Ralph también se encontraba muy ocupado redactando su tesis de doctorado sobre Rembrandt. Me lo encontraba a diario en la universidad y escuchaba sus comentarios enfurruñados sobre la ineptitud de los responsables de la biblioteca, incapaces de proporcionarle la documentación que buscaba. Contemplaba el vello que sombreaba sus nudillos y el corazón me daba un vuelco al recordar su tórax cubierto de pelo, y cómo, hacía no tanto, yo me había quedado dormida recostada contra su pecho.
Caitlin había debido advertir de alguna manera el cambio que supuso en mi vida el final de mis amoríos con Ralph, gracias a esa intuición de gato y de bruja que ella tenía y que le ayudaba a interpretar pistas invisibles para el resto de los mortales. Quién sabe, quizá yo ya no despidiera por las noches ese olor a leche agria que sucede al sexo, o quizá mi aura había cambiado de color y ya no era bermellón, sino color marfil. Caitlin había desterrado de su expresión un ceño adusto y preocupado que rondaba sus facciones mientras duró lo de Ralph, y ahora una radiante sonrisa le iluminaba la carita minina, haciendo juego con el blanco de las margaritas que sembraban los Meadows. Remoloneaba por la casa con expresión tierna y perezosa, me preparaba todo tipo de platos exóticos para «que repusiera fuerzas» y se esforzaba (podía notarlo) por sonreír y estar amable. A veces se sentaba en el enorme cojín marroquí del salón, enroscaba las piernas como una contorsionista, y se me quedaba mirando largamente mientras yo ordenaba bloques de folios fotocopiados.
Yo estudiaba a todas horas, tanto en la universidad como en casa. Pasaba las noches a solas con mis libros y mis apuntes, tomando notas y subrayando frases con rotuladores fluorescentes de tres colores: rosa, naranja y verde. Me emborrachaba de datos, de consignas y de fechas, y procuraba no pensar en lo que no debía. Las líneas impresas me mantenían anestesiada.
Una de esas noches recibí una visita inesperada. El timbre sonó a las nueve de la noche, acontecimiento inusitado porque no era normal recibir visitas en casa a la hora en que Cat estaba trabajando. Estuve tentada de no abrir la puerta, dando por hecho que se trataba de una equivocación, pero como los timbrazos eran insistentes no me quedó más remedio que salir a recibir al inoportuno visitante. Mi sorpresa fue mayúscula cuando al abrir la puerta me di de lleno con el rostro ratonil de Barry. Apoyado en el marco de la puerta, los filos de sus facciones pequeñas y angulosas aparecían más cortantes aún debido a la falta de luz. Me dijo que había venido a casa en busca de Cat, explicación que me resultaba absurda porque él debía de saber de sobra que Cat trabajaba aquella noche. Le ofrecí una cerveza y él asintió con la cabeza y se aposentó en una de las sillas de la cocina. Abrí el frigorífico, le lancé una lata de Heineken que cogió al vuelo y me senté frente a él. Sacó papel y una china, y empezó a liar un porro mientras me taladraba con sus brillantes ojillos de roedor.
– Veo que te lo tomas en serio -comentó, señalando con la cabeza la mesa abarrotada de papeles.
– No me queda más remedio, si quiero aprobar.
– Aprobar… ¿Eso es lo que quieres? ¿Lo que quieres de verdad?
– Claro que sí. Lo sabes perfectamente. Llevo tres años esforzándome por este puto título.
– Me sorprende la manera en que la gente se convence de que desea algo que no desea en absoluto. Secadores de pelo, vídeo, hipotecas, matrimonios… Degrees. Por cierto, ¿qué estudias? Literatura, ¿no?
– Literatura inglesa.
– Literatura inglesa… Flipo. En primer lugar no entiendo cómo alguien puede estudiar literatura: los libros se leen o no se leen, y punto. No se estudian. Lo que es yo, jamás he entendido eso de la crítica literaria. Si alguien tiene que venir a explicarte un libro, es que no has sentido nada al leerlo. Malo.
– Eso es discutible… -le contradije-, un texto no se entiende sin sus condicionantes: sociedad, historia, psicología, grado de libertad…
– Y un huevo. Un texto debería entenderse por sí mismo, o cada lector debería entenderlo a su manera. Pero darle al texto un contexto, una explicación, significa imponerle un límite, dotarlo de un significado final, cerrarlo. O sea, que una vez que la sacrosanta crítica ha dictaminado su opinión, el texto está explicado. Victoria para el crítico, y control del lector, al que no se le permite la existencia de un criterio propio. Toma el Ulysses, por ejemplo. Nadie me convencerá jamás que esa gilipollez sin pies ni cabeza es una obra maestra…
– Nadie intenta convencerte. Por si no lo sabías gran parte de la crítica feminista opina que Ulysses está sobrevalorado…
– ¿Sobrevalorado? No me digas… Ahí sí que fueron listos los irlandeses, eso se lo reconozco. Algo parecido intentamos nosotros con Burns y con Mc Diarmis, sólo que no nos salió tan bien Pero llegan los irlandeses con el librito incomprensible y con la palabra de cuatro críticos asegurando que es la obra maestra del siglo, que Joyce ha descubierto el monólogo interior, que esto y que lo otro… Y todo el mundo se lo cree, todo el mundo acepta el criterio de la autoridad, como acepta la palabra del Gobierno, o como cree lo que ve en televisión. La crítica literaria no es sino una forma más de control del Sistema.
– Estás simplificando las cosas, Barry… -objeté, pero me detuve ahí y no me esforcé en presentar argumentos porque no dejaba de creer que, a su manera, el discurso de Barry tenía un punto de razón-. Y además, a mí me gusta Ulysses. Bah, qué más da… El caso es que por absurdos que sean o no sean mis estudios no voy a dejarlos precisamente ahora, cuando tengo mi título al alcance de los dedos, como quien dice.
– No seas ingenua. ¿Para qué te sirve un título? ¿Para trabajar en un McDonalds? ¿Para morirte de hambre como Aylsa?
– ¿Aylsa fue a la universidad? -pregunté-. Ni me lo imaginaba.
– Sí, bonita. Nuestra querida, o no tan querida, Aylsa fue a la universidad, por si no lo sabías. Se licenció en Filosofía allá por el jurásico, si la memoria no me falla. Yo también fui a la universidad, te lo recuerdo. Y mira dónde estoy.
– Creí que tú no trabajabas porque no te apetecía.
– No te confundas. Yo tenía planeado ser dentista, pero no tenía dinero para abrir una consulta. Así que acabé como enfermero en el hospital de Glasgow, cobrando un sueldo de mierda. Cada noche llegaban unos cuantos borrachos con la cabeza rota de un botellazo, o yonquis a punto de palmarla porque se habían metido un pico de estricnina. No sé cuántas cabezas cosí ni cuántos vómitos recogí. Luego, cuando se me acabó el contrato, pensé que estaría en el paro dos o tres meses, como mucho. Y ya ves. La universidad no te garantiza nada. Métetelo en la cabeza. Nada.
– Pero no parece que te vayan mal las cosas.
– No me van mal, no. Hago mucho dinero. Pero también arriesgo mucho. Esto del trapicheo no es tan fácil como la gente cree, no.
Qué me vas a contar a mí, pensé para mis adentros. Pero seguí calladita.
– No, en esto se puede ser cualquiera. El éxito depende de muchos factores, entérate, y no sólo de los primeros en los que tú pensarías. No se trata de pasar el mejor material, no, ni de servir con la mejor rapidez, ni de ser el más eficiente, ni siquiera de no meterse lo que uno vende, aunque eso, por supuesto, también es importante. Hace falta, por ejemplo, ser un buen psicólogo. Saber cómo es una persona desde el primer golpe de vista. Interpretar sus gestos, sus miradas, su forma de vestir la ropa. Yo, por ejemplo, puedo oler a un policía a kilómetros de distancia. Y sé también cuándo alguien está tan ansioso que me pagaría por el material el quíntuple de su precio con tal de que se lo entregase en el momento.
Me sonaba a discurso repetido, a algo que ya había oído antes, y me acordé de Coco por primera vez en muchos años… ¿Qué habría sido de él? Barry me ofreció el porro. Rehusé con un movimiento de cabeza.
– Por ejemplo -continuó-, la primera vez que te vi, pensé: aquí hay una tía lista. No dijiste nada. Ibas detrás de Cat y me miraste de arriba abajo. Adelantabas las caderas con aire arrogante y te mantenías en tu sitio. Vale, me gustó que permanecieras callada porque la mayoría de la gente hace cantidad de preguntas absurdas para llenar el silencio que les oprime. La gente dice que eres borde. Pero yo no. Yo supe desde el primer momento que eras lista, y valiente.
Me miró a los ojos, creo que esperando una respuesta, pero permanecí en silencio. Así que él pegó una larga calada al porro y el humo se extendió por el comedor.
– Otro detalle esencial es el factor suerte. Yo tengo suerte. He tenido suerte esta noche al encontrarte aquí. A fin de cuentas, hoy es viernes y medio Edimburgo se está emborrachando como cada viernes por la noche. Podías no haber estado. Podías haber salido a bailar. Sin embargo tú, que te crees una chica lista, te has quedado a estudiar. Pero a veces parece que tu inteligencia no te sirve para nada -prosiguió-. Mira a Cat, por ejemplo. Te aseguro que gran parte de ese medio Edimburgo que baila daría un brazo por acostarse con ella. Hombres y mujeres. Y tú, que tienes ese chollo, eres incapaz de valorarlo, joder. No sé si te das cuenta del daño que le haces… Porque ella es una persona muy especial, muy sensible… Cuando yo salía con ella…
Interrumpió de nuevo su discurso y me dedicó otra mirada inquisitiva, como para comprobar que, efectivamente, me sorprendía la afirmación. Yo seguí sin decir palabra.
– Porque yo estuve con ella. Fue cuando llegó a Edimburgo… Caitlin tenía el pelo muy largo entonces, aún me acuerdo… Era muy guapa, casi más que ahora…
Se detuvo, y permaneció unos segundos mirando al vacío como si reviviera aquella imagen frente a sí.
– No lo sabías, ¿verdad? No, no te lo ha contado, claro. Es tan reservada con sus cosas… Podrá contarte la historia de todas sus novias, y explicarte si sus orgasmos eran clitóricos o vaginales, pero nunca hablará de lo que realmente le importa, ya sabes. Y tú eres tan arrogante que ni siquiera te has parado a pensar que el bueno de Barry… No, no nos acostábamos juntos, si es en eso en lo que estás pensando, pero éramos más pareja que muchas parejas que sí lo hacen…
Yo comprendí perfectamente lo que había querido decir: nosotras sí lo hacíamos.