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Pasan los días en Madrid y no me acostumbro. No me quedan amigos en Madrid. Ni uno solo. Nadie a quien llamar en una ciudad erizada de seis millones de personas. Doy largos paseos, leo, escribo a ratos. Poco más. La soledad no es mala, me repito. La soledad me ha concedido el regalo de aprender a tomar decisiones sobre cosas que me afectan, de aprender a analizar mis actos y a diseccionar las razones que los mueven con la aséptica precisión de un forense. En la oscuridad puedo colgar en las paredes de mi mente lienzos de colores, en la soledad puedo ver quién soy bajo la piel.

Bajo a comprar el pan y los periódicos, me acerco a verificar en el Instituto Británico los papeles y las diligencias necesarios para hacerme con una beca de doctorado, y me doy cuenta, en las aceras de asfalto a punto de derretirse, en el autobús vibrante de aire acondicionado, en las oficinas arrugadas de sudor, de que los hombres me miran y me sonríen de una forma especial. A ellos no parecen importarles, al contrario que a mi madre, ni mi pelo corto, ni mis botas ni mis pantalones.

Caitlin se preciaba de saber reconocer a una lesbiana en cuanto la veía. Me acuerdo de que una vez dictaminó que una presentadora de la MTV lo era, y yo me reí de ella, argumentando que, en primer lugar, resultaba completamente imposible que Cat pudiese determinar las preferencias de una persona sin conocerla en absoluto; y en segundo, que esa chica, tan maquillada, tan siliconada, tan repeinada, no tenía el menor aspecto de lesbiana. Pues bien, años después, cuando aquella mujer hizo públicas sus intimidades en medio de una campaña de outing, me tocó comerme mis palabras. Cat atribuía aquella especie de clarividencia a una especialización que había desarrollado durante años y que le permitía interpretar pequeños detalles de comunicación no verbal, invisibles para aquellos que no fueran buscándolos. Gestos inconscientes que delataban a los ojos de Cat las apetencias de cada persona. Observaba atentamente, recordaba con claridad; en silencio llevaba a cabo multitud de deducciones. Se fijaba en la diferente manera de mirar a hombres y mujeres, en el modo de colocar las piernas al sentarse, en las variaciones de expresión a medida que se avanzaba en una conversación. Una palabra casual o imprudente, una mirada de indiferencia o ansiedad; el embarazo, la vacilación, la vehemencia, la inquietud… Cada pequeño detalle aportaba a su percepción, aparentemente intuitiva, indicaciones acerca de los deseos de una persona. Caitlin era como un tahúr; y el juego de la seducción, una partida de cartas. A los pocos minutos de conocer a una persona Caitlin jugaba con cada uno de sus gestos como si fueran naipes, y los lanzaba al mundo con igual precisión y seguridad con los que una jugadora habría puesto sus cartas sobre la mesa si supiese exactamente qué mano de cartas llevaba cada uno de los demás jugadores que se sentaban con ella.

Durante mucho tiempo he pensado que una chica como yo, tan descuidada de su aspecto, estaba enviando al mundo un mensaje silencioso: machos, manteneos alejados. Pero todos estos hombres que me miran no parecen haberlo captado, y me digo que quizá yo no sea tan poco femenina como mi madre pretende. Es posible que haya que redefinir la acepción de semejante término.

Cada uno de los hombres que me mira y me sonríe oculta bajo sus pantalones un pene terso, un pecho plano, unos hombros compactos, un cuerpo de hombre, y podría tomarme entre sus brazos y clavarme las manos en la almohada. Esta áspera soledad me pesa de una forma casi física y a veces me pregunto qué sucedería si me dirigiera a alguno de esos chicos guapos del autobús y le dijera: aquí estoy, haz conmigo lo que quieras. ¿Hace eso una mujer? ¿O sólo lo hacen en los bares para chicas? Esos bares en los que pueden comportarse como un hombre y abordar directamente al objeto de su deseo; e incluso invitarle a una copa si les apetece, de la misma forma en que me abordó Cat la primera noche que me vio.

Escribo sobre un teclado, un ordenador portátil de segunda mano que compré en Edimburgo poco antes de regresar. Las veintitantas letras del abecedario se abrazan las unas a las otras para formar palabras; se ofrecen, cariñosas, el calor que a mí me falta. Todo lo que soy, lo que sólida o precariamente me define y me sostiene, regresa en el momento en el que escribo. Sólo sé ser sincera delante de un teclado. Echo tanto de menos la vida que tenía como en Edimburgo añoraba Madrid. Puede que sea mentira. Puede que sea memoria, religión o arte. Cuando cierro los ojos por la noche imagino los verdiazules ojos de Cat, capaces de inventar a cada instante una realidad. Una realidad bicolor como ellos, un espacio y un tiempo más dignos de mí. Esas pupilas traspasadas por la luz de los días y que irradiaban otra luz desde dentro. La realidad que escribo se remite a otro tiempo, otro paisaje, otros días; se aleja de este verano pegajoso y me conduce a través de horas en las que nos besábamos, recorriendo laberintos cercados por sus curvas, resonantes de ecos de su voz. Recorro sus pasillos y doblo sus esquinas, y llego al centro mismo escondido de su ausencia. Desciendo a las regiones más hondas y más negras, donde más infinito se haga mi haberme ido y más profundo sienta su haberse quedado. El suelo exhala un aroma dulzón.

Al otro lado del mar, en tierras verdes y húmedas, frescas de rocío y esmegma, Cat sigue esperándome, y en alguna parte de esta península bañada por el sol Mónica sigue viva, completamente olvidada, supongo, de los besos que me regaló hace tantos años. La inscripción de doctorado, en el caso de que decida volver a Edimburgo, puede esperar hasta septiembre, tengo tiempo para decidirme. Decidirme a quedarme y dejar atrás a Cat. Y Cat sería una etapa quemada, un rodaje, una preparación necesaria para una vida más plena que aún está por venir. Edimburgo no habría sido sino un refugio temporal, ajeno a mi verdadera naturaleza.

Durante estos cuatro años no he mantenido contacto alguno con Mónica. Y no porque yo no lo intentara. Fue ella la que se mantuvo apartada, quién sabe por qué. Pero lo cierto es que durante todo este tiempo ella no ha dejado de habitar mi recuerdo, ha estado alojada en mi cabeza como la obsesión que siempre fue. Y siempre pensé que al volver la buscaría, que intentaría como fuera volver a verla.

Al principio de llegar a Edimburgo la imagen de Mónica me perseguía, implacable, allá donde yo fuera. Todas las chicas de la calle se parecían, por milagro, a ella, y los rasgos de Mónica se superponían a aquellos rasgos desconocidos, convirtiendo en Mónica a cualquiera, a la cajera del supermercado, a la dependienta de Boots, a aquella chica morena que se sentó a mi lado en la biblioteca. No pretendía comprender todas las implicaciones de tal portentosa ubicuidad del objeto de mi amor. Sabía perfectamente que aquél era uno de los síntomas más claros del síndrome de la nostalgia. Pero no quería tenerla a mi lado a cada momento si había llegado allí exclusivamente para olvidarla, así que hacía ímprobos (e inútiles) esfuerzos por desterrar su imagen de mi imaginación.

Lo curioso es que fueron transcurriendo los días, las semanas y los meses y ella dejó de aparecerse a destiempo como una virgen milagrosa, y entonces fue cuando comencé a echarla de menos y a concentrarme en hacerla volver. Si veía a otra chica que me la recordaba, no intentaba ponerme a pensar rápidamente en cualquier otra cosa, sino que me esforzaba conscientemente por intensificar el parecido en mi imaginación. Evocaba sus rasgos con una mezcla agridulce de nostalgia y despecho y no podía evitar conmoverme cuando, por fin, conseguía tener ante mis ojos el perfil exacto de su rostro.

Pero cada vez se me hacía más y más difícil recordarla. Al fin y al cabo, había pasado dos años sin verla y sin tener noticias suyas. El espacio de mi cerebro había sido ocupado por otras preocupaciones más urgentes que acabaron por arrinconar la imagen de Mónica, perdida en un embrollado marasmo de recuerdos inútiles amontonados sin orden ni concierto en el fondo de mi cabeza.

A veces, cuando Caitlin se marchaba a trabajar, sola en casa de Cat, me concentraba en concederle a Mónica un espacio propio en el territorio de mi memoria. Me tumbaba en la cama, cerraba los ojos e intentaba vaciar mi mente, dejarla ajena a todo lo que no fuera su recuerdo. Pensaba en reunirme con ella de la única manera que sabía, en hacer el amor con ella de la única forma que podía. En la imaginación. Y trataba de recomponer su imagen. Intentaba primero definir los elementos (los ojos negros, los rizos rebeldes y atezados, la sonrisa que haría parpadear a una esfinge), para reagruparlos luego. Pero algo fallaba. La figura que surgía no era exactamente la suya. Lo que componía no era sino un esquerzo borroso de alguien que no era Mónica, que ni siquiera se le parecía. Me esforzaba todo lo que podía, pero acababa dándome por vencida al cabo de un rato. Aunque recordaba en abstracto sus rasgos esenciales, y podía describirlos con palabras, no podía verlos, no conseguía dibujarlos en mi cabeza. No encontraba dentro de mí el retrato perfecto que aparecía, que aún aparece de vez en cuando en mis sueños, el mismo retrato que me había perseguido cuando llegué a Edimburgo, el que yo evocaba con tanta facilidad hacía no tanto…

Y sin embargo, cualquier día, inesperadamente, o peor aún, cuando estaba pensando en algo que nada tenía que ver con ella, una sombra en la pared, una vaharada de perfume proveniente de alguna universitaria rubia y alicaída que se sentó a mi lado en el autobús, los acordes de algún disco que escuchamos juntas, la conjuraban; y Mónica se presentaba ante mis ojos, repentina y brutal como un disparo, perfecta, inmensamente Mónica, cuando no la había llamado. Su imagen se manifestaba frente a mí, tan visible como un holograma.

Perdí el poder sobre cómo y cuándo conjurarla.

Me hice entonces consciente del siniestro deslizarse de las horas, y de la fragilidad del deseo, ese endeble barquito amenazado de naufragio entre las olas del tiempo.

Lo primordial, me digo, es encontrar a Mónica. Marco su teléfono, el de su antigua casa y me responde un contestador automático. Pero no es su voz la que me habla, ni la de su madre, ni la de su padrastro. Sospecho que se han mudado de casa, porque Charo siempre hablaba de trasladarse al campo. Intento el teléfono de Javier y no obtengo respuesta. Tampoco me extraña. Hace cuatro años vivía en un apartamento alquilado y me sorprendería que lo hubiese conservado tanto tiempo. Hace cuatro años que no sé nada de Mónica, ni siquiera estoy segura de si se casó con él. Quizá haya estudiado una carrera. ¿Matemáticas, Físicas, Astronomía?