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¿Qué aprendí en la facultad? ¿Qué escribía en mis trabajos? El concepto de género está sometido a manipulaciones sociales. Una convención impuesta. No asociada a factores biológicos. Nacer hombre o mujer no supone implicaciones de comportamiento irreversibles. Nos comportamos como tales por educación. Los roles sexuales se aprenden en función de los hábitos culturales. No son innatos. Las mujeres no son hembras porque lleven tacones Los hombres no son machos por llevar corbata.

Cumplí quince años y dejé de ir a misa. Cumplí dieciocho y besé a Mónica. Luego me largué a Edimburgo. Y allí me rapé el pelo y me compré unas botas de comando. En la calle nadie sabía si yo era chica o chico. Fue la última transgresión. La última transgresión.

Cada delicado detalle de mi cuerpo puede ser interpretado o reinterpretado, según quiera ser mujer o persona. Mi vagina puede ser la puerta del placer o de la vida. Mis pechos, fuente de leche o puntos eróticos. Mi ombligo perforado puede ser un reclamo o la señal de una conexión futura entre mi vida y la de otro que dependerá de mí. Mi cuerpo, con un feto dentro, ¿estará pleno de vida o simplemente invadido, deformado y destruido?

Académicamente hablando, debería escribir que cuando hacía el amor con Ralph era él el que me poseía, el que me tomaba. Sin embargo era yo quien lo hacía, era yo quien le acogía en mi interior, porque él entraba en mí. Le sentía como el otro, indescifrable y complementario a un tiempo. Si le acogía dentro, pensaba, me completaría. Cielo y Tierra, Luz y Tinieblas, Vida y Muerte, Caos y Orden. No tendría que preguntarme a cada paso quién era yo en realidad. Le sentía a él como a la parte de mí que me faltaba, una Beatriz esencial que había perdido en un tiempo indefinido, hacía muchos, muchos, muchos años, en un paraíso perdido e infantil que no podría ya recuperar. Después, cuando abandoné aquel territorio anterior a todo, aquel estado de gracia ajeno al trauma de la definición, me convertí en un ser separado de mi mitad. A la melancolía de la separación se unía la inutilidad del esfuerzo, el deseo nunca satisfecho que trata de llenar el vacío, el reencuentro que desespera por la incapacidad de reproducir el estado inicial, aquel todo equilibrado y positivo en el que todo estaba y nada faltaba. Cuando pensaba en esto, nuestros abrazos se me antojaban estériles y absurdos. Ansiaba la perfección de un estado primordial, un estado de fuerza y autonomía anterior a lo masculino o a lo femenino. No quería ser la mitad de uno. Sentía una profunda nostalgia de un ideal que llevaba dentro, quizá más inexistente que perdido, y creo que buscaba la Totalidad a través del sexo, añorando dolorosamente una reunificación que sabía de partida imposible, mero deseo de fusión. ¿Para qué intentar tocarnos si proveníamos de universos irreconciliables?

La mujer que amó a Ralph era la misma que amó a Cat y sé que será difícil comprender, para quien no lo haya vivido, que amó del mismo modo al uno que a la otra. Que no hubo grandes diferencias en lo que hacíamos. Que la fisiología no determinó nunca la mecánica amorosa. Que yo nací persona, y amé a personas.

Cuando estaba con Cat una parte de mí se disgregaba en átomos minúsculos. Me diluía y me hacía fuego líquido para fundirme con sus entrañas, transportada por oleajes de lava. Me extendía más allá de mí misma, superando límites físicos y químicos. Con Ralph, al contrario, las cosas estaban bajo control. Los dos, coordinados, sincronizados, a movimientos bruscos y precisos, avanzábamos al mismo ritmo marcial hacia una meta común, como en una competición deportiva.

Ella proponía, él se imponía. Ella me moldeaba a su gusto. Él me convertía en una contorsionista, en una equilibrista, en una plusmarquista. Ella era más profunda; él, más aventurero. Ella era detallista y esmerada; a él le sobraba la energía. Ella era sábanas lavadas; él, condones usados. Ella avanzaba, él embestía.

Pero su piel, la de ella, no era comparable. Bastaba con acariciarla para sentir placer. Él no contaba con aquella ventaja. Su piel era tan áspera como su carácter.

Cuando estaba con ella la besaba con los ojos abiertos y arrastraba mis dedos por sus greñas doradas. Indagaba en sus ojos redondos y limpios y veía una imagen líquida y verde de mi propio rostro. Caitlin de ojos de agua. Tomarla en mis brazos, besar aquel trozo de piel donde el cabello dorado se convertía en una pelusilla blanca y sedosa. El perfume dulzón mezclándose con otro aroma, el mío; su mano que descansa en mi vientre, y las puntas de sus dedos que descienden tamborileando hacia la cumbre de mis muslos; abrir las piernas y adelantar las caderas para facilitar el avance de sus dedos; rodar y revolearnos enredadas en una masa de brazos y piernas; una pulsación bien definida que estremece mi interior a un ritmo salvaje; la habitación que a mi alrededor se fragmenta en trocitos y se disuelve; la gozosa complicidad que sucedía al placer compartido; las huellas de sus dedos impresas en mis caderas como un sello violáceo.

Con él, con Ralph, sentía la maravilla de mi propio cuerpo tenso, de mi corazón palpitante, el milagro del fluir de mi sangre, de mis músculos contraídos. Me sentía una corredora de cien metros lisos avanzando hacia la meta con los labios apretados. Cuando estaba con la una pensaba en el otro, y viceversa. Vivía sometida a la tiranía del orgasmo.

Ya no lloraba a diario ni me acurrucaba bajo el edredón a escuchar discos lóbregos de los ochenta. Me levantaba con una sonrisa, hacía bromas coquetas, había incluso recuperado el apetito, aunque hacía esfuerzos hercúleos para controlarlo y no perder mi figura filiforme. Caitlin advirtió el cambio, e incluso lo comentó, pero no indagó en sus causas. Quizá prefería no conocerlas o quizá no buscaba explicaciones, como tampoco buscaría explicaciones al sobrevenir de las tormentas o a la caída de las hojas. La plácida Cat recorría la vida guiada únicamente por las tenues luces del impulso y la costumbre y hay que agradecerle a la providencia su naturaleza tranquila y sosegada, que convertía su vida en un remanso, pese a su supuesta inconvencionalidad, una carrera en la que nunca aparecían obstáculos insalvables, porque Cat aceptaba de buen grado todo lo que le llegaba: amigos, trabajo, novia, y no lo discutía ni se lo cuestionaba.

Katriona Mac Cabe seguía iluminando cada tarde mi salón con su sonrisa de trescientas veinticinco líneas. Caitlin seguía contemplándola con admiración y orgullo, y jamás olvidaba recordarme que aquella preciosidad había sido su amante. Pero Katriona había dejado de importarme. Gracias a Ralph yo había descubierto que era imposible que Katriona escondiera tras la pantalla algo que yo no tuviera.

Lo que había buscado en Ralph, sin embargo, no era sexo, sino apoyo, y a veces me arrepentía de haberme dejado llevar, porque pensaba que el hecho de que se acostase conmigo alteraba su percepción de mi persona. Yo deseaba poseer parte de su mente, fagocitar su inteligencia, buscaba en él a un trasunto de Mónica que, al igual que hizo ella en el pasado, arreglase mi cabeza y me ayudase a salir de aquel pozo negro en el que chapoteaba. Pero él me veía como a una amante antes que como a una amiga, y, por tanto, no me concedía la confianza que yo buscaba. A partir de entonces no hacía sino preguntarme cuáles debían ser los pasos a seguir en el ballet que jugábamos, una danza en la que cada uno de los bailarines debía improvisar los movimientos a medida que seguía adelante. Si él se mostraba insistente, ¿debía yo ceder?, ¿debía negarme?, ¿cómo? ¿Debía a veces tomar yo la iniciativa?, ¿hasta qué punto?, ¿quién daría el siguiente paso hacia adelante y hacia atrás?, ¿qué significaba comportarse como un hombre y comportarse como una mujer? Desde que me convertí en su amante adopté un papeclass="underline" era su contrario, y él nunca, nunca, volvería a verme de la misma manera. Lo habíamos estropeado todo.

Él, por supuesto, sabía que yo vivía con otra persona, pero nunca hizo preguntas al respecto. Nunca dijo que me quisiera, ni hizo planes de futuro ni habló de nosotros en relación con el mundo, como solía hacer Cat. Us no era un pronombre que él utilizara. Yo indagaba muchas veces en mi cabeza sobre la razón que le impulsaba a mantener lo nuestro. El sexo, por supuesto. Pero había algo más. Supongo que él también se sentía agobiado bajo el peso de la soledad y le venía bien contar con una persona que de cuando en cuando le aliviase su carga de recuerdos. Nos acostábamos juntos, eso era todo. Nadie propuso más. A su lado me sentía a veces como al lado de otro viajero solitario en el compartimiento de un tren, cercana a un extraño tranquilo y amable a cuya compañía estaba condenada por un lapso de tiempo que nunca duraría demasiado.

Vivía con una chica que me quería y tenía un amante con el que mantenía una relación ocasional, no sé si a mi pesar. Yo le encontraba fascinante, pero intuía que el sentimiento no era mutuo, así que hacía lo posible por no mostrarme demasiado cariñosa. Ralph y yo seguíamos encontrándonos sin acordar citas prefijadas, en el comedor de la universidad. A veces charlábamos sin más y cada cual se iba a su casa. Otras veces proponía ir a su casa y entonces nos íbamos a la cama, como por casualidad, como quien se toma una caña, como si ninguno lo hubiese deseado demasiado. Nunca acordábamos citas en el sentido estricto de la palabra. Ni siquiera fuimos a un pub a tomar una pinta. Yo sentía que había una muralla que nos separaba, y no poseía ni la fuerza ni las herramientas que me hubiesen permitido derribarla.

Al principio me venía muy bien, a qué negarlo, el tránsito titubeante de aquella relación, porque así evitaba comprometerme yo y hacer promesas o asumir responsabilidades. Me esforzaba en mantener las distancias, de hecho. Pero luego, a medida que lo que yo sentía fue aumentando y aumentando, a medida que veía crecer mi propia entrega, ya no entendía muy bien a qué venían la desconfianza y los silencios. La tristeza me sorprendía a traición al pensar en su rutina, lejana a mí, en aquel lejano orden de horarios, necesidades y ataduras que yo intuía pero no podía precisar, unas normas de vida que habían precedido a nuestra historia y que la sobrevivirían. Imaginaba lo que haría Ralph sin mí. Leería, ordenaría sus discos, daría largos paseos por los Meadows… Persistía en aquella trampa de imágenes inhóspitas porque no conocía otro modo de aproximarme a él, e inventaba un pasado que imaginaba horrible precisamente porque él nunca se refería a éclass="underline" todo lo que no sabía, lo que le hacía callar tantas cosas, las que sabía ocultar entre otras cosas que, aunque insignificantes, tampoco me aclaraba. Aquello que le hacía detenerse en medio de una frase, pensarse tanto una observación trivial, como quien teme a la espontaneidad porque ésta desvele una verdad. Lo que me hacía a mí misma guardar silencio y no exponer preguntas. El muro de dudas y reservas que se interponía entre nosotros con tanta fuerza como la distancia enorme y vacía que nos separaba. Todo lo que no se sabía; ni él de mí, ni yo de él. Lo que por ello dejé de saber de Ralph, de mí misma, y los dos de nosotros. Los silencios que se alargaban entre nuestras frases lo revelaban todo, las cosas que no nos atrevíamos a decir. Me parecía que algo se quedaba en el aire, la líquida noción inaprensible de algo que me perdía.