– Quiero enseñarte una cosa -dijo, sonriendo, como si lo invitara a un juego misterioso, y le pidió que se fijara en el rostro del Caído, que estaba oculto entre las piernas del Ángel-. Me di cuenta una vez que me oculté aquí jugando al escondite.
El héroe caído tiene un cuerpo de duras aristas muy poco cinceladas, pero su rostro, que no se puede ver de frente, que sólo puede descubrirse desde un punto de vista único y muy difícil, situado tras el pedestal, muestra los rasgos indudables de una mujer, y parece esculpido por otra mano. La nariz recta, los delicados pómulos con lisura de mármol, los labios entreabiertos, los ojos rasgados que están a punto de cerrarse y la gracia como dormida del pelo deslizándose sobre un lado de la cara.
– Es como si acabara de dormirse -dijo Minaya, siguiendo con el dedo índice la línea de los labios, que sugería una sonrisa no del todo desconocida para su memoria-, como si se hubiera caído en sueños para dormir de cara a la pared.
Fue entonces cuando Inés le señaló el círculo más oscuro y levemente rehundido que la muchacha tenía en la mitad de la frente.
– No está dormida. Le han pegado un tiro en la cabeza y está muerta.
Fascinación de las puertas entornadas o cerradas, como los ojos de esa estatua que tiene el cuerpo de un hombre y el rostro secreto de una mujer, como el cuerpo de Inés antes de los primeros besos, siempre, cuando se vuelve otra y ya es inalcanzable para las palabras o las caricias que la rozan como si rozaran la tersura inerte de una estatua, inmune a la silenciosa súplica y a la silenciosa desesperación. Hay en la casa hospitalarias puertas entornadas que invitan a adentrarse en las estancias sucesivas de la memoria, pero hay también, y Minaya lo sabe, cobarde o ávidamente lo adivina, puertas cerradas que no le está permitido vulnerar y cuya existencia se le esconde o niega, como a un hombre que cruza los salones vacíos de un palacio barroco y descubre que la puerta que pretendía cruzar está pintada en el muro o repetida en un espejo. La casa es tan grande que sus habitantes, también Minaya, se pierden o son borrados por ella, y si cada uno se recluye en un espacio preciso y casi nunca abandonado no es porque deseen o hayan elegido la soledad, sino porque se han rendido a su presencia poderosa y vacía, que va ocupando una por una todas las habitaciones y la longitud de todos los pasillos. Anota cada noche Minaya, enumera en su bloc: Utrera tallando improbables santos románicos en su taller, al fondo de la casa, tras el jardín; Amalia y Teresa en la cocina o en el lavadero, en las habitaciones oscuras de lo que en otro tiempo se llamó zona de servicio; Manuel encerrado durante toda la mañana en el palomar, fumando silenciosamente junto al fuego, en la biblioteca, cuando Minaya no está; doña Elvira inclinada con su lupa sobre las páginas sal ¡nadas de una revista del corazón corno sobre una caja con insectos, o tocando el piano ante el televisor que nunca mira. Náufragos, escribe Minaya, en una ciudad que ya es en sí misma y desde hace tres siglos un naufragio inmóvil, como un galeón de alta arboladura barroca arrojado a la cima de su colina por alguna antigua catástrofe del mar. Dice Medina, incrédulo erudito local, que Mágina fue primero el nombre de una apacible ciudad de mercaderes y umbrosas villas romanas tendidas en la llanura del Guadalquivir, y alguna vez el arado o el pico de los arqueólogos destierra en aquella rivera cenagosa una piedra de molino o la estatua decapitada de una divinidad púnica o íbera, pero la otra Mágina, la amurallada y alta, no fue edificada para la felicidad o la vida que fecundaban las aguas del río y la diosa sin advocación ni rostro, sino para defender una frontera militar, primero de los ejércitos cristianos y luego de los árabes que subieron desde el sur para reconquistarla y fueron vencidos junto a la muralla que ellos mismos levantaron y en una de cuyas torres más altas está ahora el reloj que mide los días de Mágina y la duración de su decadencia y su orgullo. Pues fue el orgullo, y no la prosperidad, quien edificó las iglesias con bajorrelieves de dioses paganos y combates de centauros y los palacios con patios de columnas blancas traídas de Italia, como sus arquitectos, en los tiempos ya mitológicos en que un hombre de Mágina era secretario del emperador Carlos V. Dictamen de Orlando en la plaza de Santa María, ante el palacio de aquel Vázquez de Molina que administró la hacienda de Felipe II: «Lo que más me gusta de esta ciudad es que su belleza es absolutamente inexplicable e inútil, como la de un cuerpo que uno encuentra al doblar una calle.» Ahora aquellos palacios están abandonados; son casas de vecinos, y algunas quedan, como un telón pintado, la alta fachada y las ventanas vacías que descubren un solar de escombros y columnas caídas entre los jaramagos, pero la casa blanca en la plaza de San Pedro no se parece a ninguno de ellos, porque fue levantada más de doscientos años después de que el antiguo orgullo de Mágina se extinguiera para siempre. La balaustrada de mármol que corona su fachada y los muros del jardín y las guirnaldas esculpidas en estuco blanco sobre los blancos de los balcones le dan un aire entre francés y colonial, como una serena extravagancia. En 1884, el abuelo de Manuel, don Apolonio Santos, que había sido, dicen, en su juventud, dorador de retablos, y se había marchado de la ciudad sin despedirse de nadie después de ganar doscientos duros de plata en el Casino, volvió de Cuba cargado de una fortuna tan bárbara como los medios que durante veinte años había. usado para conseguirla y se hizo construir la casa junto a un panteón neogótico en el cementerio de Mágina. Diez años después de su regreso, don Apolonio poseía el mejor palacio de la ciudad y había comprado ocho o diez mil olivos en su término, pero apenas le alcanzó la vida para disfrutar de su fortuna, porque unas fiebres mal curadas -y también, dijeron, el disgusto de ver casada a su hija menor con un escribiente sin porvenir- se lo llevaron a su tumba neogótica en el primer invierno del siglo.
– Así que no le hagas caso a Utrera -dijo Manuel, con esa ironía triste que usaba siempre para hablarle a Minaya de su familia- cuando te cuenta los méritos de nuestros antepasados. Todos esos cuadros del patio y de la galería se los compraba mi abuelo, tu bisabuelo, a los mismos aristócratas tronados que le vendían sus fincas.
Como avergonzándose de haber nacido donde nació y de llevar el nombre que llevaba, pero sin atreverse a descubrir del todo la vergüenza o a cultivar abiertamente el desdén, pues no ignoraba que sólo la casa y el nombre vinculado a ella lo habían salvado del fusilamiento y de la obligación del coraje, exigiéndole a cambio una pasiva lealtad que, según envejecía, dejaba de ser el límite nunca derribado y la medida exacta de la resignación y el fracaso para convertirse en una de sus costumbres. Quién era entonces el hombre de apostura altiva y casi heroica de la fotografía nupcial, el que fue ascendido a teniente por méritos de guerra después de saltar a pecho desnudo sobre una trinchera enemiga sin más auxilio que una pistola arrebatada a un cadáver y un grupo de milicianos asustados para matar a tiros a quienes disparaban contra ellos una ametralladora italiana, dónde buscó y obtuvo el valor necesario para casarse con Mariana abandonando sin el menor escrúpulo a la muchacha en cuya lánguida compañía había pasado seis años de noviazgo con la complacencia siempre en guardia de doña Elvira, que entendió como una injuria personal ese arrebato de su hijo y no se lo perdonó nunca.
– Y no sólo eso -recordaba Medina-, sino que también fue capaz de buscarse un empleo en la embajada española en París, supongo que por mediación de Solana, y lo tenía todo preparado para marcharse allí al día siguiente de su boda, imagínese, él, que se había vuelto de Granada sin terminar la carrera por no contrariar a su madre. Así que si Mariana no llega a morir como murió ahora su tío de usted sería miembro del gobierno republicano en el exilio, o algo parecido.
Muchas veces, a lo largo de los años que le fue dado sobrevivir a la lenta rendición de su voluntad, Manuel miró la fotografía de su boda sintiendo que no era él el hombre que aparecía en ella, no porque no creyera haber poseído alguna vez el brío o la locura precisos para enfrentarse a su madre y vencer el miedo que le hacía vomitar antes de un ataque en el frente, sino porque nunca había creído merecer la ciega ternura y el cuerpo ofrecido de Mariana, y miraba sus fotos y el dibujo de Orlando con la misma devoción ilimitada e incrédula y el mismo asombro con que la miró a ella y se vio a sí mismo en los espejos del dormitorio cuando al final la tuvo blanca y desnuda entre sus brazos. Fue ese Solana, declaró Mágina o esa parte de Mágina donde sobrevivía el orgullo no vencido, fue él quien lo hizo rojo y quien lo animó a enredarse con esa golfa, dijeron voces agraviadas en el salón donde aún estaban expuestas las mantelerías bordadas y la vajilla de plata que iban a ser la dote de la novia tan bruscamente abandonada, reliquias ya de su melancólico destino. Y sin decirle nada, a pesar de que ella estaba preparando el vestido de novia y mi primo lo sabía, contaba muchos años después el padre de Minaya, porque Mariana estaba muerta y la guerra que la trajo a Mágina había terminado, pero el orgullo y la imperiosa capacidad de desprecio seguían intactos, tal vez incluso ennoblecidos, como la estatua del general Orduña, por las señales del heroísmo y el oprobio.
– Y no vayas a pensar que aquella muchacha era una estantigua porque perteneciera a una de las mejores familias de Mágina, casi tan respetable como la nuestra. Pregúntale a tu madre, que la conoció bien. Claro que al final tuvo suerte y pudo resarcirse de la traición de mi primo. Casó, y muy provechosamente, con un capitán de Regulares.
Inagotable e intacto, inútil, como la luz y las estatuas de perfil griego de Mágina, el rencor es lo único que ellos salvan o que los salva del olvido y cimienta sobre la nada la pervivencia del orgullo. Cada mañana, asistida por Teresa y Amalia, que sube las escaleras muy despacio rozando los pasamanos y las paredes y llega sin aliento al último piso de la casa, doña Elvira se viste ceremoniosamente ante un espejo y se peina el pelo blanco y ondulado según la norma ya borrosa de 1930, permitiéndose a veces una gota de perfume en las muñecas y en el cuello y una leve sombra de polvos rosa en las mejillas. Cómo está mi hijo, pregunta sin mirar a nadie ni esperar que le respondan, levantando los ojos por encima de las dos mujeres que se mueven en torno suyo, porque así le enseñaron que debe dirigirse una dama a los sirvientes, recordadle a Inés que hoy es jueves y que me tiene que traer las revistas. ¿Ha llamado el administrador? Que alguien vaya a avisarle. Quiero ajustar con él las cuentas de la aceituna, antes de que se me olviden y me engañe. Vestida y perfumada como para salir a la calle, que sólo pisa en la madrugada de los viernes santos, doña Elvira contempla su propia figura tiesa en el espejo y se alisa con el dedo índice la línea borrada de las cejas.
– Teresa, cuando hayas hecho la cama riegas los geranios. ¿No te das cuenta de que se están poniendo mustios?
Frente al espejo todavía, sin volverse ni alzar la voz, doña Elvira ve a Teresa retirando las sábanas y la colcha de la gran cama conyugal en la que sigue durmiendo cuarenta años después de quedarse viuda y advierte de pronto, con secreta satisfacción, cómo ha envejecido la criada que era una niña cuando entró a su servicio. El sol amarillo y frío de febrero entra oblicuamente por el ventanal de la terraza, dejando sobre las baldosas una mancha húmeda de luz, cernida como polen, que envuelve las cosas sin llegar a tocarlas y se desliza hasta el umbral donde Amalia, que casi no lo ve, está parada y esperando.
– ¿Desea alguna cosa la señora? -Nada, Amalia. Dile a Inés que ya me puede subir el periódico y el desayuno.
Antes de que le fuera permitido conocerla, doña Elvira se imponía en la conciencia de Minaya como una gran sombra ausente, dibujada, con severa precisión, como en el miedo con que la imaginaba Jacinto Solana muchos años atrás, en ciertas costumbres y palabras que ambiguamente la aludían, casi nunca nombrándola, sin explicar su retiro o su vida, sólo sugiriendo que ella estaba allí, en las habitaciones más altas, asomada al balcón del invernadero o mirando el jardín desde la ventana donde a veces se perfilaba su figura. Una bandeja con la tetera de plata y una sola taza dispuesta a media tarde en el aparador de la cocina, el ABC doblado y sin abrir, las revistas ilustradas que cada jueves compraba Inés en el quiosco de la plaza del general Orduña, los libros de contabilidad junto al abrigo y el sombrero del administrador, que conversa con Amalia en el patio esperando a que doña Elvira quiera recibirlo, el sonido del televisor y del piano borrándose entre sí y confundidos en la distancia con el aleteo de las palomas contra los vidrios de la cúpula. Había aprendido a catalogar y descubrir los signos de la presencia de doña Elvira y a temerla siempre cuando caminaba a solas por los corredores, y un día, sin que nada lo anunciara, Inés le dijo que la señora lo invitaba esa tarde a tomar el té en sus habitaciones. El camino para llegar a ellas se iniciaba en una puerta al fondo de la galería y cruzaba una oscura región de salones tal vez no habitados nunca con cuadros religiosos en las paredes y santos de porcelana encerrados en urnas de cristal. Figuras solas sobre los aparadores mirando el vacío con ojos extraviados y vidriosos, mirando a Minaya como guardianes inmóviles de la tierra de nadie cuando cruza la penumbra desierta tras los pasos de Inés y el tintineo amortiguado de las cucharillas y las tazas sobre la bandeja de plata que ella sostiene tan gravemente como objetos de culto.