas van de azul. Rosa es el color de los afectos. Azul el de los uniformes de trabajo. Monos de mecánico, trajes de azafata. Azul. Corbatas de ejecutivo, bolígrafos para hacer cuentas. Rosa. Cubiertas de novela romántica y cajas de bombones. Los hombres son racionales y las mujeres sentimentales.
Se nace persona. Dos días después te perforan las orejas. Te ponen unos patucos rosas. Ya eres una niña. Vas a un colegio de niñas. Te visten con falda y coletitas. Cumples catorce años. Tu primer pintalabios. Ya eres una mujer. Cumples quince. Zapatos de tacón. Te sonrojas ante los chicos en la parada del autobús. No corres los cien metros. No escuchas heavy metal. Ya eres una cretina.