Dos o tres días después, al regresar a casa desde la universidad, me encontré a Barry en la mesa de la cocina, tomando el té con Cat y Aylsa. Yo ardía en deseos de averiguar la razón por la que Barry conocía a Ralph, pero no me atrevía a preguntar, a aparentar interés por alguien que oficialmente no era sino un mero conocido. Barry se anticipó a mis deseos, como si me hubiera leído el pensamiento, y sacó a colación el tema de Ralph.
– Ese tipo con el que ibas el otro día, es Ralph Scott-Foreman, ¿no?
– Se llama Ralph -confirmé. No conocía su apellido.
– ¿Estudia literatura?
– No, estudia arte. Pero coincidimos en un seminario común de estética -mentí. No quería verme obligada a explicar cómo le había conocido, porque nunca le había dicho a Cat que hubiese hecho amistades en la universidad.
– Hacía siglos que no le veía. Y siempre me he preguntado qué habría sido de él.
– ¿Tanto le conoces?
– Todo el mundo le conoce. El pequeño de los Scott-Foreman. Su padre era lord.
– ¿Y de qué conoces tú al hijo de un lord? -pregunté, cogida de improviso por la misma sorpresa que me sacudió años atrás cuando me enteré de que Coco tenía amigos en la Moraleja.
No eran precisamente amigos, me explicó. Cuando Barry era un chaval, trece o catorce años a lo sumo, se hizo inseparable de su primo, que era unos años más mayor que él y que se ganaba la vida trabajando en una tienda de discos, y pinchando de vez en cuando música en discotecas -entonces no se llamaban clubes- y en fiestas de gente de dinero. Lo segundo estaba mucho mejor pagado que lo primero y pronto el primo se había hecho con una cartera de clientes que iban recomendándose sus servicios los unos a los otros: gente de clase alta, de apellidos compuestos y religión protestante, educados en public schools, que hablaban inglés sin acento, con una dicción neutra digna de un locutor de la BBC, y cuyos padres podían presumir de haber sido invitados alguna vez a Balmoral. A Barty le encantaba acudir a aquellas fiestas. Ayudaba a su primo a cargar los platos y los discos, y no cobraba nada porque se conformaba con disfrutar de la oportunidad de conocer el interior de mansiones que sólo había imaginado hasta entonces gracias a la televisión, y de poder beber cerveza sin límite ni restricciones, sin que nadie indagara por su edad.
Una vez contrataron a su primo para animar una fiesta muy especial, que tendría lugar en la residencia de lord Scott-Foreman, una granja de doscientos acres situada entre Fetercairn y Stoneheaven, a unas veinte millas de Aberdeen. Llegaron hasta allí en la vieja camioneta de su primo y, a pesar de que ya estaban acostumbrados a mansiones increíbles, se quedaron boquiabiertos ante la magnificencia del lugar. Había guardas de seguridad y alarmas, jardines cuidadísimos, establos, piscina, helipuerto… Apenas pudieron entrever el interior de la casa, pero Barry imaginaba que aquello debía parecerse a la mismísima residencia de la reina.
La fiesta tuvo lugar en una especie de pub o discoteca, con barra, camareros, luces y pista, recién acondicionado en uno de los sótanos de la enorme casa, que debía de tener unos dos siglos de antigüedad. La reunión, sin embargo, no estaba muy concurrida. Habría allí unas cuarenta personas, a lo sumo. Niños bien borrachos como cubas y niñas pijas y solemnes, sloane girls despectivas, dueñas de melenas peinadísimas y brillantísimas, de rostros sin la más leve huella de acné y de cuerpos gráciles y esbeltos (lo que hace la buena alimentación y la práctica constante del deporte…), adolescentes de belleza impecable que no se dignaron a cruzar palabra con aquellos dos macarras contratados para animar la fiesta. Sin embargo, el homenajeado, el hijo pequeño de lord Foreman, resultó ser un chico bastante amable, muy puesto en música, que se pasó un rato largo de charla con el primo de Barry, muy interesado, al parecer, en los discos que pinchaba. El primo le habló de la tienda en la que trabajaba, y, para su mayúscula sorpresa, una semana después se presentó allí el joven Ralph, que compró media tienda con la mayor naturalidad, como si gastarse cien libras (de las de entonces) en discos fuese un lujo al alcance de cualquier jovencito de dieciocho años. A partir de entonces solía descolgarse por la tienda de cuando en cuando, dilapidando siempre cantidades astronómicas. El primo de Barry, que sabía bien que él nunca dejaría de ser, a ojos de gentes como los Scott-Foreman, más que escoria católica de Glasgow, se debatía entre el rencor visceral que le inspiraba aquel niñato forrado de pasta y una irreprimible simpatía derivada del hecho de sentirse admirado; porque aquel niño bien, tímido, apocado y educadísimo, parecía beber de sus palabras y escuchaba sus recomendaciones con la misma atención con la que una beata atendería al sermón. Aquel niñato no podía comprar con sus millones el trabajo de Brian ni su erudición, pero sí podía comprar todos sus discos.
Un buen día el niñato dejo de descolgarse por la tienda. Ni Barry ni Brian repararon realmente en su ausencia. Barry comentó algo como «Ya no vemos al pequeño lord por aquí». Y Brian respondió, irónico: «Sí, no sé en qué andará metido. Probablemente en asuntos de trata de blancas y narcotráfico». Los dos rieron la ocurrencia a mandíbula batiente y no volvieron a hablar de él hasta que un año después saltó a la prensa la noticia de la muerte de lord Scott-Foreman, y se inició un culebrón que se mantuvo en portada de los tabloides amarillistas durante semanas. La historia se resumía más o menos así: El deportivo del lord se había despeñado contra un acantilado. Hasta ahí, nada extraño. Pero la anciana madre del fallecido, que detestaba a su nuera, a la que el testamento designaba como albacea de la fortuna familiar, había insistido en que practicaran la autopsia al cadáver. Se descubrió entonces que éste presentaba una cantidad excesiva de barbitúricos en sangre. Parecía improbable que lord Scott-Foreman hubiese sido capaz de conducir tras haber ingerido un cóctel de pastillas que debía haberle dejado, por fuerza, medio dormido, y se barajó la hipótesis de que alguien hubiese colocado el cuerpo inconsciente en el coche y hubiese despeñado el vehículo acto seguido. Todas las sospechas apuntaban a su esposa. Salieron a la luz entonces todos los trapos sucios familiares: historias de alcoholismo, de abuso y maltrato. Lord Scott-Foreman, por muy lord que fuera, no dejaba de ser un borrachuzo que golpeaba frecuentemente a su mujer y que una vez la había empujado rodando por las escaleras de la casa, provocándole un aborto. Ella, por otra parte, mantenía desde hacía años una relación con un hombre mucho más joven que ambos, al que se le suponía cómplice del presunto asesinato. Se hicieron pruebas y análisis, pero nadie pudo certificar la veracidad de las afirmaciones. Era cierto que se había encontrado una alarmante presencia de barbitúricos en el cadáver, pero también lo era que el fallecido consumía cantidades desmedidas de tranquilizantes y que era aficionado a mezclarlos con alcohol. Hubo juicio, pero el forense no pudo asegurar con certeza que el conductor estuviera inconsciente en el momento del accidente, por muy probable que esa afirmación pudiera resultar. Aylsa y Cat, que recordaban vagamente la historia, opinaron que, como de costumbre, se había presupuesto la culpabilidad de la esposa sólo porque ella era infiel, y, para colmo, con un hombre joven; y que, de haberse tratado de un hombre, ni siquiera habría habido juicio partiendo de una acusación basada en tan débiles pruebas. El caso es que finalmente la esposa fue absuelta de todos los cargos. Pero el escándalo había sido sonado y debió de afectarla sobremanera, porque desde entonces renunció a la vida pública, y falleció poco después de un ataque al corazón; o eso creía Barry, al qué le parecía recordar haber leído la noticia en un periódico. Ralph, según Barry, tenía otro hermano, un chico muy guapo que solía ir acompañado de tías despampanantes, muy dado a las broncas y a las juergas, y que, si la memoria no le fallaba, era famoso en todos los clubes de Edimburgo, de Manchester y de Londres porque se bebía hasta el agua de los ceniceros, y Barry suponía que durante los últimos años debía de haberse pulido en alcohol y drogas la fortuna que había heredado…
Me levanté de la mesa muy despacio, procurando aparentar tranquilidad. No quería que ninguno de los presentes advirtiera cuánto me había impresionado la historia para que no dedujeran hasta qué punto apreciaba a su protagonista. Me disculpé aduciendo cansancio, cosa que a nadie le sorprendió, puesto que estaban más que acostumbrados a mi escasa sociabilidad, y me fui al cuarto de baño a vomitar el té, un líquido tan bilioso y oscuro como la historia que acababa de escuchar.
Acababa de comprender que Ralph no me querría nunca.
Ralph no me querría nunca, Mónica no me querría nunca… Mónica había elegido a su novio de apellido compuesto, que tenía dinero, y posición, trabajo estable, sueldo fijo y un pene que le colgaba entre las piernas.
Castellana abajo caminé durante lo que a mí me parecieron horas, y mis pasos me condujeron, por pura inercia, al Retiro. Busqué un hueco fresco y sombreado frente al lago, al abrigo de un sauce llorón. El dolor me había bloqueado, como bloquea el miedo a todos los animales, y me había dejado paralizada, incapaz de reaccionar. Se sucedieron las horas sin que yo me diese cuenta; el cielo fue cambiando de color; a mi alrededor las parejas se sustituían por otras parejas; aparecían y desaparecían señores y perros y ciclistas; y los cisnes recorrían una y otra vez el lago buscando miguitas de pan.
Rilke dijo que la belleza consiste en el grado de lo terrible que todavía podamos soportar. Yo había soportado cosas terribles, o no. Terribles son las imágenes de los telediarios, los cuerpos calcinados en las guerras, los niños famélicos, las mujeres violadas, la mirada imborrable del odio en los rostros infantiles, esos conmovedores llantos inaudibles que nacen de las sordas minas del hambre. Quizá había víctimas de primera y segunda categoría. Quizá nada importaba nada, si, al fin y al cabo, todos venimos de lo mismo y acabaremos en lo mismo. Al morir nos descompondremos en hidrógeno, helio, oxígeno, metano, neón, argón, carbono, azufre, silicio y hierro y retornaremos, después de millones de años, cruzando la atmósfera, a nuestro lugar de origen, el sol, una estrella agonizante, una bomba de hidrógeno en permanente explosión.