Le sentía tan mío que no estar a su lado era como una amputación. Deseaba tenerle a todas horas, morderle, chuparle, devorarle, poder hacerme con algo más tangible que la imagen difusa que componía en su ausencia, entre retazos de conversaciones semiolvidadas, fragmentos imprecisos de revolcones varios e instantáneas veladas de sus gestos. Acababa cansada de mirar las cosas huyendo con cuidado del miedo a encontrarle en el eco de cualquier silencio, en el hueco de cualquier espacio, en perfiles entrevistos a traición en la calle, en aromas de colonia cara arrastrados por desconocidos que en el autobús me recordaban a él. Me apetecía crearme una capilla, un espacio del deseo, un territorio aparte, privado, que contuviese en sí mismo las imágenes, los rituales y las oraciones del amor.
Todo lo que había entre nosotros era sexo, entendí. Y sin embargo, yo sentía nuestro vínculo como algo sólido e intenso. ¿Por qué? Porque los momentos que estaba con él los vivía amplificados: Una vez, la real, la que sucedía en el tiempo y el espacio; y muchas, muchas veces más: cuando repetía aquellos momentos en mi cabeza y revivía las cosas que hacíamos, su piel, su cuerpo, su vello, su sexo, su voz. Le sentía muy cerca, porque Ralph pasaba mucho, mucho tiempo a mi lado, incluso cuando él mismo no sabía que estaba conmigo.
No me gustaba tenerle encima de mí. Era pesado, ya lo he dicho. Y yo proponía todo tipo de juegos y figuras acrobáticas para evitar tener que cargar su peso sobre mí, porque entonces me inmovilizaba y me creaba la impresión de que no tenía escapatoria. El miedo me atenazaba y me fallaba la respiración, como cuando a mi madre le daban los ataques. Cuando intentaba explicárselo Ralph se limitaba a repetir su frase de siempre: que yo era una tía muy rara.
¿Rara? No sabes hasta qué punto puedo llegar a ser rara, le respondí un día. ¿Sabías que casi me cargué a un tío en Madrid? Me sorprendió oírlo de mis labios, porque en Edimburgo nunca le había mencionado el tema a nadie, ni siquiera a Cat. Este desliz por mi parte me hizo darme cuenta de lo necesitada que estaba de un amigo, de alguien con quien compartir mis problemas, de un espejo en el que reflejarme. Se me escapaban los secretos por los poros. Pero no me traicioné. Le dije que le estaba gastando una broma y sonreí, aunque por la expresión que adoptó pude darme cuenta de que había introducido la duda en su cerebro, una comezón que le roería por dentro desde entonces.
Hubiéramos podido ser grandes amigos, supongo, pero el sexo se interpuso y nos convirtió en contendientes, porque sobre nosotros planeaba la amenaza de una serie de exigencias que no se hubiesen planteado en el caso de una amistad sin sexo. Aunque él fingiera que lo de Cat no le importaba, tenía necesariamente que importarle, lo sé, y yo, ¿quién sabe?, probablemente hubiera deseado que lo de Cat sí le importara, que se atreviera a exigirme que acabara con aquello, a proponerme un futuro en común. Yo quería que él quisiese algo más de mí; ¿por qué quería yo eso?, ¿por orgullo? No tenía razones para desear de él otra dedicación que la que me ofrecía, porque yo sabía bien que la situación era perfecta tal y como estaba, que se trataba de un arreglo muy cómodo, lo de tener novia y amante a la vez, pero aun así, hubiese deseado más, hubiese deseado más de él, por muchos problemas que ese más me hubiera supuesto.
Ralph se acostaba conmigo e imponía decidido su voluntad, o lo intentaba. Recuerdo su abandono furioso, su manía de inmovilizarme con las piernas contra el colchón, de sujetarme los brazos por encima de la cabeza, la forma que tenía de estrellarse contra mí, como impulsado por la fuerza de las olas, convertido en una corriente embravecida.
Cat significaba, por el contrario, la amabilidad de la carne tácitamente poseída, sin acuerdos ni negociaciones previas, la conexión perfecta, puesto que cada una sabía, por propia experiencia, lo que la otra buscaba y necesitaba. Cada noche recorría su geografía conocida, sus dunas, sus lagos, sus llanuras, sin brújula, sin miedo. Cat estaba allí siempre y me quería. Nunca me hubiera negado la posibilidad de verla.
Según el tópico, yo conocía lo mejor de los dos mundos. (¿Sólo hay dos? ¿Y dónde se supone entonces que resido yo?) Y mi vida seguía entre una cama y otra. Contacto. Mis agarraderas al mundo en la noche de Edimburgo, donde el día se acaba a las cuatro de la tarde.
Entonces yo me sentía pura energía andante. Mis movimientos se hicieron más elásticos, más conscientes. Percibía claramente los contornos de mi cuerpo bajo el jersey, los pantalones y la camiseta. El sexo me ofrecía una clara conciencia de mí misma, desde la distancia, como si fuera otra. Ni siquiera notaba el frío. El deseo, en mi interior, irradiaba calor suficiente. Llevaba conmigo las imágenes de mis amantes como habría podido llevar un relicario mágico apretado contra mi pecho. Esto sucedió ayer, como quien dice, ayer, pero parece que hace siglos de eso. Por soledad los busqué, en soledad los recuerdo.
Desde la primera vez que me acosté con Ralph, desde que compartí al uno y a la otra, mi corazón se convirtió en algo borroso, indefinible, indescifrable. Porque si me hubieran preguntado en ese momento si yo era lesbiana o si era heterosexual, e incluso si era bisexual, que parecía la respuesta más convincente, no hubiera sabido qué responder. Estaba tan perdida como lo estaba tres años antes, cuando deambulaba por las calles de Madrid, cuando me empapé las manos con la sangre de un desconocido. A veces me sentía lady Macbeth: sabía que esas manchas no se borrarían, como no se borraban, en mi corazón, los años en mi casa, aquella relación irreparable con mi madre, ni mi amor a Mónica.
Volvía a estar en la calle y sin la menor idea de lo que iba a hacer. Pensé que lo mejor sería ir a tomarme un café, reflexionar sobre lo sucedido y sobre el siguiente paso a seguir y llamar a Mónica. Antes o después yo tendría que volver a casa. Pero volver a casa, después de todo lo que había pasado, me parecía imposible. Volver a ninguna parte me parecía imposible. Seguir adelante me parecía imposible. Vivir me parecía imposible. Cuando intentaba pensar, extraer alguna conclusión lógica del desbarajuste impenetrable que se había montado en mi cabeza, sólo conseguía que me atronasen las sienes. Pensé en Coco, quizá en una cama de la Paz, quizá en el depósito de cadáveres. Enfilé por una callejuela desierta. Oí unos pasos tras de mí y tuve la extraña impresión de que alguien me seguía. Me volví y no vi a nadie. Seguí adelante, y de pronto recibí un mazazo en la espalda que me empujó contra un muro y me dejó sin respiración. Antes de que hubiese podido darme cuenta estaba inmovilizada contra la pared, con el antebrazo de un hombre atenazándome el cuello.
– Vaya con la zorrita… -dijo una voz áspera y saturada de graves, un sonido ronco y desapacible que me erizó el vello.
Me estaba ahogando. Pensé que si el tipo aquél apretaba un poco más, me partiría la tráquea. Podía percibir su corazón palpitando regularmente contra mi seno derecho. Olía a tabaco y a sudor. Sabía que tenía que patalear, sacar fuerzas de flaqueza para quitarme al tío de encima, pero no podía moverme, ya fuera por el miedo o por la falta de aire. De pronto reconocí la identidad de mi atacante: era el tío al que había golpeado en la cabeza con una botella. Había sido una imbécil al ir a La Metralleta. Aquel tipo conocía bien a Coco, sabía por dónde se movía. Había ido a buscarme y me había encontrado.
Mientras me mantenía inmovilizada, comenzó a manipular su cinturón. Comprendí lo que iba a hacer. En su extraño código de honor, no podría parar hasta arrebatarme por la fuerza lo que yo le había negado. Entonces recordé que tenía la navaja de Coco en el bolsillo trasero del pantalón. Y mis brazos estaban libres. Mi única posibilidad se cifraba en mantener la calma. Si me movía demasiado bruscamente, él reaccionaría y me sería imposible atacarle. Él parecía muy ocupado intentando desabrochar uno a uno los botones de su bragueta. Intenté distraer su atención para que se fijara en mi cara y no en mis manos.
– Escúchame… -le dije en un susurro tranquilo para no asustarle. Me miró sorprendido y comprendí que la cosa iba bien-. Escúchame tío; siento lo que hice, de verdad que lo siento, pero es que me asustaste y…
Acercó sus labios a los míos. Le devolví el beso mientras intentaba a la desesperada sacar la navaja. No era tan fácil. La condenada estaba en el fondo del bolsillo. Agradecí al cielo que los pantalones me estuvieran tan holgados. Percibía un trasfondo de alcohol en el sabor acre de su saliva. Seguía apretándome la garganta, pero relajó un poco la presión. Parecía confiado. Se me ocurrió pensar que quizá yo le gustaba, o que él creía que a mí me gustaba.
Tenía la navaja fuera. Mi brazo me caía al costado, paralelo al cuerpo. Me esforcé por repetir en la memoria las palabras de Coco. Aprietas este botón, así, y la hoja sale disparada. Entonces atacas, sin miedo, con el filo hacia arriba, y sobre todo con seguridad, sin dudar, hundiendo la navaja hasta el fondo. Sin pensarlo. Le clavé la navaja en el costado con todas mis fuerzas. La sangré brotó a borbotones extendiéndose sobre su camisa. La sentí, viscosa y caliente, escurriéndose por mis dedos. Se le escapó un agudo grito de dolor, pero no me soltó. Apuñalé una segunda vez, sin llegar a sacar la navaja del cuerpo. Él se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo, retorciéndose en posición fetal.
Salí corriendo calle abajo, sin mirar atrás, con la navaja en la mano.
Debía de tener siete u ocho años cuando sucedió. Mi madre me había enviado a la tienda de la esquina a comprar cien gramos de jamón de York. A la vuelta me detuve en el parque, que estaba solitario y oscuro. Sabía que no debía hacerlo, pero la tentación de los columpios vacíos fue demasiado fuerte. Un señor muy amable vino a sentarse al columpio de al lado. Me hizo muchas preguntas y me dio caramelos, mientras me acariciaba los muslos, desnudos bajo la falda tableada. Luego me tomó de la mano y me llevo detrás de unos arbustos. Después me obligó a tocarle el sexo. Cuando acabó, salí disparada hacia mi casa, por las calles oscuras, sin mirar atrás. Nunca había vuelto a correr tanto hasta aquella madrugada, cuando avancé sin objetivo durante lo que a mí me parecieron horas. Me detuve al llegar a la calle Quintana, y me senté en un banco. Ya era casi de día, y al mirarme la mano ensangrentada reparé en que aún tenía la navaja en la mano. La luz rebrillaba en el filo blancoazulado, todavía manchado de restos de sangre seca. La tiré a una alcantarilla.